¿Cuál autonomía de los Órganos Constitucionales
Autónomos en México? El caso del Instituto Nacional
Electoral en perspectiva comparada
What autonomy of the Autonomous Constitutional Organs
of Mexico? The case of the National Electoral Institute in
comparative perspective
Recepción: 12 de diciembre de 2019 / Aceptación: 18 de abril de 2020
Ius Comitiãlis / Año 3 Número 5 / enero - junio 2020 / pp. 21-49 / ISSN 2594-1356
C ésar C ansino *
L uis a rturo P atiño L eón **
Resumen
El objetivo de la presente investigación es evaluar el grado de
autonomía real que los así llamados Órganos Constitucionales Autónomos en México tienen para desempeñarse, pues se
presume que hay una distancia entre el discurso con el que las
autoridades justifican su condición de autonomía y la realidad
cotidiana de su ejercicio. En los hechos, estos órganos sustraen
atribuciones nominales a la figura presidencial y realizan funciones estratégicas para el Estado, y se han convertido en arenas de disputa por el poder entre los partidos políticos.
Palabras clave
Órganos Constitucionales Autónomos, Estado, poderes del
Estado, autonomía, democracia, Sociedad Civil.
Abstract
The objective of this essay is to evaluate the degree of real autonomy that the so-called Autonomous Constitutional Institutions in Mexico have to perform, as it is presumed that there
is a distance between the discourse with which the authorities
justify their status of autonomy and the daily reality of their
exercise. In fact, while these bodies subtract nominal attributions to the presidential figure and perform strategic functions
for the state, have become arenas of power dispute between
political parties.
Key words
Constitutional Autonomous Institutions, State, State Powers,
Autonomy, Democracy, Society.
*Dr. en Ciencias Políticas. Catedrático-investigador de la CT “C”, Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
ORCID: 0000-0003-2369-9128. Correo electrónico: politicaparaciudadanos@gmail.com
**Maestro en Ciencias Políticas, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla.
ORCID: 0000-0002-5077-6603. Correo electrónico: Luis_leon_escritor@hotmail.com
César Cansino
L u i s a rt u r o P at i ñ o L e ó n
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INTRODUCCIÓN
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La aparición de los denominados Órganos Constitucionales Autónomos (oCas) es
reciente en el sistema político mexicano. Específicamente, se establece su arranque en 1993, cuando se otorga autonomía al Banco de México (banxiCo), al que
se suma el Instituto Federal Electoral ife (hoy Instituto Nacional Electoral, ine)
en 1996 y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (Cndh) en 1999. Posteriormente, se otorgó autonomía al Sistema Nacional de Información, Estadística
y Geografía (inegi), la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece), el
Instituto Federal de Telecomunicaciones (ift), el Instituto Nacional de Evaluación
de la Educación (inee), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (ifai) y la Fiscalía General de la República
(fgr), estos dos últimos en 2014. Cabe señalar que un antecedente de esta figura
constitucional son las universidades públicas que para efectos legales se conciben
como autónomas, como la Universidad Nacional Autónoma de México (unam),
cuya autonomía data de 1980. Sin embargo, como veremos después, las universidades no entran en la categoría de oCas.
En una primera aproximación, los oCas son instituciones que desempeñan
funciones de regulación, evaluación y control esenciales para la vida económica,
política y social del país. Su principal atributo radica en su autonomía, o sea que su
actuación no está sujeta ni atribuida a los depositarios tradicionales del poder público (poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial), sin que con ello se altere o destruya
la tradicional doctrina de la división de poderes. Específicamente, en el caso de México, los oCas deben cumplir con cuatro condiciones básicas: a) estar establecidos
y formalizados directamente en la Constitución; b) mantener con los otros órganos
del Estado relaciones de coordinación; c) contar con autonomía e independencia
funcional y financiera; y d) atender funciones coyunturales del Estado que requieran ser eficazmente atendidas en beneficio de la sociedad.
A la par que la importancia de los oCas ha venido creciendo en la administración pública, se han multiplicado las investigaciones sobre las condiciones que
propiciaron su aparición; la dinámica sistémica bajo la cual se crean y trabajan; la
forma cómo se integran sus instancias de dirección; ante quiénes rinden cuentas;
el régimen jurídico de sus agentes; su rango dentro de la estructura de poderes del
Estado; las relaciones que guardan, en términos de control democrático, con los
órganos tradicionales del gobierno, etc. Por lo que a nuestra investigación se refiere,
nos hemos propuesto evaluar el grado de autonomía real que dichos órganos tienen
para desempeñarse, pues consideramos que hay una cierta distancia o desencuentro
entre el discurso con el que las autoridades justifican su condición de autonomía y
la realidad cotidiana de su ejercicio.
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Para ello, después de examinar su génesis, evolución, desempeño y facultades,
se revisará su relación con la sociedad civil, el sistema de partidos y el gobierno.
Nuestra hipótesis sostiene que los oCas, aunque funcionales al sistema político
mexicano, exhiben un gran déficit democrático en al menos dos aspectos: a) en
cuanto a la legitimidad en la integración y b) en cuanto a su capacidad para conectar al gobierno con la sociedad civil.
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LINEAMIENTOS TEÓRICOS
¿qué son Los oCas y Cuándo surgen?
Los oCas son testimonio de una fase de reacomodo constitucional en la que el esquema clásico de división tripartita de poderes parece rebasado. De hecho, son instituciones del Estado no adscritas a ninguno de los poderes constitucionales. La necesidad de que surgieran instituciones ajenas a los intereses particulares de los agentes de
Estado, pero dotadas con ius imperium, es una especie de enigma constitucional que
ha intentado solventarse de diversas maneras. En efecto, la realidad ha demostrado
que los agentes del Estado tienden a anteponer sus intereses personales o de grupo al
bien común; ninguno de los tres poderes constitucionales está ajeno a dichas dinámicas, máxime en regímenes presidencialistas, donde cada cargo de relevancia está
sujeto a aprobaciones de grupos de poder, ya sean partidos políticos, empresarios y el
propio régimen. El principio jurídico de que nadie puede ser juez de su propia causa
o el dilema administrativo de ¿quién vigila al vigilante? es la descripción básica, y tal
vez un tanto rudimentaria, pero fiel de la razón de crear instituciones ajenas a los
hombres del poder, pero que cuenten con herramientas jurídicas para hacer valer sus
decisiones, que se asumen relevantes para la salud de la vida pública.
Un antecedente remoto de los oCas es el Ombudsman sueco, tan antiguo como
la Ley constitucional de ese país de 1809, el cual se concibe como órgano para supervisar que las conductas de los agentes estatales no violentaran derechos de particulares. Esta figura pareció pasar desapercibida para el resto del mundo por más de
ciento cincuenta años hasta que, junto con la onu (Organización de las Naciones
Unidas) y la propagación del discurso de defensa de los derechos humanos, surgieron
instituciones omniabarcantes de protección de los mismos, dejando a la figura del
Ombudsman como una especie de antecedente escandinavo de contraloría interna,
propio del derecho anglosajón y el Commonwealth; mientras las instituciones más
recientes de defensa de los derechos humanos son propias de los Estados nacionales
(Gil, 2015). Debe remarcarse que en el siglo xx esta figura se propagó en numerosos
países: Dinamarca en 1953, Nueva Zelanda en 1962, Gran Bretaña en 1967, Australia en 1972, etc. En México, por su parte, se creó en 1990 la Cndh, como órgano
desconcentrado de la Secretaría de Gobernación (Gil, 2015, p. 84).
En adición, García-Pelayo (1981) señala que los antecedentes de los órganos
constitucionales están, doctrinalmente, desde finales del siglo xix, e, históricamente, en la figura de los tribunales constitucionales de diversos países europeos. En
opinión de este autor, las experiencias fascistas hicieron reflexionar a los gobernantes de varios países en la necesidad de que el Estado legal fuera remplazado por un
Estado constitucional, por lo que debía surgir un órgano revisor de las funciones
legislativa, ejecutiva y judicial, a fin de que ninguna de ellas contrariase el espíritu
de las constituciones liberales. Es así como surgieron los tribunales de control cons-
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titucional, necesariamente autónomos respecto de los poderes tradicionales, pues
su función era, precisamente, servir de contrapeso.
Los antecedentes de control sobre los agentes del Estado, y sobre el Estado
mismo, se explica sencillamente desde la perspectiva liberal. De los ya mencionados
discursos de pesos y contrapesos, y del individuo como átomo de la vida pública,
se deriva la escuela politológica estadounidense que promueve un sistema basado
en la libre asociación de intereses entre sujetos iguales en relaciones desiguales
(Crozier y Friedberg, 1990); situación que posibilita la formación de bloques de
intereses oponibles al Estado, a particulares y a otros bloques (Dahl, 2009). A partir
de un piso fundamental de derechos individuales se construye un plan racional de
vida (Rawls, 1995), en el que la libre articulación de intereses, así como la libertad
negativa ante otros particulares y sobre todo los derechos oponibles al Estado, son
consustanciales a la libertad.
En suma, los oCas son un fenómeno del siglo xx, con amplias repercusiones
políticas, jurídicas, administrativas y económicas. Son propios de un contexto que
puede describirse teóricamente como democrático (Linz, 2006; Bobbio, 1976), con
economía de mercado abierto, y con un nivel de competencia real entre partidos
(Sartori, 1999); también, como se verá más adelante, suelen surgir en fases de crisis
o de oportunidad, ya sean de naturaleza política o económica.1
La definición de los oCas contempla dos elementos fundamentales: uno negativo,
o sea, no estar adscrito a ningún poder constitucional; y uno positivo, o sea, autonomía
constitucional. En efecto, no es común encontrar en la doctrina definiciones de los
oCas, sino más bien conceptualizaciones a partir de una amalgama, a veces tendenciosa, de varios elementos deontológicos.2 Al respecto, Ackerman (2005) comenta que
existen dos criterios para abordar el estudio de estos órganos: uno minimalista, que se
conforma en reconocer como oCas a los que la Constitución señale como tales; y otro
enfoque maximalista, que exige la existencia de ciertos elementos, además de la declaración constitucional, para reconocer a un ente jurídico como oCa; en este criterio
maximalista se suelen tomar como ejemplo y punto de partida tan sólo cuatro elemen1
La definición de los oCas presenta problemas desde su nomenclatura, pues existen
diferentes expresiones para designarlos: en Estados Unidos se les conoce como sistemas independientes; en España, como autoridades independientes (Fabián, 2017). Tan sólo en México
se les conoce de varias maneras: organismos públicos autónomos u órganos constitucionales
autónomos, aunque la primera alusión es más usada en la doctrina jurídica y la segunda en las
ciencias sociales y administrativas; también existen otras denominaciones usadas por diversos
autores, como órganos autónomos (Carbonell, 2000), órganos de relevancia constitucional
(Cárdenas Gracia, 1996) y órganos autónomos del Estado (Muñoz Ledo, 2000). A fin de
cuentas, todas estas alusiones se refieren al objeto de estudio de este trabajo: órganos constitucionales del Estado que no se adscriben a ninguno de los poderes tradicionales.
2
Castellanos (2015), al estudiar el texto constitucional mexicano tras las diversas reformas
del 2013, cita nada menos que 27 elementos que caracterizan a los oCas, entre los que destacan:
1) mención expresa en la Constitución general de la existencia del ente, sea de su autonomía o de
ambas, sea que defina o diseñe su integración o no; 2) fines, objetivos o materia de su autonomía, así
como sus atribuciones o competencias e incompetencias; 3) principios constitucionales que rigen su
funcionamiento o el del ámbito de su actividad institucional; 4) sistema nacional que se deriva del
ámbito de atribuciones o competencias del ente público respectivo, colaboración y coordinación; 5)
mayor o menor independencia respecto de sus creadores y de quienes designan o eligen a su titular
o integrantes de sus órganos colegiados de dirección y consulta, en virtud del proceso de selección,
examen, evaluación, integración y designación o elección de dichos titulares o integrantes que pueden ser individuales o colegiados, pero sin que exista una relación jerárquica o una subordinación
formal expresa de sus creadores o designantes, de los que no son representantes ni mandatarios.
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tos, que exige el jurista español Manuel García-Pelayo: a) rango constitucional, b) participación en la dirección política del Estado, c) presencia constitutiva y d) relaciones
de coordinación con otros poderes (García-Pelayo, 1981). Cada uno de estos elementos
puede desglosarse hasta cierta medida, pero no alcanza a cubrir una derivación de más
de 20 criterios, como identifica el citado Castellanos. Por su parte, Pedroza enuncia,
“entre algunas características” de los oCas, 19, destacando el punto 9: “para integrar el
órgano se escogen a personas con reconocido prestigio y experiencia en la materia de
que se trate” (2010, p. 180). Esta perspectiva de considerar a los oCas como órganos
esencialmente técnicos es ampliamente compartida por los especialistas en administración y políticas públicas. Así, por ejemplo, Aguilar Villanueva (2015) menciona que el
Estado de bienestar se enfrentó a una doble crisis: económica, por las dádivas deficitarias, y política, consecuencia de la primera. En este sentido, el Estado ha probado ser
ineficiente por no haber administrado bien los recursos y por no darse abasto para satisfacer las demandas acumuladas de toda la población. Por tanto, necesita recurrir a servicios altamente especializados que sólo el sector privado puede ofrecer. Este enfoque,
denominado nueva gestión pública, postula que la función del Estado es proveer bienes
y servicios públicos a través de particulares, incluso es su deber promover el crecimiento
de la iniciativa privada. El autor en comento señala que, y esto es lo más remarcable, el
problema de los oCas no es su legitimidad teórica ni quiénes lo integran, sino su eficacia
para resolver problemas y ejecutar las funciones asignadas (Aguilar Villanueva, 2015, p.
264). En este discurso transpira, como se verá más adelante, cierta desconfianza hacia
los agentes de los poderes tradicionales del Estado.
En cuanto a la autonomía de los oCas, debemos partir de que su etimología, a
saber, facultad de darse leyes propias, no alcanza a explicar nuestro objeto de estudio,
es más, resulta contradictorio, dado que ningún oCa se crea a sí mismo en el texto
constitucional ni emite su ley general respectiva, pues el primer acto es del Constituyente permanente y el segundo, del legislador. La palabra más adecuada para aludir a la
facultad de los oCas de administrarse dentro del marco jurídico vigente sería facultad
reglamentaria, de la cual gozan diversos órganos de los poderes tradicionales, pero en el
caso de los oCas se pretende llevarlo a un grado máximo para que ejerzan sus funciones
según el arbitrio, jurídicamente regulado, de sus titulares. No obstante, suelen encontrarse conceptos de autonomía forjados sobre la experiencia y expectativas intuitivas.
Así, por ejemplo, Woldenberg define a la autonomía de un oCa como: “la capacidad
de la institución para tomar decisiones sin la interferencia de los poderes públicos y los
partidos” (2015, p. 141); Córdova, por su parte, dice: “la autonomía se traduce en que
los órganos electorales asuman sus funciones y tomen decisiones sin la injerencia del
resto de los poderes u organismos del Estado, así como de los partidos políticos y del
resto de los grupos de interés públicos y privados que existen y gravitan en la vida y en
la discusión de los asuntos públicos” (2015, p. 142); Marienhoff, citado por Matute,
señala que autonomía significa “que el ente tiene poder para darse su propia ley y regirse
por ella […]. La autonomía, en suma, denota siempre un poder de legislación, que ha
de ejercitarse siempre dentro de lo permitido por el ente soberano […], refleja el grado
más alto de no sujeción a normas del ente soberano que puede poseer un órgano incrustado en un Estado moderno” (2015, p. 27).3
3
Pedroza refiere tres tipos de autonomía en los oCas: “[…] de tipo político-jurídica, en el sentido de que los órganos constitucionales autónomos gozan de cierta capacidad
normativa que les permite crear normas jurídicas sin la participación de otro órgano estatal;
administrativa, que significa que tiene cierta libertad para organizarse internamente y administrarse a sí mismo, sin depender de la administración general del Estado; y financiera,
que implica que los órganos constitucionales autónomos pueden determinar en una primera
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Si bien hay unanimidad académica en el sentido de que la autonomía de los
jamás debe confundirse con soberanía, pues ésta es absoluta y única dentro
de un Estado, mientras aquélla es relativa y manifiesta en diversos entes dentro de
un Estado (Matute, 2015), cabe reiterar que la etimología de autonomía es a todas
luces inadecuada para el fenómeno que se quiere describir; a mayor abundamiento,
su semántica actual es una categoría política-liberal que pretende impregnar a entes
colectivos de un atributo individual, como lo es la libertad. También se debe mencionar que esto es fundamental para entender el discurso que pretende ver, en los
oCas, una evolución de la división de poderes y de la función pública.
En conclusión, los oCas son entes jurídicos creados a nivel constitucional
(Kelsen, 2009), no están supeditados a ninguno de los poderes del Estado y cuentan
con lo que la ley denomina autonomía a nivel político, administrativo y financiero.4
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oCas
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¿Cómo funCionan y Cómo se CLasifiCan?
Ya se bosquejó que, en términos teóricos, los oCas son apenas un constructo que
responde a una realidad jurídica previa; en este sentido, los esfuerzos de clasificación, taxonomización o tipologización han sido parciales y siempre susceptibles de
ser confirmados o desmentidos por la realidad constitucional. Por ello, es comprensible que los autores tomen como punto de partida los elementos esenciales de los
oCas para emprender sus esfuerzos. Recordando el criterio minimalista ya enunciado, se puede emprender una taxonomía a partir del texto constitucional vigente.
Así, en el caso mexicano, podemos encontrar en la Constitución los que se señalen
como organismos públicos autónomos, órganos autónomos, entidades autónomas,
etcétera, y complementarlo con el artículo 72 de la Ley Federal de Transparencia y
Acceso a la Información, que enuncia a los órganos autónomos considerados como
sujetos obligados en dicha ley.
Atendiendo al criterio maximalista, el elemento que más llama la atención es
la autonomía de los oCas, pues de ella se deriva el margen de acción que tendrán con
respecto a otros actores. Castellanos (2015) maneja el concepto de “autonomía de
longitud variable” para enunciar diversos entes, incluidos sindicatos, partidos políticos y pueblos indígenas. Reta (2015) indica que los antecedentes de los oCas están
en la descentralización administrativa,5 mientras que Castellanos (2015) considera
que estos órganos asumen competencias sustraídas a los poderes constituidos, por
lo que se pueden clasificar considerando cuál de las funciones (judicial, legislativa
o ejecutiva) vio reducida su competencia, o bien, según la función que ha sido descentralizada de estos poderes. También es posible realizar esfuerzos que combinen
trazos de criterio maximalista y minimalista. Atendiendo al caso mexicano, Martínez
enuncia ocho tipos de órganos autónomos existentes: “1) organismos autónomos; 2)
organismos autónomos descentralizados del Estado; 3) persona de derecho público
con carácter autónomo; 4) órganos reguladores en materia energética; 5) órganos públicos autónomos; 6) órganos autónomos; 7) entidad autónoma del poder legislativo;
instancia sus propias necesidades materiales mediante un anteproyecto de presupuesto que
normalmente es sometido a la aprobación del poder legislativo” (Pedroza, 2010, p. 176).
4
Según Martínez (2015), la palabra órgano debe reservarse a los entes que no dependen de poder constitucional alguno y tienen confiada una función primordial del Estado,
mientras que un organismo es un ente que depende jerárquicamente de algún poder constituido. Asimismo, señala que en el derecho mexicano se usan indistintamente ambas palabras para
aludir a entes de una u otra naturaleza, lo que genera confusión y desorden teórico.
5
Para Moreno, incluso, “no es clara la diferencia entre los entes descentralizados y
los autónomos; no es contundente la frontera entre unos y otros” (Moreno, 2005, p. 93).
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y 8) tribunales autónomos” (2015, p. 124). Esta clasificación incluye claramente un
criterio maximalista, tomando como núcleo la autonomía.
Por otro lado, la manera en que funcionan los oCas es, típicamente, a través
de un cuerpo colegiado, pero con una persona como titular del órgano, por ejemplo,
el ine, que tiene como órgano máximo de toma de decisiones al Consejo General,
integrado por once consejeros, pero uno de ellos es el presidente y tiene atribuciones únicas por este carácter.6 Al ser órganos esencialmente técnicos, la designación
de los integrantes no está sometida a votación popular, por lo que pueden considerarse órganos no mayoritarios (Reta, 2015). Usualmente, el poder Legislativo, en
interacción con el Ejecutivo, designa a los integrantes de los oCas. De factores tales
como la prerrogativa de origen de las ternas, la facultad de veto, los escenarios de
designación directa, etcétera, depende en gran medida la independencia y la autonomía de los agentes de los oCas.7 Conviene remarcar aquí un aspecto importante:
una cosa es la autonomía del órgano en cuestión y otra, la autonomía de los agentes
que trabajan en ese órgano; la primera está primordialmente delimitada por el marco jurídico aplicable, mientras la segunda está encausada por las redes temáticas y
de políticas públicas, como se detallará más adelante.
Deontológicamente, un oCa no se inscribe en la dinámica verticalista de los
poderes tradicionales, sino que responde a políticas horizontales, interactuando
con otros oCas y con los poderes constituidos en una dinámica de par a par; esto
nos permite un esquema en que diversos oCas se exijan, unos a otros, según su
materia, el cumplimiento de sus respectivas funciones, a través de la observación
de los respectivos marcos jurídicos. Para Matute (2015), los poderes tradicionales
responden a valores nacionales, mientras los oCas atienden a valores internacionales. Esto claramente se inscribe en un discurso de posgobierno nacional (Aguilar Villanueva, 2015) y concibe a los oCas como los fundamentos de un gobierno
global; perspectiva que no suena descabellada si vemos cómo han funcionado las
transformaciones de bancos centrales en oCas: descentralizando la función bancaria de Estados nacionales y reordenándola por bloques económicos regionales y una
autoridad global, como son el Banco Interamericano de Desarrollo (bid) y el Banco
Mundial (bm); tendencia que también puede apreciarse en órganos antimonopolio
de telecomunicaciones y de atención a derechos humanos.
Asimismo, un oCa es autoridad en su materia, ya sea en lo electoral, lo bancario, las telecomunicaciones, la transparencia, etcétera, el oCa es autoridad para
determinar lo legalmente conducente, sin menoscabo de que sus decisiones sean
judicialmente recurribles; es decir, el oCa actúa materialmente como poder ejecutivo, aplicando las leyes emitidas por el legislativo, pero sujeto a control jurisdiccional. No es gratuito que la mayoría de los especialistas coincidan en que la creación
de oCas va en detrimento de competencias del poder Ejecutivo.
Huelga decir que, por lo general, el periodo de ejercicio de los agentes dentro
de un oCa trasciende el periodo de los poderes Ejecutivo y Legislativo que lo designaron; lo que en México se llama periodo transexenal. Esto con el claro propósito
de abonar a la independencia de los agentes de oCas. Sin embargo, también es frecuente que, al menos en el caso mexicano, por acto legislativo o del Constituyente
permanente, se remuevan agentes de oCas atendiendo a la coyuntura política.
6
En rigor, el Consejo General se integra, además, por 8 consejeros del poder legislativo, representantes de partido y un secretario ejecutivo, pero estos sólo tienen voz, y no
voto, para la toma de decisiones.
7
Para un cuadro descriptivo de la manera en que se designan los titulares de oCas
en el caso mexicano (véase Fabián, 2017, p. 104).
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Indefectiblemente, los agentes de oCas deben rendir cuentas y atender el
llamado del órgano legislativo que los designó. Todo procedimiento de responsabilidad, sanción y eventual remoción del cargo debe ser desahogado ante esta instancia. En efecto, debido al déficit de legitimidad democrática de estos agentes de
órganos no mayoritarios cobra un alto valor simbólico responder ante el órgano
legislativo que los designó.
Los oCas tienen la atribución y el deber de expedir su propio reglamento,
es decir, el tercer nivel de la pirámide de Kelsen (2009). Es en este punto que se
manifiesta en su mayor intensidad el principio de autonomía, pues ya no es el Constituyente ni el legislador el que emite las normas, sino los propios agentes del oCa
los que, en ejercicio de acción colectiva, cumplen con este deber legal de otorgarse
sus propias normas internas.
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¿Cómo estudiar La autonomía de Los oCas?
Para fines de análisis en un caso específico, el tema de la autonomía de los oCas
admite varias lecturas y/o enfoques. En particular, aquí se considerarán cuatro perspectivas teóricas: a) calidad democrática, b) contrademocracia, c) oxigenación política/descompresión política y d) ciudadanización política.
Por lo que respecta a la noción de calidad democrática, cuya elaboración más
acabada se debe a Morlino (2005), si una democracia ha de calificar como una buena democracia o una democracia de calidad deberá cumplir cuando menos con los
siguientes requisitos: a) Estado de Derecho (rule of law), b) rendición de cuentas
(accountability), c) reciprocidad (responsiveness), d) libertad (respeto pleno de los derechos que se extienden al logro de un espectro cada vez mayor de libertades), y e)
igualdad (implementación progresiva de mayor igualdad política, social y económica). Así, concluye Morlino, “una democracia de calidad es aquella que presenta una
estructura institucional estable que hace posible la libertad e igualdad de los ciudadanos mediante el funcionamiento legítimo y correcto de sus instituciones y mecanismos” (2005, p. 11). En virtud de esta definición queda claro que una democracia que
no involucra a los ciudadanos en los asuntos públicos mediante instancias autónomas
de control y observancia, como los oCas, que coadyuven a materializar el principio de
la transparencia del ejercicio del poder, no califica como una democracia de calidad,
pues está negando a los ciudadanos un derecho político fundamental.
Lo que habrá que analizar en todo caso es si los oCas son realmente, ahí donde
ya se han introducido, autónomos en su desempeño respecto de los agentes del Estado y los partidos políticos, dado que se conciben como instancias de control y revisión
de los poderes estatales. Más específicamente, acorde con los indicadores de calidad
de la democracia, la pregunta es: ¿cuánto abona la incorporación de oCas en una democracia a fortalecer los derechos humanos, la transparencia, la integridad electoral,
entre otras competencias que normalmente desempeñan estos órganos autónomos?
Para ello, es importante establecer en qué condiciones se crean los oCas y qué tan
justas son las prerrogativas legales que contemplan, las condiciones de elegibilidad de
sus agentes y los derechos y las obligaciones que los rigen.
Por lo que respecta a la noción de contrademocracia, introducida originalmente por Rossanvalon (2006 y 2007), se refiere a todas las expresiones sociales que,
nacidas de la desconfianza hacia la democracia electoral-representativa, se han venido constituyendo como contrapesos en las democracias realmente existentes, con
el propósito de velar que el poder sea fiel a sus compromisos y buscar los medios que
permitan mantener la exigencia inicial de un servicio al bien común. De acuerdo
con Rossanvallon, tal desconfianza democrática se expresa y organiza en tres moda-
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lidades: a) los poderes de control (surveillance), b) las formas de obstrucción y c) la
puesta a prueba a través de un juicio. En síntesis, la contrademocracia es una forma
de democracia que se contrapone a la democracia representativa, es la democracia
de los poderes indirectos diseminados en el cuerpo social, es la democracia organizada frente a la democracia de la legitimidad electoral. Obviamente, el impacto de la
contrademocracia es mayor en la medida que las sociedades contemporáneas están
caracterizadas estructuralmente por una erosión general del papel de la confianza en
su funcionamiento. De acuerdo con esta definición, los oCas son una expresión más
de la contrademocracia, o sea, formas organizadas de intervención del poder para
conducirlo hacia el bienestar común. Sin embargo, en estricto sentido, poseen un
carácter anfibio, pues al tiempo que cumplen funciones de control y observancia del
poder con una cierta impronta ciudadana, también son instancias del propio sistema
y, por ese hecho, se vuelven parte de la desconfianza social, al menos hasta que su
desempeño deje de ser consecuente con los resortes que motivaron su creación.
Lo que habrá que analizar en todo caso es qué tanto los oCas mantiene su
condición de contrapoder o si de ellos sólo cabe esperar su sumisión a las reglas del
juego político, con lo que terminan siendo piezas del sistema, incapaces de controlarlo y acotarlo. En ese caso, ¿cuál es el impacto real que los oCas pueden tener
sobre el sistema político y la vida democrática de un país?
Por lo que respecta a las nociones de “oxigenación política” y “descompresión
política”, acuñadas por Cansino (2008 y 2014), se emplean en el marco más general
de los procesos de transición/instauración democrática desde regímenes autoritarios y con ellos se busca establecer una serie de criterios que permita identificar
y medir en casos concretos qué tanto el quehacer político se desintoxica de los
usos y las costumbres largamente dominantes en el pasado autoritario y qué tanto
comienzan a emerger en el nuevo ordenamiento postautoritario lógicas de acción
política más acordes a las normales y cotidianas en las democracias. El concepto
de oxigenación política alcanza su mayor potencial explicativo en el caso de transiciones democráticas continuas, o sea, pacíficas, negociadas, ordenadas y graduales,
como las que ocurren por la vía de la alternancia, pues en estos casos, las transiciones son tan continuas que no presentan grandes rupturas con el pasado, lo que
obliga a introducir criterios más finos y sofisticados para observar los avances y los
retrocesos democráticos que los que usualmente se emplean para analizar transiciones discontinuas donde la ruptura entre lo viejo y lo nuevo no deja lugar a dudas.
Al respecto, la lógica sugiere que la alternancia política desde un régimen de
partido hegemónico o único se traduce invariablemente en transformaciones en el
ejercicio del poder; es decir, en las formas de tomar decisiones, en las interacciones
del gobierno con los demás poderes y actores políticos, en el apego a las reglas escritas, en la rendición de cuentas, en la comunicación social, en el uso de los recursos
públicos, y en un interminable número de aspectos. En algún sentido, con la alternancia y el pluralismo, la política se airea o ventila; es decir, comienzan a emerger
prácticas más acordes a las presentes en las democracias. A este proceso inherente
a la alternancia de reconversión de las prácticas políticas, de inclusión real o simbólica de la nueva pluralidad en el ejercicio público, de configuración de nuevos pesos
y contrapesos políticos, bien puede llamársele oxigenación política. En efecto, un
aparato de poder anquilosado por la ausencia de cambios y desafíos, dominado por
prácticas consuetudinarias inamovibles heredadas de una generación a otra, de un
gobierno a otro, de un cacique a otro, se ve de pronto sacudido por nuevos aires
políticos que van poco a poco ocupando y sustituyendo los espacios de poder antes
incólumes y aireando las viciadas prácticas del pasado.
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Cabe señalar que con frecuencia la alternancia política por sí sola no garantiza una efectiva oxigenación política, sino que las transformaciones son más bien
aparentes o superficiales. En ese caso, puede hablarse de descompresión política, o
sea, de estrategias desarrolladas por las élites políticas para liberalizar al régimen en
sintonía con la percepción social que reclama cambios en la política institucional,
pero sin perder el control del proceso. De ahí que el análisis de la oxigenación
política en casos concretos debe establecer con precisión el alcance real de los supuestos avances políticos que conlleva la alternancia política en un país; es decir, si
efectivamente la circulación de nuevos partidos en el poder ha sido decisiva en el
reemplazo de viejas prácticas y comportamientos políticos propios de los tiempos de
hegemonía o dominancia de un partido o si las transformaciones han sido más bien
cosméticas o superficiales. En otras palabras, se trata de establecer la relevancia y la
profundidad de los cambios políticos aparejados con la alternancia en el poder para
colocar a esta última en su justa dimensión respecto de las otras tareas pendientes
en una transición/instauración democrática, tareas ineludibles si realmente se aspira a consolidar la nueva democracia.
En el caso de los oCas, lo que habrá que analizar es si su inserción legal obedece a la necesidad de, y contribuye genuinamente a, fortalecer la participación de
los ciudadanos en favor de la democratización del país, o si es un mecanismo más
de una élite política cada vez más cuestionada y confrontada, y por ello obligada,
igual que en otras ocasiones en el pasado reciente, a oxigenar artificialmente la política mediante una estrategia de descompresión controlada, en aras de mantener su
centralidad en el sistema político y neutralizar el conflicto presente o latente por la
ausencia de canales institucionales para la expresión del malestar social.
Finalmente, la noción de ciudadanización política ha generado una abundante
literatura en los últimos años. De hecho, existen muchos conceptos para referirse a lo
mismo: empoderamiento de la sociedad, democracia participativa, desestatización de
la política, etcétera. El hecho es que, como hemos sostenido en otras sedes (Cansino,
2009 y 2010), las democracias realmente existentes han visto en su seno procesos más o
menos significativos de democratización, entendiendo por ello la ampliación de prerrogativas ciudadanas y de la centralidad de los ciudadanos por el simple hecho de externar
en el espacio público sus inquietudes y reclamos. En ese sentido, la irrupción de oCas en
las democracias contemporáneas es parte de una tendencia a nivel global hacia un mayor control social sobre el ejercicio del poder político, particularmente en los temas que
tienen que ver con derechos humanos, transparencia, elecciones, educación, etcétera.
En los hechos, los oCas materializan reivindicaciones ciudadanas legítimas y canalizan
la desconfianza y el desencanto de la ciudadanía hacia las estructuras de autoridad.
Sin embargo, al mismo tiempo, en teoría, dotan de legitimidad al sistema político en su
conjunto, pues los gobernantes se muestran sensibles hacia los reclamos ciudadanos,
generando mayores espacios para canalizar sus exigencias y demandas.
Lo que habrá que analizar en todo caso es qué tanto los oCas favorecen a la
sociedad y qué tanto a la clase política, ya sea para legitimarla o como una estrategia de disidencia controlada, o sea, operaciones de ingeniería social que funcionan
como válvulas de escape que permiten expresar o canalizar demandas populares y a
su vez utilizarlas hábilmente para que las élites sigan siendo élites. Más específicamente ¿qué tanto los oCas fortalecen la ciudadanización de la política o qué tanto
constituyen un medio más para la circulación de las propias élites políticas?
Hasta aquí los aspectos que habrá que considera en el análisis de la autonomía
de los oCas. Pero antes de ello, conviene ubicar histórica y temporalmente el tema
en el caso que nos ocupa.
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OCAS EN MÉXICO: GÉNESIS Y EVOLUCIÓN
El surgimiento de oCas en México se presenta hasta finales del siglo xx, cuando
el Estado mexicano atravesaba una severa crisis económica y de legitimidad,
muy bien descrita por Aguilar Villanueva (2010) y Cansino (2000). Si bien suele atribuirse al sexenio de Carlos Salinas de Gortari la creación de oCas –como
el ife en 1990, la Cndh, en 1992, y el otorgamiento de autonomía al banxiCo,
en 1993–, la realidad es que en dicho sexenio sólo se crearon los antecedentes
administrativos del órgano electoral y de derechos humanos. Dicho de otra
manera, esas funciones se descentralizaron, pero no abandonaron la jerarquía
del poder Ejecutivo. Así, el ife fue creado en 1990 como un órgano especializado en materia electoral, pero sin autonomía (Ackerman, 2007, p. 54), la cual
llegaría hasta la reforma de 1996 (Moreno, 2005, p. 72). Por su parte, la Cndh
fue creada por ley en 1992 como órgano desconcentrado de la Secretaría de
Gobernación, pero se le otorgó autonomía constitucional hasta 1999 (Moreno,
2005, pp. 84-85). La autonomía que sí puede atribuirse al sexenio de Salinas
de Gortari es la del banxiCo (1993), mientras la de los otros dos organismos del
siglo xx debe atribuirse al presidente Ernesto Zedillo Ponce de León, lo anterior
considerando el régimen presidencialista mexicano, que atribuye al Ejecutivo
la paternidad de los cambios constitucionales y legales (Carpizo, 2002), máxime contando con mayoría legislativa, como la tuvieron los presidentes mencionados. No obstante, como antecedente excepcional se debe mencionar a
la unam, que adquirió su autonomía a nivel de ley orgánica en 1929, y a nivel
constitucional, hasta 1980.8
El panorama político mexicano de finales del siglo xx, a partir de la cuestionada elección de 1988, puede describirse como una transición entre lo que Sartori
(1999) denomina sistema no competitivo con partido hegemónico (p. 276 y ss.) a
uno de competencia electoral con partido predominante (p. 245 y ss.). Como todas
las reformas a los oCas pasan, tanto en lo constitucional como en lo legislativo, por
los diputados y los senadores federales, es pertinente ampliar el estudio del contexto en que se consolidó el pluralismo partidista en ambas cámaras.
Según Becerra y Woldenberg (2000), el proceso de democratización mexicano comienza con la reforma electoral de 1977, que sustituye el sistema de inclusión de minorías partidistas a través de la figura de diputados de partido, por
un sistema mixto, de representación plurinominal con un claro preponderante
uninominal, quedando en 300 diputados uninominales y 100 plurinominales.
Como señala Moreno (2014), las reformas constitucionales y legales que pueden
considerarse democráticas no son una graciosa concesión dentro de un sistema
autoritario, sino que responden a la presión social ejercida sobre el sistema político. Caballero (2000) señala que la creación teóricamente desordenada de los
oCas se debe, en gran medida, a las presiones sociales que se ejercieron. En el
caso de la reforma electoral de 1977, el presidente priista en turno, José López
Portillo, venía de ganar la elección del año pasado, siendo el único candidato registrado; además, se requería una renovación de la oferta política para disuadir a
los dirigentes de las guerrillas aún operativas. El cargo de diputado plurinominal,
8
Según Castellanos (2015, p.98), también deben considerarse como oCas a los pueblos indígenas, partidos políticos y sindicatos. Aunado a que esta afirmación no es compartida
por el grueso de la academia, estas entidades no siguen la ruta típica de descentralización de
función estatal, que en este trabajo se considera fundamental para distinguir a un oCa.
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como la experiencia habría de demostrarlo, fue un excelente instrumento de persuasión y disuasión para el régimen. Así se inauguró una praxis presidencialista
mexicana mediante la cual se desahoga en cada sexenio una reforma electoral, a
aplicarse durante dos procesos electorales: las elecciones intermedias del propio
sexenio, y las elecciones presidenciales para elegir sucesor. Lo más relevante de
la reforma de 1977 es que abrió la puerta a una dinámica política que Becerra
y Woldenberg (2000) consideran de conformación de un Estado de partidos,9
implementada en dos fases: la primera fue de creación y la consolidación de partidos, donde lo importante era convencer a los actores de que la vía partidista y
pacífica era la correcta para incidir en la vida del país; la segunda, a partir de la
reforma de 1994, fue de autorrefuerzo del sistema de partidos, en que los mismos
negocian sus votos como iguales, principalmente en la mesa de reforma electoral,
para redistribuir el peso electoral partidista y reforzar el sistema de partidos como
el único políticamente viable.10 Por su parte, Cansino (2016) considera que son
las élites políticas las protagonistas de los cambios, antes que las dinámicas populares: “Es decir, la base del cambio político se encuentra en las negociaciones,
compromisos y acuerdos gestados por las élites políticas, más que en otros posibles
mecanismos” (p.24).
¿Quiénes son, pues, los actores que participaron en la conformación del ife, y
de los oCas en general, a finales del siglo xx? ¿Son un producto de las élites o de las
exigencias sociales? Revisando los textos citados de Becerra y Woldenberg y Ackerman, y los de actores directamente involucrados, como Woldenberg (2007) y Baños
(2009), se percibe un discurso en que suele confundirse el pluralismo con democracia, en el que las exigencias sociales y las coyunturas políticas son un paisaje en el
que los actores de partidos negocian porcentajes, comas y preposiciones cada seis
años. Trabajos más especializados, como el de Moreno (2016), tampoco establecen
una relación clara de flujo entre los subsistemas social, político y económico, para
determinar una causalidad entre expresiones generalizadas de descontento popular
y cambios políticos; antes bien, parece que bastaría una confluencia en el tiempo
para incluir un fenómeno social, o varios, como causa de un cambio político. Enfoques sociológicos como los de Tarrow (1997) y Tilly y Wood (2010) ofrecen una solución, al proponer tácitamente a los líderes de movimientos sociales como actores
políticos. Sin embargo, en el caso mexicano no se distingue a ningún movimiento
detrás de la creación de algún oCa, ni en el siglo pasado ni en el presente; y si algún exdirigente de movimiento social o guerrilla incidió en las reformas es porque
representaba a algún partido, ya que, precisamente, lo que sí consta en los autores
mencionados es que, en cada reforma electoral, agentes de partidos políticos siempre negociaron en función de sus propios intereses y de partido.
Retomando a Cansino, existen dos tipos de cambio político: la liberalización
política y la democratización. Mientras que la liberalización es “un proceso de apertura gradual y controlada de un régimen autoritario, puesto en marcha por la propia
élite en el poder como respuesta institucional a la emergencia de factores que ponen en riesgo la estabilidad o la propia continuidad del régimen”, la democratización es “un proceso de efectiva ampliación de derechos políticos y civiles, producto
de acuerdos o negociaciones entre (y reconocimiento de) prácticamente todas las
fuerzas políticas actuantes, cuyo desenlace lógico lo constituye la instauración de
9
Para el desarrollo de este concepto véase Sartori (2002, pp. 43 y ss.) y García Pelayo (1996).
La teoría de acción colectiva de Crozier y Friedberg (1990) explica de manera satisfactoria esta dinámica, en que diversos jugadores políticos comparten la mesa electoral, para negociar como jugadores iguales sus respectivos y desiguales pesos electorales.
10
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un arreglo institucional, normas y valores reconocidamente democráticos” (2016,
pp. 63-64). Asimismo, y apoyándonos en Morlino (apud Cansino, ibid., pp. 86-87),
la aparición de oCas en México se dio en el momento de cambio político entre un
régimen autoritario a uno democrático, más concretamente, en una fase de transición continua, hacia la fase de instauración democrática, en lo cual coadyuvó de
manera destacada el ife, pues en las primeras elecciones presidenciales como oCa,
se dio el cambio de partido en el poder, en unas elecciones en lo general libres y
correctas, cuyo resultado no fue cuestionado por ningún actor político, ni por la
prensa o la opinión pública.11 A partir de ese año, se confirmaría lo que se vio desde las elecciones intermedias de 1997: la inserción de México en una dinámica de
gobierno dividido (Castellanos, 2015, p. 97).
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Cuadro 1. Descripción temporal de las reformas electorales más relevantes para
la transición mexicana, siguiendo el modelo de Morlino (2005)
Fuente: Diagrama en negro original de Morlino, citado por Cansino (2016, p.87). Alteraciones en rojo, elaboración propia.
Como podrá notarse, se acepta la consideración de Becerra y Woldenberg, en
el sentido de que la reforma electoral de 1977 inició una dinámica de cambio
político que conformó un Estado de partidos. Esto es compatible con Aguilar
Villanueva, en el sentido de que este cambio político se produjo en el contexto
de una crisis del Estado de bienestar, que tuvo un inicio económico y derivó en
una crisis de legitimidad. Asimismo, siguiendo a Sartori, el caso mexicano de
la década de los ochenta debe considerarse como uno de partido hegemónico,
es decir, sin condiciones democráticas. Tenemos entonces, en el México de los
ochenta, un régimen autoritario en crisis. Ahora bien, como señala Cansino, la
respuesta del Estado fue un proceso de liberalización orquestado por las élites
11
Evidentemente, este enfoque de transición democrática funciona sólo atendiendo
al sistema de partidos. Bajo un modelo de élites quedaría por demostrar que el Pan y el Pri
son élites distintas y con valor independiente, y no solamente agentes políticos de otra élite
económica. Más sobre el enfoque de transición democrática en el México de finales de siglo
xx, en Castellanos (2015, pp. 96-97) y Cansino (2000).
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políticas. En vistas de la alternancia presidencial ocurrida en el 2000, se puede
afirmar que este caso de liberalización derivó en un caso sui generis de instauración democrática; donde nunca hubo una reforma integral a la Constitución,
pero sí se avanzó en la representatividad y la competitividad democráticas. Para
efectos de este trabajo destaca, por supuesto, el papel preponderante que desempeñó el oCa denominado ife, cuya evolución, a través de numerosas reformas,
refleja la génesis partidista de este órgano, a pesar de los declarados intentos por
ciudadanizar su composición.
Como se ha mencionado, el contexto de transición democrática es el que
atestiguó la creación de los tres oCas del siglo xx. Si nos atuviéramos a la ilación de Morlino, los numerosos oCas mexicanos del siglo xxi deberían ubicarse
en la zona de instauración democrática. El problema principal para definir esta
cuestión es que, dada la autonomía de los oCas, es posible establecer líneas paralelas en que la crisis del sistema político no necesariamente es la crisis de un
oCa, como el banxiCo; como veremos más adelante, los oCas tienden no sólo a
descentralizar, sino a segregar funciones estatales, con lo cual la categoría de
sistema político tendría que actualizarse para incluir a los oCas. No obstante,
hay elementos para afirmar que, en el caso mexicano, los oCas surgieron en el
contexto de transición democrática. La aparición de estos órganos en México
puede encuadrarse de manera general en dos momentos u oleadas: a) el primero,
a finales del siglo xx, y b) el segundo, en 2013. Para fines de análisis, dado que
nuestro interés es examinar sobre todo al ife/ine, nos concentraremos en los oCas
del primer momento.
La percepción de fraude electoral tan arraigada en México desde la creación
del viejo régimen y en particular desde la así llamada “caída del sistema” en 1988
explican en buena medida la creación del ife, como respuesta al déficit de credibilidad sobre la actividad electoral organizada por la Secretaría de Gobernación.
Por su parte, la autonomía del banxiCo o la creación de la Cndh responde a otras
razones, como el proyecto de Salinas de Gortari de modernizar al país para aspirar
a dirigir la Organización Mundial de Comercio (omC), aunque fueran reformas más
cosméticas que reales, si recordamos que el ife y la Cndh tuvieron autonomía hasta
el sexenio siguiente.
Por lo que respecta a la segunda oleada de creación de oCas, en los sexenios en que gobernó el Pan se crearon la CofeteL y el ifai, ambos a nivel de
ley; fase análoga a la creación a nivel de ley de la Cndh y el ife, en el sexenio
de Salinas de Gortari. Después de algunos años, tras varias reformas a dichas
leyes, tras haberse observado su relevancia y utilidad para la vida nacional, así
como la necesidad de separarlos de la esfera de influencia del Ejecutivo, se les
otorgó autonomía constitucional. Este proceso típico de la vida institucional
de un oCa en la praxis mexicana se puede expresar como sigue: a) fase de crisis
(de credibilidad o legitimidad) de una función estatal específica; b) fase de
descentralización de esa función pública (traducido jurídicamente en la creación de un órgano mediante ley federal); c) fase de observación, que podemos
desglosar en: 1) de su legitimación por toma técnica de decisiones, 2) de su
relevancia para la vida pública, 3) del asedio que reciba por parte de intereses
políticos, sociales y económicos; d) fase de otorgamiento de autonomía a nivel
constitucional, y; e) fase de constante rediseño constitucional y legal, pero
jamás extinción.
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Cuadro 2. Descripción del proceso de creación y modificación de ocas en México
Fuente: Elaboración propia.
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Tal parece que la dinámica descrita explica de forma consistente la vida de todos los
oCa México, desde la unam hasta la CofeteL, pasando por el inai la Cndh, banxiCo, ifeteL, Fiscalía General, etcétera. El único oCa que escapa a esta dinámica es el inee, que
omitió los incisos a, b y c, para aparecer súbitamente con autonomía constitucional.12
Ahora se tienen los elementos para proponer una clasificación dicotómica de
oCas mexicanos: a) los típicos, que siguen todas las fases como se describen en el
cuadro 2, y; b) los atípicos, que se pueden desglosar en: i) los que han omitido una o
más fases; ii) los que se han extinguido. En el caso atípico i sólo tenemos al inee; en
el atípico ii no existe ni uno, por ahora; en el caso típico tenemos todos los demás.
EL ESTUDIO DE CASO: ife/ine
De acuerdo con el cuadro 2, el ife/ine sigue en su evolución un patrón típico:
a) Fase de crisis de una función estatal. Como señala Moreno (2014),
la reforma electoral de 1977 fue consecuencia directa del déficit de legitimidad con que llegó el presidente López Portillo al poder. Como ya se
señaló, las presiones económicas sobre el Estado mexicano desde finales de la década de los setenta habían derivado en crisis de legitimidad.
Ya entrando en un contexto inmediatamente previo a la creación del
ife, si bien para Moreno (2014, p. 158) y Ackerman (2007, p. 49) es
indudable que hubo fraude en la elección presidencial de 1988, y con
ello quedaría demostrado el déficit de legitimidad de la función electoral
12
El inciso a parecería que sí existió. Sin embargo, esto fue parte de una campaña,
de cierto sector de intereses económicos, para legitimar la llamada reforma educativa. Dicho
de otra forma, no hubo crisis educativa, sino una intensa presión económica, lo cual es congruente con el tinte contrarreformista de la propuesta que se impulsó. Cabe señalar que el
inee todavía no ha llegado al inciso d, cuando el actual titular del Ejecutivo, Andrés Manuel
López Obrador, ya plantea su extinción, la cual, en caso de concretarse, haría del inee el
único oCa extinto en la historia de México.
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realizada por el gobierno, a través de la Dirección General de Elecciones
(dge), dependiente de la Secretaría de Gobernación (sg), lo cierto es
que ese fraude resulta legalmente indemostrable dada la formalización
del resultado oficial y la destrucción de la evidencia que pudiera contrastarlo. No obstante, desde dicho proceso electoral quedó configurado
el que sería el primer enemigo político de Salinas de Gortari: el Frente
Democrático Nacional (fdn), formado por expriistas y partidos de oposición. En opinión de Ackerman (2007, p. 49) tres de estos partidos fueron
rápidamente cooptados por el régimen, de manera que la cabeza de ese
frente, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, fundó el Partido de la Revolución Democrática (Prd) sólo con la corriente de expriistas y otro partido
de oposición. De esta manera, el principal enemigo político de Salinas de
Gortari pasó a llamarse Prd, partido que resultó excluido de la mesa de
reforma electoral de 1989, que habría de emitir el antecedente orgánico
de la función autónoma electoral.
b) Fase de descentralización. Según Ackerman (2007, p. 54), la alianza de facto Pri-Pan desahogó los trabajos de negociación y redacción de
las reformas constitucionales y legales en materia electoral; el primer resultado fue la reforma constitucional publicada en 1990, quedando el
artículo 41 como sigue: “La organización de las elecciones federales es
una función estatal que se ejerce por los poderes Legislativo y Ejecutivo
de la Unión, con la participación de los partidos políticos nacionales y
de los ciudadanos, según lo disponga la ley”. Sólo se previó de manera genérica un “organismo público”, que sería autoridad en la materia
electoral; es decir, a nivel constitucional no se creó un órgano electoral
específico, sino que se declaró una función estatal electoral. La creación,
nominación y diseño del órgano se dejó para un segundo tiempo, el de la
ley orgánica, cuando bastaba la mayoría simple del Pri para aprobarla. Así
se creó el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales
(CofiPe), cuyo artículo 68 estableció: “el ife, depositario de la autoridad
electoral, es responsable de la función estatal de organizar las elecciones”. A pesar de que en la Constitución se indicó que sería “autónomo
en sus decisiones”, la integración detallada en el CofiPe de 1990 no desahogó este mandato, incluso le permitió al régimen priista tener mayoría
a través de diputados, senadores y el propio secretario de gobernación,
como integrantes y presidente, respectivamente, del Consejo General del
ife. De cualquier manera, lo que está fuera de duda es que el ife, como
órgano electoral, se creó en 1990, en una ley orgánica y en el contexto de
una crisis del régimen autoritario priista.
c) Fase de observación. El ife fue puesto a prueba en la elección intermedia de 1991. Los resultados para el régimen no pudieron ser mejores: el Pri se llevó 31 senadores, el Pan 1; en la Cámara de Diputados el
Pri se llevó 320 de 500 escaños y el Pan 89. La coalición de facto Pri-Pan
podía realizar todas las reformas constitucionales y legales que deseara.
Desde la perspectiva de las élites partidistas, el experimento ife fue todo
un éxito. Así llegamos a la reforma electoral de 1994, una reforma atípica
en varios sentidos, no sólo porque fue la única ocasión que en un sexenio
se realizaban dos reformas electorales mayores,13 sino también porque fue
13
En el sexenio de Vicente Fox Quezada se realizaron incluso tres reformas electorales, pero de menor trascendencia.
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precedida por el desconcertante asesinato de un candidato presidencial:
Luis Donaldo Colosio Murrieta del partido oficial. La negociación de la
reforma electoral ya estaba en marcha desde inicios de ese año y tuvo
que apresurarse por el contexto de presión social, nacional e internacional provocado por el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (ezLn). De cualquier manera, el asesinato de Colosio Murrieta
fue el acabose de cualquier intento de regateo al régimen; los principales partidos políticos y sus candidatos ya habían firmado desde enero el
Acuerdo Nacional por la Paz, la Democracia y la Justicia, comprometiéndose a acordar, entre otras cosas, una reforma electoral antes de las
elecciones de agosto de ese año. El asesinato del candidato presidencial
cerró prácticamente las negociaciones, y en abril de 1994 se publicaron
las reformas constitucionales. El artículo 41 rezaba: “La organización de
las elecciones federales es una función estatal que se realiza a través de
un organismo público autónomo, dotado de personalidad jurídica y patrimonio propios”. Sin embargo, en la reforma al CofiPe se detallaba que
en la integración de su órgano de dirección todavía estarían diputados,
senadores y el secretario de gobernación como presidente. Es decir, se
trataba de un órgano autónomo nominal, de membrete. Para abonar a lo
anterior, todos los “consejeros magistrados”14 nombrados en 1990 fueron
removidos de su cargo, a pesar de que expiraba hasta 1998; los nuevos
consejeros magistrados recibieron un nombramiento temporal, que fue
ratificado hasta agosto de 1994, cuando ya habían pasado las elecciones
y triunfó el Pri. En opinión de Ackerman (2007), con esta reforma, el ife
“permaneció siendo fundamentalmente lo mismo y seguía bajo el control
del Pri-gobierno” (p. 70).
d) Fase de otorgamiento de autonomía constitucional al órgano. Puede
parecer que desde 1994 ya existía el oCa electoral, pero si se revisa el andamiaje jurídico de ese año, el ife podía ser modificado en la integración de su
órgano directivo, estructura orgánica fundamental e incluso ser remplazado
por otro instituto, todo a nivel de ley, pues la Constitución sólo preveía que
debía existir un órgano electoral, dejando al nivel legal demasiados detalles.
En 1995 y 1996 el gobierno condujo una mesa de reforma electoral, en la
que participaron prácticamente todos los partidos políticos; si bien, al final el
Pri modificó unilateralmente y aprobó con su mayoría las reformas al CofiPe,
eran necesarias dos terceras partes para las modificaciones de nivel constitucional. Finalmente, el 22 de agosto de 1996 se publicaron las reformas
constitucionales, quedando el artículo 41 como sigue: “El ife será autoridad
en la materia, independiente en sus decisiones y funcionamiento y profesional en su desempeño […]. El Consejo General será su órgano superior de
dirección y se integrará por un consejero presidente y ocho consejeros electorales, y concurrirán, con voz, pero sin voto, los consejeros del poder legislativo, los representantes de los partidos políticos y un secretario ejecutivo;
la ley determinará las reglas para la organización y el funcionamiento de los
órganos, así como las relaciones de mando entre éstos”. También se previó
a nivel constitucional que los consejeros serían elegidos por las dos terceras
14
Los consejeros magistrados son el antecedente de los actuales consejeros ciudadanos. En 1990 coexistían en el Consejo General del ife con los magistrados, que eran representantes del Senado, de los diputados y de los partidos, en una proporción de 6 consejeros
magistrados y 5 magistrados, para un total de 11.
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partes de los diputados federales, a propuesta de los grupos parlamentarios;
que durarían siete años en el cargo; que estarían sujetos a régimen de responsabilidad de servidores públicos; que tendrían sueldo igual al de ministro
de la Suprema Corte; pero se deja expresamente a nivel legal lo relativo a
los requisitos de elegibilidad de los consejeros. Al quedar expresamente reconocido en la Constitución el nombre del órgano, así como la integración
de su instancia de toma de decisiones, el estatus jurídico de los consejeros y
sus emolumentos, el ife deja de ser un instituto de nivel legal para ser uno
de nivel constitucional. Asimismo, por fin se excluyó de su integración al
secretario de gobernación y los representantes del poder Legislativo y los partidos perdieron el derecho a voto. En este contexto, una vez más, se purgó el
órgano de dirección, todos los magistrados fueron removidos y se nombraron
nuevos consejeros ciudadanos según el nuevo mecanismo constitucional;
sólo un hombre resistió esta purga: José Woldenberg, propuesto por el Pri
para ser consejero ciudadano presidente del nuevo oCa. Otros nombres de
esa primera generación de consejeros del ife también tenían una clara filiación partidista: Juan Molinar Horcasitas, Alonso Lujambio, Mauricio Merino, Jacqueline Peschard, Emilio Zebadúa. Así inició la época del intento de
ciudadanización del ife.
e) Fase de constantes reformas constitucionales y legales. Es natural que
un orden jurídico se actualice, que las instituciones se adapten a los nuevos
tiempos, pero el caso del ife, y del orden electoral mexicano en general,
es inquietante en cuanto al número de reformas sufridas. En el sexenio
de Vicente Fox Quezada se registraron tres reformas: la primera en 2002,
que estableció la famosa cuota de género; así el artículo 175a del CofiPe
estableció como obligación, para los partidos, un máximo de 70% de candidaturas propietarias a diputados y senadores para un mismo género. En
el 2003 se reformó el CofiPe para flexibilizar los requisitos para establecer
agrupaciones políticas nacionales, en lo que pareció un favor para que la
lideresa magisterial, Elba Esther Gordillo, pudiera usar su estructura para
constituir un partido político. En el 2005 se reconoció el derecho a votar
de los mexicanos residentes en el extranjero, pero sólo en las elecciones
presidenciales. En el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa se registró una
reforma electoral de gran alcance. El CofiPe fue prácticamente rediseñado,
destacando los siguientes puntos: se establecieron obligaciones de transparencia para los partidos; se prohibieron las afiliaciones corporativas; se
redujo el tiempo de campaña electoral para todos los cargos; se prohibió
la propaganda gubernamental durante campañas y se redujo considerablemente su presencia fuera de ellas; el ife se definió como la única autoridad
que asignaría tiempos del Estado, para fines electorales, en medios de comunicación; se creó la contraloría general del ife, para auditorías y fiscalización internas; se adicionó un capítulo al CofiPe para sustanciar procesos
disciplinarios internos, así como faltas por parte de particulares, como
partidos y concesionarios de medios.15 La última gran reforma electoral
fue en el sexenio de Enrique Peña Nieto, en 2014, en el marco del Pacto
por México (PPm). La reforma fue tal que el CofiPe quedó abrogado. Su
contenido se dividió en dos nuevos cuerpos legales: lo relativo a los partidos se plasmó en la Ley General de Partidos Políticos, mientras la parte
15
Durante el proceso electoral del 2006, el ife careció de marco jurídico para sancionar los polémicos actos de campaña negra, cometidos por medios y particulares.
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propiamente orgánica del ife se plasmó en la Ley General de Instituciones
y Procedimientos Electorales (LgiPe). En dicha ley se cambió el nombre del
ife a Instituto Nacional Electoral (ine). La nota distintiva de esta reforma fue su tendencia centralista, pues ahora el instituto es el que designa
a los consejeros de los órganos electorales en cada entidad federativa.16
Además, puede atraer la organización de elecciones locales si el oPLe lo
pide, o lo solicitan tres consejeros del ine si, a su juicio, no hay condiciones
suficientes en la entidad federativa. Queda por ver si el actual presidente
López Obrador, que por primera vez no es del Pri ni del Pan, continúa o no
con la práctica sexenal de impulsar alguna reforma electoral.
f) Constantes presiones económicas, políticas y sociales. El escenario
en que se diseña cada oCa incide de forma permanente, aunque en grado
variable, sobre cada una de las fases ya mencionadas. Como ya se ha comentado, las presiones sociales sobre la legitimidad del régimen, así como sobre la
credibilidad de la función electoral, han estado presentes de forma constante
durante la creación y el rediseño del órgano electoral. Ackerman (2007, p.
61) afirma que la reforma electoral de 1990 fue una maniobra de Salinas de
Gortari para eliminar al Congreso como órgano calificador de las elecciones
federales, pues la mayoría oficialista estaba en declive, para transferir esa
facultad a una nueva instancia, bajo un diseño jurídico que le dio control
total al Pri. Esto implicaría, a la larga, un desgaste para el órgano electoral.
Según la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas
(2003), el ife fue la tercera opción mejor calificada en confianza, con 7.64
puntos, sólo detrás de la iglesia y los maestros;17 pero la cada vez mayor falta
de credibilidad en la función electoral ya no afectó directamente al régimen en turno, como pasaba antes de 1990, sino al propio órgano electoral.
Posiblemente, la sobrecarga de reformas electorales responde a un sistema
político que, a pesar de la alternancia, o tal vez por ella, traslada a las urnas
el debate y la consecuente resolución de prácticamente cualquier problema.
En efecto, si no hay políticas públicas en el sentido actual del concepto, todos los problemas públicos deben ser resueltos por el régimen en turno, y las
urnas se convierten en el único mecanismo de presión que tiene la sociedad
para hacerse escuchar. Es la democracia procedimental más rudimentaria.
Parece que el ife, diseñado como estaba, deliberadamente se constriñó a una
función meramente electoral, sin abonar realmente a la instauración de la
democracia. De forma tangencial a la materia electoral, las constantes privatizaciones y nacionalizaciones de la banca en las décadas de los setenta y
ochenta del siglo pasado, sólo demostraron la improvisación del régimen en
turno ante la crisis financiera.18 El colapso de 1994, con los famosos errores
16
Ahora se llaman Organismos Públicos Locales Electorales (oPLes); sin embargo,
la inercia caciquil de los gobiernos estatales ha permitido una prolongada dilación en la
implementación de estos órganos.
17
El estudio “El ife en la opinión pública”, elaborado por la Cámara de Diputados
(2003), reporta que la credibilidad del ife llegó a un máximo de 93% en el 2000, para desplomarse al 74% dos años después, por dos casos específicos: amigos de Fox y las multas al
Pri-Pvem. Para el 2006, la credibilidad era sólo de 50%; cabe destacar que los mayores índices
de desconfianza se presentan en sectores con altos niveles de estudios y que leen periódicos.
18
Ciclo que terminó, por cierto, con el otorgamiento de autonomía al banxiCo, lo
que parece demostrar que la creación de este oCa tuvo la clara intención de atender y finalizar una crisis.
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de diciembre, fue el marco económico para la reforma electoral de 1996, que
convirtió al ife en oCa. Las presiones más obvias sobre la vida del órgano
electoral han sido políticas, más específicamente de los agentes de partidos.
Como señala Becerra y Woldenberg (2007), se llegó a un momento en que se
renunció a cualquier intento de ciudadanizar al ife, para establecer una dinámica de mínima satisfacción en el reparto de cuotas de partidos, para la elección de consejeros; visión que comparte Schedler (apud Ackerman, 2007,
p. 83). La presión del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación
(snte) se hizo patente entre los años 2003 y 2006, para que se les otorgara el
registro como partido, permitiéndoles un curioso caso de existencia paralela
o doble rol, pues los mismos recursos humanos operaban como sindicato y
como partido; la actuación de esta estructura bien pudo definir la elección
presidencial del 2006, que terminó con una diferencia de 0.54% entre el
primero y el segundo lugar.
¿CUÁL AUTONOMÍA DE LOS OCAS EN MÉXICO?
En esta parte evaluaremos la autonomía de los oCas en general y del ife en partiular de
acuerdo con los criterios definidos en el apartado de lineamientos teóricos: a) calidad
democrática, b) contrademocracia, c) oxigenación política/descompresión política y d)
ciudadanización política.
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CaLidad demoCrátiCa
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Como ya se apuntó, los oCas mexicanos surgen en un contexto democrático procedimental, más específicamente, de apertura a la competencia real de partidos. El
oCa que estudiamos más ampliamente, el ine, surgió precisamente para consumar
un cambio político (cuadro 1), que resultó de la alternancia partidista; y a lo largo
de este nuevo régimen de alternancia se han generado numerosos oCas. Sin embargo, dados sus procesos de creación y modificación, en que los protagonistas del
cambio han sido claramente agentes de poder, de partidos y de intereses políticos y
económicos, es decir de élites, es pertinente detenerse brevemente en las perspectivas teóricas sobre la democracia.
El concepto de poliarquía de Dahl (2009) es básicamente procedimental.
Según este autor hay que distinguir entre un extremo antidemocrático, donde se
mueve una élite que gobierna sólo para sus intereses, y un extremo propiamente
democrático, integrado por ciudadanos iguales que compiten por representar los
intereses de la mayoría. Por su parte, Sartori (2002) considera que la democracia se
debe entender en tres tiempos: a) como forma de legitimación; b) como sistema de
ejercicio del poder; y c) como ideal (p. 29). En cuanto al inciso c) declara sencillamente que es normal que nunca se alcance, pues, en caso de realizarse, dejaría de
ser ideal (p. 31). Ahora bien, May (apud Morlino, 1998), dice que “la democracia
es aquel régimen político que postula una necesaria correspondencia entre los actos
de gobierno y los deseos de aquellos que son afectados por ellos” (p. 80).
Como se desprende de estas definiciones existe una preocupación legítima por
establecer líneas de correspondencia entre los actos de gobierno y los gobernados.
Que el gobernante responda a los intereses del ciudadano es el ideal liberal decimonónico. A finales del siglo xx Sartori todavía afirmó: “Hoy la democracia es una
abreviación que significa liberal-democracia” (2002, p. 29) y “La única democracia
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que existe y que merece ese nombre es la democracia liberal” (2002, p. 31). Tal vez, el
último gran esfuerzo filosófico, puramente liberal, por actualizar sus añejos principios
con el vertiginoso siglo xx fue el de John Rawls, pero en su famosa Teoría de la justicia
(1995) no se ocupa de formas de Estado, de gobierno ni de la democracia, sino de la
formación anímica y racional del individuo que habrá de participar en una sociedad
liberal; como el autor dice: “Mi propósito es elaborar una teoría de la justicia que
represente una alternativa al pensamiento utilitario en general y, por tanto, a todas
sus diferentes versiones” (2002, p. 34). La filosofía liberal más acabada del siglo xx
ignoró, pues, las construcciones sociales, para centrarse en el individuo.
Ahora bien, ¿qué tan democráticos son los oCas mexicanos? Como se podrá
notar, los conceptos de democracia de la politología del siglo xx han sido pensados
para sistemas políticos nacionales, o sea, no resisten una perspectiva global. En
este sentido, Matute (2015) comenta que los poderes tradicionales de los Estados actúan conforme a valores y criterios nacionales, mientras los oCas, en teoría,
responden a valores y criterios internacionales (p. 21). Por supuesto, esta postura
parte de la necesidad de legitimar el déficit democrático de los oCas en cuanto a
la elección de sus agentes directivos, y que les ha valido ser conceptualizados en la
academia como organismos no mayoritarios, como se ha mencionado previamente.
Sin embargo, no es solamente que la elección de estos agentes escape a los clásicos
mecanismos de control electoral,19 sino que la particular elección misma de los
aspirantes a agentes de oCa es otro filtro que escapa al control popular. En todos
los casos de oCas mexicanos, excepto la unam,20 la elección de sus agentes directivos no pasa por el voto popular. Generalmente es una comisión legislativa la que
recibe propuestas del titular del Ejecutivo y, ya sea por mayoría simple o calificada,
se eligen los nombres de los nuevos agentes directivos.21 A pesar de que los oCas
cuentan, generalmente, con un órgano superior de toma de decisiones con estructura colegiada, siempre hay un primero entre pares que funge como titular del oCa.
El marco constitucional y legal suele atribuir un excesivo caudal de atribuciones a
esta figura presidencialista; en efecto, este titular ejerce en el interior del oCa funciones materiales que corresponden a un titular del poder Ejecutivo en el sistema
político; incluso, generalmente, puede ser reelegido por sus pares como titular por
un segundo período. Si bien, le rinde cuentas en primera instancia al órgano colegiado de dirección, esto es más bien un acto simbólico; para auténticos casos de
rendición de cuentas el órgano legislativo que lo designó debe hacerlo comparecer,
con la posibilidad de removerlo, al igual que a sus pares.
Entonces, la relación entre los oCas y la democracia debe mirarse en dos
momentos. Uno es el de la designación de sus agentes, que es claramente antidemocrático y sujeto a procesos políticos partidistas en el Congreso y en el Ejecutivo,
contrarios a la condición de autonomía que define a los oCas. Invariablemente, el
perfil técnico exigido a cada aspirante es filtrado y evaluado, con total discrecionalidad política, en el Congreso. Como se recordará, el proceso de designación de
consejeros electorales en el ife de finales de siglo pasado terminó abortando por
completo el proyecto de ciudadanización, optando por un descarado reparto de
cuotas entre partidos, siempre teniendo en la mira el control de la mayoría en el
Consejo General del ife. El otro nivel en que debe mirarse la democracia en los
19
Siendo el mayor déficit el de la ratificación-reelección en el cargo mediante voto popular.
Para Caballero (2000), la unam no es oCa, sino un órgano descentralizado por
materia educativa.
21
Estos agentes pueden denominarse consejeros, magistrados, comisionados, gobernador, etcétera, según el artículo a aplicar.
20
41
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oCas es el papel que desempeñan dentro del Estado, lo cual trasciende al sistema
estrictamente político, y debemos considerar también a los sistemas económico y
social, particularmente la relación con la sociedad civil, misma que abordaremos
más adelante.
Una segunda cuestión por dilucidar en esta parte es: ¿qué tanto los oCas
apuntalan o fortalecen la democracia en el país? Como se puede inferir de los hechos descritos hasta esta parte, los oCas en México abonan muy poco a la calidad
democrática en los términos fijados por el concepto. Ciertamente, es mejor contar con oCas que no hacerlo, pues de algún modo retardan procesos de deterioro
político con un potencial de riesgo evidente. Sin embargo, la confección y la modificación de las leyes que los crean han estado cargados de los mismos vicios que
han caracterizado la apertura democrática del país desde hace más de cuarenta
años: gradualismo, cortoplacismo y oportunismo. Se trata de inercias de una clase
política que ha dosificado a conveniencia la democratización del régimen, tratando de conservar y extender lo más posible sus privilegios derivados de detentar
el poder político. Primero fue la oligarquía priista la que repartía en exclusiva los
premios y los castigos y fijaba la agenda de la transición, para después incluir en
esta tarea a al menos dos partidos emergentes –el Pan y el Prd–, lo que marca el
tránsito de un sistema de partido hegemónico a uno de partidos hegemónicos, o
sea, una partidocracia mediante la cual más de un partido se beneficia del arreglo
institucional existente.
En esas circunstancias, no es casual que la democracia mexicana siga siendo
una de las peor evaluadas en los estudios comparados de calidad democrática. No
hace mucho, un estudio coordinado por O’Donnell (2004) colocaba a México en
el último lugar de calidad democrática de América Latina. En efecto, nuestro país
ni siquiera califica en los rubros contemplados por la teoría: en lugar de Estado de
derecho sigue reinando la impunidad; en lugar de rendición de cuentas, se creó
un sistema de acceso a la información inútil; la reciprocidad sigue siendo una aspiración, así como la ampliación del derecho a sectores largamente excluidos, y la
desigualdad socioeconómica sigue siendo un lastre (Cansino y Covarrubias, 2007).
En el mismo sentido está el famoso estudio de Norris (2017) que colocaba a la democracia mexicana como una de las cinco del mundo con las peores calificaciones
en materia de integridad electoral, o sea, con elecciones inauténticas, plagadas de
irregularidades de todo tipo. Tampoco es casual que Latinobarómetro (2017) coloque a México como uno de los tres países de América Latina donde los ciudadanos
tienen menos aprecio por la democracia y sus representantes. No sorprende entonces que la legislación en materia de oCas presente sesgos marcados que, en lugar
de alentar la participación política de ciudadanos, la inhibe, amén de favorecer por
sobre todas las cosas los intereses de los partidos.
En suma, no puede afirmarse que los oCas apuntalen de manera importante
nuestra democracia sin faltar a la verdad. Por el contrario, son tendenciosos, dóciles
a los intereses de las élites, restrictivos y, en general, poco eficientes. En los hechos,
los partidos tradicionales, al ser jueces y parte en la creación de los oCas han privilegiado en todo momento sus intereses en lugar de abrir a los oCas a una mayor
inclusión ciudadana.
ContrademoCraCia
Como ya se señaló, las atribuciones, las funciones y las competencias que distinguen a los oCas mexicanos se han desprendido del ámbito del poder Ejecutivo.
Por tanto, el reacomodo en la distribución de poderes ha sido en detrimento
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del Ejecutivo. Más específicamente, la designación y el control de los agentes
de oCas ha pasado al poder Legislativo; es decir, a las bancadas de los partidos,
aunque sus funciones no se encuadren dentro de algún poder. En esta ruta constitucionalmente desaseada han participado activamente los partidos, la Suprema
Corte de Justicia de la Nación (sCjn) y diversas instituciones del Estado mexicano. No obstante, todo esto refleja un reacomodo del sistema político en que los
oCas surgen no sólo como arenas de negociación entre partidos, sino para desempeñar actividades para las que los poderes del Estado ya no están legitimados;
es decir, los oCas absorben el desgaste político que debería recaer, por técnica
constitucional, en algún poder.
Para Rosanvallon (2006), la división y el ejercicio de poderes constitucionales
es un modelo bastante limitado, que apenas se ocupa de la legitimidad del ejercicio
del poder, pero no de su democratización: “El principio electoral de construcción
de la legitimidad de los gobernantes y la expresión de la desconfianza ciudadana
frente a los poderes vienen históricamente de la mano” (p. 221). Para este autor
es preciso centrar los nuevos estudios politológicos, ya no en la legitimidad, sino
en la confianza que sienten los ciudadanos hacia sus autoridades, incluyendo un
componente eminentemente ético. Para lograr lo anterior propone una contrademocracia, que consiste básicamente en un proceso permanente de institucionalización de expresiones ciudadanas de desconfianza. Propone tres funciones principales: poderes de vigilancia, soberanía negativa y democracia del juicio; todas ellas
apuntan a conferir atributos a los ciudadanos que les permitan interactuar de igual
a igual con los poderes y, con ello, generar confianza; como dice el autor: “[…]
pero esta noción de participación es más compleja. Combina tres dimensiones de
la interacción entre el pueblo y la esfera política: la expresión, la implicación y la
intervención” (p. 228).
Si bien, el citado autor maneja indistintamente las categorías de pueblo y
ciudadanía resulta evidente que se refiere, en términos prácticos, a la sociedad
civil, la cual podría aspirar a generar esta contrademocracia en la medida que vaya
madurando. Dicho de otra forma, la propuesta de Rosanvallon está pensada para
naciones en los que la sociedad civil ya está bastante consolidada, algo que evidentemente no aplica a la circunstancia mexicana. En el caso de los oCas, si bien son
entes externos a los poderes tradicionales, no por ello dejan de estar en la órbita del
Estado. Son entes que potencialmente pueden estar al servicio de la sociedad civil
o el gobierno, o sea, la sociedad civil sí puede aspirar a incidir en ellos a través de los
mecanismos de la contrademocracia. Por supuesto, lo que quedaría por dilucidar
es qué segmentos de la sociedad civil podrían tener más ventajas por el hecho de
incidir en la actividad de estos órganos.
En síntesis, mientras que en democracias consolidadas los oCas suelen
ser una expresión más de la contrademocracia, o sea, formas organizadas de
intervención social del poder para conducirlo hacia el bienestar común, en
México se crearon desde el poder con fines de legitimación de las propias élites
y nunca han estado fuera del control y la operación de sus agentes, ya sean
partidistas o gubernamentales, con lo que la pretendida autonomía que los define formalmente es más cosmética que real. Así, por ejemplo, el ife/ine nunca
ha sido un contrapeso ciudadano de la democracia electoral-representativa, y
pasará mucho tiempo para que lo sea. En ese sentido, la palabra “ciudadanización” con la que se asoció alguna vez al organismo electoral sigue teniendo
para la clase política una carga legitimadora importante. Basta decir que una
decisión o una reforma busca “ciudadanizar la política” para generar cierto
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respaldo, aunque en boca de la élite política la palabra ciudadanizar sólo sea
una retórica vacía del poder. En los hechos, el órgano electoral es una parte de
la estructura de poder, por lo que sus agentes o consejeros electorales también
hacen alianzas y amarran acuerdos con los agentes partidistas y gubernamentales para proyectarse y subsistir; es decir, los consejeros electorales renuncian
de facto a su condición de contrapoder para adoptar dócilmente las reglas del
juego político, con lo que terminan siendo piezas del sistema, incapaces de
transformarlo o controlarlo.
Por lo demás, dada su juventud, la democracia mexicana está muy lejos
todavía de haber generado los contrapesos ciudadanos tan característicos de las
democracias consolidadas referidas por Rosanvallon (2006). De hecho, si no ha
concluido la construcción del nuevo régimen menos ha avanzado la construcción
de los mecanismos contrademocráticos. En este punto parece haber una evolución
natural que no puede violentarse sin consecuencias. Habrá que construir primero
un auténtico Estado de derecho, el gran déficit de nuestra transición.
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oxigenaCión PoLítiCa/desComPresión PoLítiCa
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Si hay un tema que califica perfectamente como parte de un proceso de oxigenación
política es precisamente el de los oCas, pues nada hay más significativo para ventilar la
política institucional monopolizada durante décadas por los partidos tradicionales que
la inclusión en los asuntos públicos de representantes ciudadanos mediante organismos
autónomos. Sin embargo, lo que pintaba muy bien en el papel, se desvirtuó en la práctica. En efecto, como vimos aquí, la inclusión de los oCas está diseñada para no hacer
mella o para afectar lo menos posible los usos y las costumbres políticos dominantes; es
decir, no garantiza por sí sola la necesaria oxigenación que la política en México requiere. Lejos de ello, la inclusión de los oCas califica perfectamente como una estrategia de
descompresión política mediante la cual las élites políticas atienden un reclamo ciudadano de acotar la influencia del Estado en áreas estratégicas de la vida pública, mediante oCas cuya autonomía es más formal que real, pero ampliamente publicitadas. Con
ello, las elites recuperan algo de legitimidad a su favor; neutralizan en alguna medida el
malestar ciudadano y se muestran sensibles a las causas sociales.
Con todo, la inclusión de los oCas, por más restringida y controlada que sea,
sí obliga a los partidos a modificar algunos de sus patrones de conducta habituales.
Así, por ejemplo, en el caso del ife/ine, dado que ahora existe la posibilidad de que
los partidos sean sancionados por incumplir la ley, se ven constreñidos a manejarse
en umbrales menos permisivos que en el pasado.
CiudadanizaCión PoLítiCa
Según una definición convencional, la sociedad civil es “un conjunto de actores
sociales, económicos y políticos organizados para la defensa y la promoción de sus
intereses […], en sentido estricto no aspiran al poder político ni detentan una
cuota de este. La contrapartida de la sociedad civil sería, en consecuencia, la sociedad política, es decir, todas las instancias estatales, partidos políticos y, en el
caso de un proceso revolucionario, las organizaciones político-militares” (Cansino,
2016, p. 45). Esta visión de contrapartida es sobreestimada por una corriente de
autores que, adscribiéndose a una inspiración liberal, asume el discurso de la crisis
del Estado de bienestar para derivar de él que las políticas neoliberales permitieron
un mayor empoderamiento de la sociedad civil, pues propició que los ciudadanos,
en cuanto unidades del sistema, adoptaran más responsabilidades y protagonismo.
Pero esta visión según la cual a mayor Estado menor sociedad civil y a menor Es-
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tado mayor sociedad civil peca de optimista, pues con el neoliberalismo no se ha
fortalecido necesariamente la esfera pública ni tampoco ha sido devuelto el poder
al conjunto de asociaciones sociales y voluntarias, sino sobre todo ha sido cedido a
una oligarquía financiera (Cansino, 2016, p. 196).
Pero ¿acaso no es inevitable que, ante la libre asociación y promoción de intereses, termine creándose una agenda oligárquica? En su conocida obra Teoría de
las esferas de la justicia (1993), Michael Walzer postula que en la sociedad deben
asignarse a los individuos iguales derechos, pero nunca iguales poderes ni bienes
materiales. En otro texto sobre la sociedad civil, el propio autor afirma: “Las palabras sociedad civil nombran el espacio de asociaciones humanas no coercitivas y
además el conjunto de redes de relaciones –formadas por el bien de la familia, la fe,
el interés y la ideología– que llenan este espacio” (1990, p. 11).
A partir de estas premisas queda claro que los oCas tampoco son democráticos
en este sentido material, pues su creación, modificación o nombramiento de agentes
no pasa por el espacio público ni es producto de un debate público. Apenas una parte
de la opinión publicada, que no pública, es la que cuestiona o aplaude las actuaciones
institucionales o de los agentes de los oCas. Algunos de estos organismos, como la
Cndh, cuentan con un consejo consultivo que suele integrar a miembros de la sociedad civil, pero tales consejos no cuentan con mecanismos jurídicos vinculantes y terminan siendo sólo eso: órganos de consulta diseñados más para legitimar al oCa que
para apoyar sus decisiones.22 Como ya dijimos, los oCas están sometidos a diversas
presiones sociales, económicas y políticas, pero en ningún momento estas presiones
sociales son producto de una opinión pública crítica ni provienen de la sociedad civil.
En suma, pese a que el discurso oficial justifica a las oCas como entes que
sustraen al Estado funciones estratégicas a favor de la sociedad civil, la influencia
de ésta en los oCas es prácticamente inexistente, pues fueron diseñados por los
agentes partidistas y gubernamentales en función de sus propios intereses, agendas
y necesidades. Paradójicamente, si bien son organismos que en el papel amplían las
posibilidades de los ciudadanos de involucrase en los asuntos públicos, o sea, favorecen la ciudadanización política, en realidad fueron diseñados por la élite política
para legitimar al sistema y neutralizar la disidencia social en la arena institucional.
En este sentido, si la figura fue incluida en la legislación electoral es porque la clase
política consideró que no representaba una amenaza a sus intereses, sino sólo un
instrumento que bien empleado dotaba al sistema de legitimidad y estabilidad. En
suma, dada la presión social, los oCas sólo constituyen una salida o válvula de escape del sistema. Como iniciativa ciudadana son un fracaso, pero como instrumento
de contención y legitimación política, un éxito.
No existe pues, la autonomía de los oCas. En el caso del ife/ine, la ausencia
de autonomía se ha evidenciado en múltiples contiendas electorales. Así, por ejemplo, el proceso electoral del 2006 es evidencia palmaria del nivel de incertidumbre
jurídica que puede rodear a un oCa. Las presiones de partidos y medios demostraron que no importa contar con herramientas institucionales de autonomía si los
agentes no desean usarlas. Bajo una lectura cínica puede afirmarse que, en ejercicio
de su autonomía, un oCa cuenta con cierto umbral de maniobra para favorecer
ciertos intereses sin incurrir en un nivel sistémicamente insostenible de ilegalidad;
es decir, mientras su legitimidad no sea insostenible ante la opinión pública, bien
puede ser un brazo más del régimen. En el contexto del Estado de partidos, la
existencia del ife/ine es funcional para el sistema de gobierno dividido, que permite
22
Para un desalentador recuento de la experiencia de estos consejos consultivos
(véase Pérez, 2008).
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usualmente al partido en el gobierno contar con mayoría de consejeros afines, pero
dejando margen a que la oposición cuente con espacios suficientes para impulsar
algunos intereses en los órganos de dirección.
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CONCLUSIONES
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Si bien, los oCas son producto de un tiempo que exige mayores controles sociales
del poder estatal, el peso real de la sociedad en su diseño y desempeño es prácticamente inexistente, pues al final fueron creados más para favorecer a los agentes
partidistas y gubernamentales que para apuntalar a la sociedad civil. México es un
ejemplo paradigmático de ello, aunque en este caso su creación no responde tanto
a las tendencias neoliberales que prevalecieron en otros países, sino a las circunstancias derivadas de los distintos periodos de su prolongada transición democrática.
La contradicción entre el discurso de la ciudadanización y la realidad muestra
precisamente que los oCas en México han surgido como órganos políticos más que
sociales; son entes que buscan facilitar las negociaciones entre agentes partidistas
y gubernamentales. Por su parte, las instituciones del Estado mexicano, incluida
la sCjn, han contribuido a normalizar un discurso jurídico desaseado, en que la
división de poderes se mezcla con la división de atribuciones, competencias y funciones. Es de destacar que los oCas, en cuanto categoría institucional del Estado, es
un tema ignorado por el Constituyente, que se ha limitado a crear órganos de forma
casuística, sin mayor preocupación teórica, claramente influenciados por coyunturas partidistas, así como por presiones económicas, políticas y sociales.
Pese a este panorama desalentador, los oCas podrían, si las condiciones cambian, pasar de ser instrumentos netamente partidistas, a ser arenas de diálogo entre
ciudadanía y Estado; es decir, un verdadero espacio público. Si algo enseña la historia
es que las instituciones están sometidas a perpetuo cambio. En este sentido, es importante diseñar propuestas teóricas de interacción entre el gobierno y la sociedad civil
que, en el fondo, se inscriban en el ideal liberal de la democracia: hacer corresponder
el ejercicio del poder con el sentir de la sociedad, pero esto es materia de otro artículo.
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