El mundo vive una dramática situación desde la expansión global de la pandemia del coronavirus. Las medidas de aislamiento y las duras políticas de restricción a la movilidad, aunque necesarias para intentar contener la expansión del contagio, traen consecuencias que merecen ser discutidas. En primer lugar, pueden poner en jaque nuestras libertades y la democracia, fortaleciendo el autoritarismo social y político ya tan diseminado. El Estado interventor es reivindicado ahora hasta por los neoliberales, pero con él también vienen los militares en las calles, los estados de emergencia y la instalación de una lógica bélica no sólo contra el virus, sino también contra algunos sectores de la sociedad.

Medidas de concentración de poder adoptadas para combatir el COVID-19 pueden incluso ser importantes para posibilitar el atendimiento público de la salud y la “protección” de la población. Sin embargo, hay una frontera muy tenue entre eso y las derivas autoritarias. Si el confinamiento masivo aparece hoy como prácticamente la única alternativa, esto se debe, en gran medida, a la política de privatización de las últimas décadas. El neoliberalismo destrozó de tal manera la salud pública que, en situaciones extremas como esta, no tenemos la capacidad de poder contar con una respuesta pública a la altura.

La cuarentena es necesaria, pero algunas políticas de excepción son insostenibles. Sabemos, además, que no empezaron con el coronavirus y, en algunos casos, podrán no desaparecer cuando la pandemia haya pasado. Ya estaban ahí, militarizando los territorios y las vidas, bien como contribuyendo a crear nuevos enemigos, internos y externos. Vivimos la biopolítica en estado puro, con una aceptación histórica de la población. Antes, vigilaban y punían. Ahora, vigilan, punen y todos aplaudimos, encerrados en nuestras casas. No nos engañemos: la vigilancia permanente, el control y el manejo de big data, los nuevos dispositivos de reconocimiento facial y otras formas sofisticadas de control social no se están profundizando sólo para combatir a un virus.

Hay una dimensión trágica en el confinamiento: es socialmente necesario, pero políticamente peligroso. No podemos aislar la excepcionalidad de las medidas de este momento con la conturbada coyuntura política que vivimos en nuestra región y en el mundo. Pensemos, por ejemplo, en las consecuencias de un posible cierre total de fronteras y en los usos y abusos del Estado de sitio para fines otros. Eso no es un tema menor en el actual escenario geopolítico y de confrontación, desde el Chile insurgente y rebelde hasta una Bolivia golpeada o una Venezuela ya tan apremiada de agitaciones e inestabilidades.

Este retrato sombrío contrasta, sin embargo, con un escenario de aprendizajes políticos que la actual situación contribuye a visibilizar. El primero de ellos es la importancia de la lucha contra el antropocentrismo. Si la propia emergencia del coronavirus es resultado de nuestros desequilibrios ecosistémicos, la desaceleración de la economía y poco más de una semana de restricciones de coches y vuelos han servido para que la mayoría de las capitales del mundo hayan visto sus estratosféricas tasas de contaminación bajar hasta la mitad. Eso nos recuerda que sin lucha contra el cambio climático, por alternativas al desarrollo y por la justicia ambiental no habrá planeta ni vida que se sostenga en el futuro próximo.

Otro aprendizaje en tiempos de coronavirus es la centralidad de los cuidados. Las feministas llevan tiempo insistiendo en ello y ahora el confinamiento de medio mundo en sus casas, con niños sin cole y la familia al completo bajo el mismo techo, lo vuelve todavía más explícito. Para que las tareas del cuidado no sigan recayendo casi exclusivamente en los cuerpos de las mujeres, la cuarentena debería ser vista como una oportunidad de inflexión para que los hombres puedan involucrarse activamente en un cambio radical de escenario, transformando la organización del trabajo en casa y fuera de ella. A los hombres, el mensaje es claro: no basta con empezar ahora y luego, tras el fin de la cuarentena, decir “no tengo tiempo”. Debemos emprender un camino sin vuelta atrás. Sólo así se podrán construir sociedades más igualitarias y alternativas antipatriarcales.

Un tercer eje de aprendizaje tiene que ver con la defensa y reconstrucción de lo público. La lucha contra el coronavirus ha visibilizado la importancia de la salud pública, gratuita y universal, así como la centralidad de la financiación pública para investigaciones socialmente relevantes. O defendemos y reconstruimos la salud pública, en un momento donde queda muy clara su importancia, o será demasiado tarde. Se trata, en definitiva, de anteponer el bienestar general de las personas frente a los intereses del capital, ahora y después de la crisis.

Asimismo, la crisis contemporánea también está poniendo en cuestión la importancia de la colectividad y la vida comunitaria. Nos sentimos más solos y estamos más vulnerables, pero también se ha potenciado la empatía, la solidaridad y una serie de redes de apoyo mutuo. Jóvenes que se disponibilizan a hacer la compra de alimentos o medicamentos para población de riesgo que no puede salir de casa; familias que se disponen a cuidar de niños de otras familias que tienen que seguir trabajando; iniciativas que promueven intercambios y trueques en momentos de cierre de los comercios y de necesidades económicas apremiantes; colectivos que ofrecen ayuda psicológica y/o laboral para los que ya están sufriendo de manera más directa las consecuencias de la crisis.

Finalmente, otro aprendizaje que sale a flote con la pandemia está relacionado con la alimentación. Ir a hacer la compra es uno de los pocos motivos por los cuales salimos de casa y muchos están asustados por la posibilidad de desabastecimiento. Los medios de comunicación reproducen imágenes de colas en los supermercados ante la alarma social, pero lo que realmente está en juego es el derecho a la alimentación. Hace décadas que los movimientos campesinos y las redes alimentarias llaman la atención para un modelo insostenible concentrado en grandes superficies de distribución, reivindicando como alternativa la seguridad y la soberanía alimentaria. En momentos como los actuales nos ponemos a pensar sobre qué y cómo se produce, se consume y se distribuye. La disyuntiva es clara: o apostamos todas las fichas en un cambio del sistema alimentario (con cadenas relocalizadas y productos sostenibles y ecológicos, por encima de las exigencias de las grandes empresas y del mercado) o estaremos abocados a una profundización de la catástrofe alimentaria.

Ante la emergencia provocada por la crisis sanitaria, la resistencia social no se restringe a cacerolazos en los balcones y en las ventanas. Está también arraigándose en iniciativas sociales diversas que vislumbran las emergencias sociales de una transición necesaria. Sin ellas y el fortalecimiento de redes ciudadanas, vecinales y los movimientos que las sostienen (principalmente ecologista, feminista, juvenil, comunitario y campesino-indígena) nuestro horizonte de futuro se verá todavía más restringido.

Breno Bringel es Profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro. Miembro del comité directivo de la Asociación Latinoamericana de Sociología y presidente del Comité de Movimientos Sociales de la Asociación Internacional de Sociología.

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