jueves, 12 de abril de 2012

Sanchez Coello. El criado de Su Majestad

 Ernest de Austria. Hampton Court Palace (Reino Unido)

 Rudolf de Austria. Haptom Court Palace (Reino Unido)


texto : Luis Sastre
La exposición de Sánchez Coello está formada por 51 cuadros, retratos cor­tesanos a los que se han añadido cinco pinturas de tema religioso. La mayor parte de la obra ahora expuesta forma parte de los fon­dos del Prado y del Patrimonio Nacional, a los que se han suma­do cuadros procedentes de Vie­na, Checoslovaquia, Reino Uni­do, Estados Unidos (Dallas y San Diego), Portugal, París y Bélgica y de colecciones particu­lares.
Junto a las pinturas de Sán­chez Coello se exponen cuadros relacionados con ellas de Anto­nio Moro, Tiziano, Cristóbal de Morales, Sofonisba, Anguisciola y Georges van der Straeten.
El mundo pictórico de Sán­chez Coello es el enlace español con un género y una especialidad artística empeñada en reproducir a una persona o a un grupo, de honda tradición en el arte occi­dental. El retrato como género independiente se fragua en las pinturas góticas, cuando en los retablos van cobrando mayor ta­maño, fidelidad e identificación las figuras de los donantes. En el siglo XV, en Italia, Flandes. Francia y España, al retrato se dedican grandes pintores —Van der Weyden, Botticelli, Ghirlan­dajo, Pinturiscchio—, que consa­gran la autonomía del retrato al mismo tiempo que inmortalizaban los bustos de los retratados.
En pleno Renacimiento, Du­rero, Tiziano, Rafael, Leonardo. Holbein y Antonio Moro son pin­tores especializados en el retrato. Los personajes ya aparecen re­producidos de cuerpo entero. A la crecida vanidad del hombre re­nacentista se añadía —en las fa­milias reales— la necesaria cos­tumbre de intercambiarse retra­tos con fines —ante todo— ma­trimoniales. Los pintores, los re­tratistas, fueron entonces verda­deros fotógrafos ambulantes que pasaban gran parte de sus vidas recorriendo las cortes europeas.
Uno de estos inquietos pinto­res fue Anthonis Moor, conocido en Castilla como Antonio Moro. Nacido en Utrecht hacia el año 1517, se estableció en Amberes. Dos años después está en Bruse­las, pintando para el cardenal Granvela. Marcha después a Roma, y en Roma permanece poco más de un año, hasta que el emperador Carlos V le ordena que vaya a Portugal. Está des­pués en España, hasta que el car­denal Granvela le manda que acuda, en Inglaterra, a la boda de María Tudor y Felipe II. Recorre luego los Países Bajos, vuelve a España, y en 1560 se asienta defi­nitivamente en Amberes, ciudad en la que muere en 1577.
Moro fue casi exclusivamente un pintor de retratos refinados minuciosos, perfecto en los míni­mos detalles y al mismo tiempo buen lector del rostro humano agudo y penetrante psicólogo que acertó a reflejar todo un mundo en cada uno de sus retratoas. En el Prado se muestran los retratos de Catalina de Austria, de María, reina de Bohemia, y una de sus obras más importantes: Ma­ría Tudor, reina de Inglaterra. cuadro pintado en 1554, momen­to de plenitud del artista. "Moro representa a la reina, sentada en un sillón de terciopelo rojo bor­dado en oro, con la rosa de los Tudor en la mano derecha y cla­vando los ojos, con inteligente y penetrante mirada, en los de quien la contempla. Sobre el fon­do oscuro del vestido destacar las lujosas joyas, en moderada cantidad pero suficientes para que el artista muestre una vea más su dominio del pincel en tareas minuciosas, casi de orfebre, a que Moro se entrega con tanta frecuencia". (A. E. Pérez Sán­chez-J. 0llero Butler).
En el siglo XVI, el retrato era todavía un lujo que —además de los reyes— sólo podían permitir­se las más altas clases sociales. Paulina Junquera explicaba cuál era el sentido de aquellos artis­tas: "En la dotación de criados de la cámara de los monarcas había siempre un pintor cuya misión era ejecutar los retratos de las personas reales, que se destina­ban a presidir los consejos, fun­daciones reales, colegios, hospi­tales o conventos, y también para ser enviados a las cortes extran­jeras con las que los reyes esta­ban ligados por lazos de amistad o parentesco. El intercambio de retratos se hacía ineludible cuan­do se trataba de concertar matri­monios, a los que muchas veces llegaban los regios e infantiles es­posos sin más conocimiento mu­tuo que los informes remitidos por los embajadores, adobados siempre por la mayor cortesía, y los retratos hechos por los pinto­res áulicos, nunca carentes del deseo de producir la mejor im­presión en las personas a quienes eran destinados. Las convenien­cias políticas llevaban habitual­mente a los monarcas a estable­cer tratados matrimoniales entre príncipes que se hallaban en la más tierna infancia. Mientras los contrayentes alcanzaban la edad adecuada, los retratos de los no­vios iban y venían de una a otra corte (reales sitios).
Era normal entonces que los grandes maestros fuesen dejando en su recorrido de corte en corte discípulos que repitiesen el mo­delo, el cuadro por ellos pintado, para que fuesen enviados a otros lugares del reino o a los monar­cas unidos por lazos de amistad o de familia. El mejor de todos los discípulos de Antonio Moro fue Alonso Sánchez Coello, un pin­tor "de paleta delicada, con tintas berlinas y transparentes", que en sus lienzos resalta la elegancia de las figuras, su nobleza y una distinción "que las hace aparecer fi­nas y seductoras", según Sán­chez Castro.


 Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz (Museo del Prado, Madrid)

Aunque durante muchos años, y debido a su segundo ape­llido, se pensó que Sánchez Coello fuese portugués, nació en Benifayó (Valencia) en 1531. Es po­sible que su madre fuese descen­diente de portugueses, pues a Portugal se trasladó la familia cuando Alonso era un niño de 1C años. En la corte portuguesa se había establecido su abuelo al servicio del rey Juan III. Precisa­mente fue este rey quien, admira. do de sus facultades artísticas cuando Sánchez Coello no había cumplido los 20 años, le envió a Flandes para que trabajase juntc a Antonio Moro durante cincc años.
A su regreso a España, presta sus servicios al emperador Car­los, y después a Felipe II, quien le nombra pintor de cámara y le dis­pensa su amistad y hasta su cariño a lo largo de 30 años. Acudía el rey —con frecuencia a la hora de comer— a casa de su pinto! para verle pintar, para charlar con él, con el amigo, de dos de cu­yas hijas fue real padrino.
Aunque se sabe que pintó al rey en varias ocasiones, todos los retratos de Felipe II desaparecie­ron, tal vez en el incendio acaeci­do en el palacio del Prado en 1604. El que se conserva en ele Museo del Prado y durante largo tiempo atribuido a Sánchez Coe­llo "debe ser de Italia del norte" según Angulo Iñiguez, opinión que repiten otros historiadores entre ellos el actual director del museo.
Pero aquel criado de su majes­tad, título con el que aparece en algunos contratos, se volcó retra­tando a las esposas y a las hijas de su rey, especialmente a Isabel Clara Eugenia, "la luz de mis ojos", como decía el rey. En to­dos aquellos retratos se reflejan tres grandes tendencias o influen­cias: la concepción general del re­trato, aprendido con el flamenco Moro; la técnica de Tiziano. aprendida en la galería de pintu­ras del Real Alcázar, y su perso­nal acercamiento al modelo. aprendido con el oficio de la vida. pese a que los retratados aparez­can sobre fondo oscuro, desta­cando su serena majestad, que en ocasiones parece marcar dis­tancias.
Uno de los primeros retratos que a Sánchez Coello se deben —pintado alrededor de 1560—es el del príncipe Don Carlos, el malaventurado hijo de Felipe II. que aparece vestido con un jubónanaranjado, vueltas de armiño en la capa y pluma en la gorra. Aun­que nada evidencia sus escasas condiciones físicas, la boca del príncipe, los labios, muestran un frío desdén. En retratos posterio­res, el pintor acentuó el progna­tismo hereditario de los Austria y la compleja personalidad del re­tratado.
Sánchez Coello vuelca su en­trañable acercamiento cuando retrata a las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Al­rededor de 1569 pintó su doble retrato, que se conserva en las Descalzas Reales, de Madrid. Con traje de brocado carmín, rico en bordados y pinjantes, cue­llo rizado en encaje de Flandes, Isabel Clara Eugenia señala con su mano derecha a la pequeña hermana —que tenía entonces tres años, uno más que Isabel—en su sillón-pollera, un andador, vestida en morado, con un pajari­to en la mano izquierda, atado a una cadena cuya argolla mantie­ne en la mano derecha. La rigidez de las infantas se atenúa con la vista del Alcázar, a través de una ventana, rodeada de reducidísi­mas figuras.
Pocos años después volvió Sánchez Coello a pintar a las in­fantas. Es el doble retrato que se conserva en el Museo del Prado, en el que Isabel Clara Eugenia aparece entregando una corona de flores a su hermana. La rigi­dez, algo tétrica, de las niñas em­butidas en sus brocados trajes, en sus rígidas faldas de alcuza, se compensa con la minuciosa pin­tura de joyas y adornos.
Firmado y fechado en 1579, es el más bello retrato de Isabel Cla­ra Eugenia del Prado, en el que aparece la infanta casi de cuerpo entero, erguida como una pirámi­de, con la diestra apoyada en un rojo sillón, luciendo un traje blanco, envuelta en oros y platas, piedras y perlas, con un pañuelo desmayado en su mano izquier­da. Tenía entonces 13 años de edad. También magnífico es el re­trato de Catalina Micaela, revela­dor de su personalidad en el mo­hín de la boca, en la alegría de los ojos, en sus manos, relajada una, crispada la otra.



 Isabel de Valois (Museo del Prado, Madrid)

En las Descalzas Reales se conserva también el retrato, pin­tado en 1577, del Príncipe don Fer­nando de Austria  cuando tenía seis años y que murió uno después, el 18 de octubre de 1578. Es un muchacho gallardo, heredero entonces del trono de España, vestida con coleto de terciopelo negro gorguera alechugada, larga caña en la mano derecha y la izquierda empuñando el pomo de una espada de generosos gavilanes. De gran parecido físico con su padre cuando sólo tenía unos meses fue ya pintado por Tiziano en brazo del rey: Felipe II, después de la victoria de Lepanto, ofrece al cielo a príncipe don Fernando es el título del cuadro conservado en el Museo del Prado.
Y en el mismo convento de las Descalzas hay otro cuadro de Sánchez Coello: Los príncipe Diego y Felipe, firmado y fechado en 1579. El primero iba a ser e príncipe de Asturias. El segundo, Felipe III. Tenían entonce alrededor de tres años Diego, uno tendría Felipe, lo que explica que aparezcan vestidos con largas faldas, con cañas y escudo en sus manos, como si estuvieran jugando a las batallas.
Aparte de otros muchos prín­cipes, pintó Sánchez Coello a al­gunas esposas del rey. De Isabel de Valois se conservan dos retra­tos en el Museo del Prado, pero ambos son copias del original, perdido también en el incendio de 1604. De Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II, se conserva un retrato en el Museo Lázaro Galdiano, en el que la rei­na, vestida en majestuosos tonos claros, adorna su sombrero con la legendaria perla llamada La Peregrina.
En el Prado está también La dama del armiño, el retrato de Jo­ven desconocido, un posible auto­rretrato del pintor, y dos cuadros de tema religioso, Desposorios místicos de santa Catalina, pinta­do sobre corcho y procedente de El Escorial, y San Sebastián entre san Bernardo y san Francisco, ta­bla procedente de San Jerónimo el Real, pues Sánchez Coello cul­tivó también el género religioso. De 1574 son sus retablos de El Espinar y de Colmenar Viejo. La pintura religiosa de Sánchez Coello no ha sido justamenteapreciada, se quejan algunos autores, porque no ha sido debi­damente estudiada. En El Esco­rial, en los ocho lienzos que pintó entre 1580 y 1583, demostró ser un gran maestro en la pintura re­ligiosa, buen conocedor de la his­toria, hombre del Renacimiento, autor también de algunas obras literarias, de las que se conocen La Belgrado, que es un poema lí­rico, y un conjunto de poesías titulado Rossana trágica.
Murió Alonso Sánchez Coello en Madrid, en 1588, 10 años an­tes de que muriera su amigo el rey Felipe II, 12 años antes de que naciera Velázquez, su más que digno sucesor en la corte. Muchas circunstancias les unie­ron: ambos eran descendientes de portugueses, murieron los dos rondando los 60 años, perfeccio­naron su arte contemplando los cuadros que ornaban el Real Al­cázar, fueron amigos de su rey, sintieron predilección especial por los niños y por los bufones.
Aclara Juan Miguel Serrera Contreras, comisario de la expo­sición, que "la muestra de la obra de Alonso Sánchez Coello permi­te contemplar y estudiar el punto de partida de los retratos de corte pintados por Velázquez, incluso de sus grandes cuadros, porque en Sánchez Coello está, por ejemplo, todo el mundo de Las meninas, todos los personajes que después pintará Velázquez. Les diferencia el que en los cua­dros de Sánchez Coello no apa­rece el pintor, son directos, no hay nada ni nadie entre ellos y el espectador. Los lienzos de Veláz­quez, compuestos con los mis­mos elementos, se acercan a quienes los contemplan, incluso él mismo se mete en el cuadro. La exposición de Sánchez Coello permitirá estudiar a Velázquez partiendo de estos retratos de la Corte de Felipe II, de sus espo­sas, de sus hijos y de otros fami­liares y personajes de su entorno. Es una exposición oportuna, des­pués de la de Velázquez, para reavivar la obra de un gran pin­tor, pues tanto Velázquez como Goya son los grandes enemigos de los demás pintores españoles, a los que oscurecen casi por com­pleto y que han impedido su estu­dio más profundo". 


Retrato de Felipe II, conservado en la Portägalerie Scholb Ambras, Innsbruck (Austria)

El Pais Semanal año 1999

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