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Estudios constitucionales

On-line version ISSN 0718-5200

Estudios constitucionales vol.20 no.especial Santiago  2022

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-52002022000300020 

Artículos chilenos

La política constitucional del Antropoceno

The Constitutional Politics of the Anthropocene

Alberto Coddou Mc Manus1 

Francisco Tapia Ferrer2 

1Licenciado en Ciencias Jurídicas (UCH), Doctor en Derecho (Universidad de Londres), profesor Universidad Austral de Chile. Chile. Correo electrónico: alberto.coddou@uach.cl

2Licenciado en Ciencias Jurídicas (UCH), Magíster en Derecho Público (UCH) y Magíster en Políticas Públicas (Universidad de Oxford). Chile Correo electrónico: francisco.tapia.ferrer@gmail.com

Resumen

Este artículo reflexiona sobre la política constitucional del Antropoceno en el marco del proceso constituyente chileno. Para ello, describe el auge, consolidación y deficiencias del constitucionalismo ambiental, y plantea diversas premisas para elaborar un marco epistémico del constitucionalismo del Antropoceno. Después de algunas consideraciones sobre la regulación constitucional en esta nueva era geológica, el artículo propone una cláusula general que permita al Estado chileno abordar los desafíos que el Antropoceno plantea al Derecho Constitucional.

Palabras clave: Antropoceno; Emergencia climática; Constitución; Estado de Derecho Ambiental

Abstract

This article reflects upon the constitutional politics of the Anthropocene within the Chilean constituent process. In that regard, it describes the emergence, consolidation and deficiencies of environmental constitutionalism and explains the elements of a new epistemic framework for the constitutionalism of the Anthropocene. After some thoughts on the constitutional regulation for the Anthropocene, it proposes a general clause that allows the Chilean State to address the challenges that the Anthropocene raises upon constitutional law.

Keywords: Anthropocene; Climate emergency; Constitution; Environmental Rule of Law

1. Introducción

En las últimas tres décadas, los seres humanos hemos producido más emisiones de carbono que en toda la historia anterior, alterando significativamente el clima. El calentamiento global está aumentando y cada grado adicional incrementa las consecuencias que este generará sobre el planeta. Actualmente, nuestro mejor escenario es un aumento de dos grados, lo que implica que las capas de hielo comenzarán a colapsar, 400 millones de personas sufrirán escasez de agua, las ciudades más grandes en la línea del Ecuador se convertirán en inhabitables e, incluso, en las latitudes del norte las olas de calor matarán a miles cada verano1. Mayores aumentos implicarán panoramas aun más desalentadores para la humanidad. El cambio climático es probablemente el impacto más importante de la actividad humana sobre lo que las ciencias denominan como el “sistema Tierra”, que engloba componentes físicos, químicos, biológicos y humanos2. Sin embargo, además del cambio climático, producido principalmente por la emisión de gases de efecto invernadero, el impacto de la actividad humana se manifiesta en la acidificación y contaminación de los océanos, en la alteración del ciclo global del nitrógeno, en la contaminación atmosférica con efectos en todos los rincones del planeta o la extinción masiva de especies y biodiversidad. Estos impactos han llevado a la comunidad científica a señalar que estamos viviendo en la era del Antropoceno, esto es, una era geológica caracterizada por el impacto de la actividad humana en los sistemas biológicos, químicos y físicos que la distingue de las anteriores3.

El Antropoceno supone reconocer que el ser humano es el principal factor de cambio en los componentes del “sistema Tierra”, cambios que son a veces graduales y a veces sorpresivos; a veces lineales, otras veces dinámicos; a veces están conectados o relacionados entre sí, pero otras veces son fragmentarios; a veces tienen impactos locales inmediatos, pero pueden generar efectos globales en el mediano o largo plazo; a veces se producen como el efecto agregado de un gran número de pequeñas actividades, muchas veces cotidianas, y otras veces como el efecto de unos pocos actores cuyas actividades generan impactos muy significativos. Más allá de este escenario marcado por la incertidumbre, la única certeza que tenemos es que el ser humano es el principal factor de cambio medioambiental, alterando significativamente los sistemas físicos, químicos y biológicos, y cuestionando la idea de que hay espacios “naturales” no afectados por el ser humano4.

Estas ideas han permeado en diversas instancias institucionales. El principal tratado internacional que existe respecto al “cambio climático” lo define como “un cambio de clima atribuido directa o indirectamente a la actividad humana5. Por otra parte, la idea de que los impactos de la actividad humana iban a percibirse de manera lenta y gradual se ha ido derrumbando en los últimos años, sobre todo por el tipo de consensos científicos a los que se ha arribado últimamente. Según el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU, las personas que nacen hoy sentirán los efectos o impactos negativos de la actividad humana sobre el medioambiente antes de que cumplan 30 años6. El diccionario de Oxford eligió el término “emergencia climática” como la palabra del año 2019, y la definió como “una situación en que se requieren acciones urgentes para reducir o minimizar el cambio climático y evitar daños medioambientales potencialmente irreversibles que puedan derivarse de ello7. El “sistema Tierra” seguirá funcionando con o sin la humanidad, que debe actuar de manera urgente para resguardar su propia supervivencia. Así, y antes que científica, la pregunta central sobre la emergencia climática es fundamentalmente política, pues debemos hacer algo entre todos para abordar un escenario problemático en que la pasividad no parece ser una opción8. En este contexto, surgen diversas interrogantes acerca del modo de concebir y organizar el poder político para hacer frente a estos desafíos.

Este artículo se enfocará en la “política constitucional” del Antropoceno, es decir, en la discusión que sobre el tema se puede dar en los denominados “momentos constitucionales”, donde cuestiones fundamentales como el cambio climático o la pérdida de biodiversidad son objeto de interés constitucional9. Más allá de un problema, a ser solucionado con una mentalidad instrumental, de uno que puede ser resuelto y que eventualmente quedará en el pasado, el Antropoceno, es decir, la capacidad humana de afectar la tierra a nivel planetario, es una condición de nuestra existencia, no sólo como sujetos de un Estado soberano, sino como habitantes del planeta. En otras palabras, se trataría de un problema con el que debemos convivir y que, de algún modo, nos constituye10. Considerando este escenario, ¿Qué significa sentarse a discutir un nuevo texto constitucional en un estado de “emergencia climática”? ¿Cómo se piensa una constitución en un contexto donde las líneas divisorias entre lo humano y lo natural se han difuminado? En definitiva, ¿Cómo se piensa una constitución desde el Antropoceno? Partiendo de la idea de “política constitucional”, acuñada por Bruce Ackerman para dar cuenta de los grandes procesos de cambio constitucional en la historia de Estados Unidos, podemos partir señalando que la era del Antropoceno supone repensar algunas cuestiones básicas del constitucionalismo liberal, bajo el cual se formó el constitucionalismo ambiental11. En concreto, la idea de política constitucional refiere a procesos intensos de intercambio de información y opiniones sobre temas que exigen algún tipo de compromiso fundamental entre todos los miembros de una comunidad política o de un nuevo arreglo de cooperación social, en este caso, para abordar los desafíos que plantea el Antropoceno.

La estructura del artículo es la siguiente. En la primera parte, describiremos el marco intelectual que permitió el auge y consolidación del constitucionalismo ambiental, que se expresa principalmente en un discurso de derechos que deben ser garantizados institucionalmente. En la segunda parte, desarrollaremos el marco epistémico del constitucionalismo del Antropoceno y las consecuencias que ello tiene para la regulación constitucional, que se expresan en la necesidad de ir más allá de los derechos y de desarrollar un análisis institucional comparado orientado a la eficacia y urgencia de la protección medioambiental. En este sentido, nuestro artículo pretende ser una contribución a los debates que se darán en el marco del proceso constituyente chileno. Para ello, concluiremos con una propuesta de cláusula específica que se haga cargo del problema abordado en este artículo.

2. El constitucionalismo ambiental

2.1. Auge y consolidación del “constitucionalismo ambiental”

La relación entre el medioambiente y su regulación se ha definido históricamente por la relación entre el ser humano y su entorno natural. A su vez, las relaciones entre el ser humano y la naturaleza han sido caracterizadas de diversas maneras. En un extremo, existe toda una tradición que suele ver en la naturaleza o en lo natural un modelo ideal y armonioso, modelo que debe ser seguido o copiado por la actividad humana, como se ilustra en el Emilio de Rousseau, o en el movimiento del “Romanticismo”, que vieron en la naturaleza la perfección de la bondad, de lo digno de ser admirado y protegido12. En otro extremo, se encuentra toda una tradición de pensamiento que ve en la naturaleza aquello que debe ser domesticado y contenido con el objetivo de realizar el progreso humano, como se muestra en las ideas de John Stuart Mill o de Edmund Burke, dos autores con ideas divergentes pero con un pensamiento común en torno a la idea de que la “naturaleza humana” es domesticar, contener o explotar la “naturaleza”13. Estos extremos permiten explicar el rango de significados del término naturaleza, que incluso suele ser utilizada para expresar posturas normativas en debates de distinto carácter, como cuando se señala que el derecho no debiera contemplar el matrimonio de personas del mismo sexo porque es antinatural, o cuando se señala que se deben preferir soluciones basadas en la propiedad individual porque la naturaleza humana no se armoniza con soluciones colaborativas. Más allá de los distintos significados del término, los seres humanos han pensado su relación con la naturaleza asumiendo una cierta división entre aquello que es humano y aquello que no lo es, en otras palabras, asumiendo una división que es, al menos, teóricamente clara, aunque genere muchos conflictos cuando pretende articularse en la práctica.

En el marco de este registro intelectual, esto es, uno cuya premisa supone una distinción entre lo humano y lo natural, las constituciones del mundo han articulado esta división a través de la incorporación del medioambiente en diversas cláusulas, ya sea como un derecho al medioambiente limpio, como un objeto de protección, o estableciendo ciertos deberes específicos al respecto. En general, estas cláusulas suponen que la actividad humana generará impactos sobre el medioambiente, y que es imprescindible obligar al Estado a adoptar medidas que mantengan, en la medida de lo posible, “lo natural” libre de la afectación humana14. En este registro intelectual, y considerando la profusa incorporación del medioambiente como un concepto constitucional, hoy en día se habla del auge del “constitucionalismo ambiental”. El debate sobre el constitucionalismo ambiental ha estado, en general, supeditado al reconocimiento del derecho a vivir en un medioambiente sano, suscitando diversas polémicas entre aquellos que abogan por una expansión de la protección constitucional del medioambiente y quienes se muestran escépticos15.

Los escépticos consideran que los avances en la protección medioambiental no están necesariamente relacionados con la forma ni el hecho mismo de la consagración de normas constitucionales. Según Weis, son agnósticos con respecto a la regulación constitucional ambiental16. Considerando que las cortes no suelen usar las constituciones para definir los casos en conflicto, determinados predominantemente por leyes ambientales o sectoriales, los escépticos entienden que la consagración constitucional de normas protectoras del medio ambiente podría tener un valor simbólico o aspiracional17. El constitucionalismo ambiental sería una distracción ante los desafíos de la agenda legislativa ambiental, donde debieran estar concentradas las energías. Frente a los escépticos, se presentan quienes abogan por la importancia del constitucionalismo ambiental, principalmente a través del reconocimiento de derechos, arguyendo que habría ciertos valores constitucionales ambientales que serían fundamentales y que, por tanto, deben establecerse en la constitución para que gobiernen la validez sustantiva de las leyes.

Para David Boyd, el reconocimiento del derecho constitucional a un medioambiente sano, limpio o libre de contaminación lleva a dos efectos concretos y observables: a mejores leyes e instituciones para la protección medioambiental, y a decisiones judiciales favorables18. En primer lugar, el reconocimiento constitucional de este derecho generaría más y mejores desarrollos legislativos, en conjunto con instituciones capaces de implementar esos marcos normativos. En segundo lugar, y como se muestra en diversos estudios de derecho constitucional comparado, la litigación constitucional en torno a este derecho ha ido en aumento, con una alta tasa de éxito19. Alrededor del mundo, las cortes han sostenido que el derecho constitucional a un medioambiente saludable impone diversos tipos de deberes: el deber de respetar el derecho a través de acciones negativas; proteger el derecho de violaciones que puedan generar terceras partes, y que supone crear normas e implementarlas de manera adecuada; adoptar acciones positivas para realizar el derecho, generando toda una institucionalidad que haga realidad las expectativas que surgen de este derecho; y, por último, promover el derecho a través de diversas vías, como la educación20. En términos generales, el reconocimiento constitucional de este derecho se ha asociado con mejores indicadores de protección medioambiental, por ejemplo, en materia de “agua potable”, “aire limpio” u otros indicadores de sustentabilidad que se han ido elaborando para medir y comparar a los países21. A pesar de que la evidencia empírica aún se encuentra en desarrollo, debido a la falta de un estudio comparativo que pueda medir el impacto del reconocimiento constitucional de este derecho, no existe evidencia alguna que lleve a relacionar este derecho con peores indicadores o resultados en materia medioambiental.

Sin embargo, para Weis existiría una tercera perspectiva, que denomina contraadjudicativa, la cual posiciona a la justiciabilidad judicial del derecho a un medioambiente sano en un segundo plano22. Desde esta perspectiva, se analizan los principios, valores o directrices constitucionales que determinan una cierta finalidad medioambiental, pero sin articular obligaciones o mandatos vinculantes, aunque sin negar el valor que pudieren tener como marco interpretativo general del derecho constitucional. Además, se analizan aquellas cláusulas que establecen obligaciones individuales para la promoción o conservación del medio ambiente. Las cláusulas contraadjudicativas están diseñadas para que el Estado configure institucionalmente la mejor protección posible de determinados valores medioambientales, evitando que sean las cortes quienes terminen definiendo el contenido y alcance de esos valores u ordenando las normas jurídicas que se requieran para ello. Si bien existen más constituciones que incluyen principios directivos en materia ambiental (140) que aquellas que reconocen derechos (76), éstas últimas han observado un incremento sostenido en el último tiempo23. Hoy en día, el discurso del constitucionalismo ambiental aboga por fortalecer la vinculación entre los derechos humanos y la protección del medioambiente, por consolidar la protección que otorga el derecho a vivir en un medioambiente saludable y, en último término, por reconocer a la Naturaleza como sujeto de derechos.

2.2. La protección constitucional del medioambiente en Chile

Las disposiciones que regulan la protección ambiental se encuentran en el Art. 19 N° 8 de la Constitución de 1980, siendo una de las regulaciones más densas a nivel comparado24. En términos generales, si bien a todo derecho corresponde una obligación correlativa, el constituyente incorporó, además, el deber del Estado de preservar la naturaleza y estableció una polémica primacía de este derecho por sobre otros que podrían ser limitados por la vía legislativa25. Actualmente, las disposiciones constitucionales en materia ambiental establecen: (i) el derecho constitucional a vivir en un medio ambiente libre de contaminación; (ii) el deber del Estado para que este derecho no sea afectado; (iii) el deber del Estado de tutelar la preservación de la naturaleza; y (iv) la habilitación para que la ley establezca restricciones específicas al ejercicio de determinados derechos o libertades para proteger el medio ambiente.

Una de las principales discusiones en la doctrina constitucional es el alcance del derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación. Para algunos, que el contenido constitucionalmente protegido por este derecho use el verbo “vivir” supone que la protección medioambiental está supeditada a la protección de las personas26. Según la teoría del “entorno adyacente”, este derecho implica gozar de las condiciones adecuadas tanto para la protección de la vida, integridad física/psíquica y salud de las personas, así como de sus posibilidades para lograr su mayor realización material y espiritual posible27. Para algunas interpretaciones alternativas, se debería favorecer una tesis amplia, que implique la protección del medioambiente aunque no exista vinculación con una protección específica de otros derechos o de la calidad de vida de las personas28. Más allá de estas discusiones, lo cierto es que en las disposiciones constitucionales chilenas no se reconoce a la Naturaleza como sujeto de derechos, como sí ocurre en las constituciones de Bolivia y Ecuador29.

Además, el artículo 19 N° 8 incluye una reserva legal atípica en la estructura de reconocimiento de derechos constitucionales. Por una parte, la reserva legal está referida a la limitación o restricción de otros derechos para la protección del medio ambiente, lo que otorgaría cierta primacía a este derecho con respecto a otros. Por otra parte, sin embargo, esta reserva legal obliga al legislador a que las restricciones a estos otros derechos sean específicas, impidiendo que la vaguedad pueda ser utilizada como una técnica legislativa adecuada para la protección medioambiental y excluyendo la posibilidad de reenviar la determinación de restricciones específicas a la potestad administrativa30. En cuanto a las garantías jurisdiccionales para la protección de este derecho, destaca la creación del recurso de protección ambiental, que observa ciertas características distintivas con respecto al recurso de protección general. Más allá de las críticas a la forma en que finalmente se terminó articulando el recurso de protección ambiental, lo cierto es que ha existido una importante jurisprudencia que ha sido celebrada por sus contribuciones a la protección del medioambiente31.

La versión chilena del “constitucionalismo ambiental” ha tenido impactos positivos y negativos. Por una parte, las obligaciones correlativas al derecho a vivir en un medioambiente libre de contaminación se han desarrollado principalmente a través de la creación y consolidación de una compleja institucionalidad ambiental que ha mejorado los estándares de protección medioambiental. Por otra, sin embargo, las deficiencias en la redacción del artículo 19 N° 8 han impacto directamente en los alcances de la protección del medio ambiente32, generando un esquema de protección más nominal que concreto, ya que la presión sobre el medio ambiente ha cedido frente a un modelo de desarrollo basado en el capitalismo extractivo33. A más de 40 años del reconocimiento de un derecho constitucional a vivir en un medioambiente libre de contaminación y de la creación de un deber general del Estado de preservar la naturaleza, se observan avances y limitaciones propias de un constitucionalismo ambiental que opera sobre la base de la distinción entre “lo humano” y “lo natural”, en que la principal tarea estatal consiste en ponderar el grado de afectación que admite la naturaleza para la satisfacción de intereses humanos. El derecho constitucional ambiental, en este contexto, se reduce a abordar las externalidades negativas que genera la actividad humana sobre la naturaleza.

2.3. El constitucionalismo del Antropoceno

Según diversos autores, la era actual estaría caracterizada por un cuestionamiento al marco intelectual bajo el cual se desarrolló el constitucionalismo ambiental, considerando que vivimos en la era del Antropoceno, en que la acción humana es el centro de todo, al transformar todas las cosas que existen en la tierra34. En efecto, las consecuencias de la acción humana sobre el planeta tierra han terminado con la idea de que la naturaleza o lo natural es algo intacto o no alterado por la conducta humana, como lo muestran diversas realidades: el hecho de que incluso los océanos más alejados tienen niveles de acidificación similares, lo que evidencia el impacto humano sobre los mismos; o el hecho de que los parques nacionales o áreas protegidas, creadas y reguladas por sofisticados marcos regulatorios, sufren de igual manera los efectos de cambio climático, incluso de aquellos que tienen su origen en lugares distantes35. Esta nueva era geológica supone que la actividad del ser humano tiene tal poder de impactar en los sistemas de la Tierra que la humanidad y otras formas de vida se están peligrosamente acercando a un punto de no retorno (“tipping points”). Los problemas que acarrea esta nueva era geológica pueden ser caracterizados como severos, impredecibles y complejos, que hacen cada vez más difícil la predicción o los cálculos que permiten avizorar el mantenimiento de las condiciones de reproducción de las diferentes formas de vida. En concreto, se ha propuesto que el ser humano está sobrepasando los “límites planetarios”, que consisten en nueve procesos que regulan la estabilidad y resiliencia del “sistema Tierra” y que permiten el desarrollo y el florecimiento tanto a las actuales como a las futuras generaciones36.

Considerando esta suerte de consenso científico sobre el tema, el Antropoceno supone una era en que la complejidad y la dificultad de los desafíos radican fundamentalmente en la necesidad de adoptar sacrificios individuales y colectivos que sólo pueden abordarse a través de instituciones políticas, es decir, de la adopción de decisiones colectivas que afectan a todos quienes componen determinadas comunidades37. Por ello, si la constitución es la principal forma de adoptar compromisos que nos constituyen como comunidades, de definir los compromisos que nos vinculan y de adoptar una determinada ordenación institucional en tal sentido, es evidente que el Antropoceno supone un impacto significativo para un proceso constituyente. En lo que sigue, desarrollaremos algunas premisas básicas de lo que consideramos como un marco epistémico adecuado para pensar “lo constitucional” en este nuevo estado de cosas, premisas que nos ayudarán a hacer una política constitucional adecuada a los desafíos de esta época.

En primer lugar, resulta necesario reconocer que estamos ante un problema constitucional que excede lo meramente ambiental. Si bien el “constitucionalismo ambiental” ya había reconocido esta premisa básica, no la había desarrollado con una perspectiva sistémica ni con el grado de urgencia que exige un fenómeno que ya no sólo afecta a las “futuras generaciones”, sino a las presentes38. Para Jorge Viñuales, la era del Antropoceno es una que subraya la radical ineficacia del derecho del medioambiente como una disciplina encargada de abordar las externalidades negativas de relaciones sociales y transacciones que no se disputan o ponen en cuestión, obviando el rol que ha tenido el derecho como una tecnología de la organización social de carácter fundamental para el advenimiento de esta nueva era geológica39. El carácter estructura de la actual crisis se da justamente porque las premisas de las que dependen los sistemas sociales, económicos y naturales están siendo erosionadas por un sistema económico que destruye aquello que permite su supervivencia, ya sea como una crisis política que erosiona las bases institucionales de las que depende el capitalismo para funcionar, como una crisis de la reproducción social de las que dependen las actividades productivas para sostenerse en el tiempo, o como una crisis ecológica a nivel planetario que impide al capitalismo extractivo un futuro sostenible a mediano plazo40. Este contexto nos permite abordar la política constitucional con un desafío único por delante, que modifica no sólo el modo de abordar los problemas ambientales sino también las cuestiones políticas y la sostenibilidad de las formas de reproducción social de la vida misma. Como señala un borrador del próximo informe del IPCC, la necesidad de actuar con urgencia supone no solamente modificar nuestra institucionalidad sino una forma distinta de comprender nuestras formas de vida, lo que amerita un momento constitucional apropiado41.

En segundo lugar, una de las premisas básicas del marco epistémico del constitucionalismo del Antropoceno supone pensar en este fenómeno desde una perspectiva transnacional, lo que cuestiona el paradigma nacional bajo el cual se pensaba el constitucionalismo ambiental42. Si consideramos que los actuales efectos o impactos humanos sobre el medioambiente, a diferencia de otros daños ambientales atribuibles a ciertos agentes y delimitados en el espacio, se proyectan sobre fronteras difusas, es imperativo pensar en cómo los arreglos constitucionales se adaptan a un desafío de escala transnacional43. Ante ello, el derecho internacional público ha reaccionado a través de la creación de obligaciones internacionales de cooperar, en algunos casos incluyendo consideraciones sustantivas, como sucede a propósito del Acuerdo de París44. Hasta el momento, sin embargo, el constitucionalismo ambiental no ha podido lograr el reconocimiento de un derecho humano al medioambiente sano de carácter global que obligaría a todos los Estados a contribuir a su protección45. Más aun, no existe un reconocimiento de la radical importancia de un marco institucional común que obligue a pensar en el carácter transnacional del fenómeno y que vaya más allá de Estados soberanos que asumen obligaciones en virtud de sus propios marcos constitucionales46.

En tercer lugar, el constitucionalismo del Antropoceno implica abordar una cuestión ya advertida en diversos foros especializados respecto a la necesidad de restringir diversas actividades humanas que hoy en día damos por supuestas en el marco de un discurso liberal de derechos fundamentales. En otras palabras, la teoría política y constitucional del Antropoceno debiera preparar el terreno para justificar las restricciones o límites de las actividades humanas47. Ello, a su vez, obliga a los sistemas jurídicos a dejar de responder a los efectos adversos generados por la actividad humana como una mera gestión optimizada de externalidades negativas, sobre todo considerando la escala, magnitud y complejidad de los problemas que se avecinan en esta era48. En concreto, como ha señalado Eric Biber, la era del Antropoceno supone, de manera inevitable, una transformación radical de la forma de pensar en el fenómeno jurídico, particularmente en la justificación de las limitaciones, restricciones y eventuales suspensiones de derechos y libertades fundamentales49. En este escenario, pensar en el derecho constitucional supone desplazar las energías desde la justificación del contenido constitucionalmente protegido de los derechos hacia una dogmática de la justificación de sus limitaciones, restricciones y eventuales suspensiones.

En cuarto lugar, otra de las cuestiones más importantes a la hora de hacer política constitucional en el Antropoceno viene dada por la necesidad de proteger la democracia constitucional en el contexto de un conflicto de interés de carácter intergeneracional. Según Tushnet, hay dos categorías de conflictos de interés que requieren ser abordados a la hora de proteger la democracia constitucional, la función básica de todo ordenamiento constitucional: los conflictos intratemporales, que se generan y gatillan en el presente, como la necesidad de abordar un sistema de frenos y contrapesos entre los diferentes poderes del Estado, de modo que quien legisla no sea, a la vez, quien esté encargado de implementar esas leyes o solucionar conflictos sobre su aplicación; y los intertemporales, que se gatillan por el problema que decisiones adoptadas en el presente pueden generar en futuras generaciones que no existen pero que vivirán en el mismo orden constitucional50. Así como se han incorporado cláusulas de responsabilidad fiscal o instituciones autónomas que controlan la política monetaria, con el objeto de preservar la sostenibilidad económica para las generaciones futuras, podemos realizar un ejercicio paralelo para el caso del medioambiente51. En efecto, las generaciones actuales podrían adoptar un modelo de desarrollo que genere daños en el medioambiente que supongan una carga desproporcionada (o un daño no compensado) para futuras generaciones, cuestionando a su vez la estabilidad de la democracia constitucional. Esta es, quizás, la forma paradigmática de pensar en la constitución como el conjunto de límites de lo políticamente posible con el objeto de proteger no sólo los derechos fundamentales de quienes existen en la actualidad, sino de los intereses de quienes nos sucederán en el futuro, aunque no sean actuales titulares de derechos fundamentales. El problema que plantea Tushnet es que se pueden identificar una gran cantidad de estos conflictos, lo que puede generar que las instituciones que protegen la democracia constitucional terminen absorbiendo una gran cantidad de asuntos de política pública52.

Por último, en el constitucionalismo del Antropoceno parece fundamental pensar en las constituciones más allá de las diversas funciones que están llamadas a cumplir. El constitucionalismo del Antropoceno supone referirse al modo en que estas funciones pueden efectivamente desplegarse y al grado de legitimidad y cohesión social que requiere el tipo de sacrificios, renuncias o deberes implicados en la lucha contra los problemas de esta nueva era geológica. Considerando el contenido y el sentido político de los textos constitucionales, los términos o palabras que ocupe una constitución tienen un contenido expresivo, es decir, envían mensajes acerca del modo en que comprendemos la unidad política de una comunidad determinada. De ahí que la discusión sobre los términos que vayan a incluirse en un texto constitucional implique un estudio sobre las emociones o afectos constitucionales, sobre el modo en que una constitución vincula afectivamente a los miembros de una comunidad política: más allá de los vínculos jurídicos y las consecuencias institucionales, ¿qué es lo que une afectivamente a los miembros de una comunidad política?53 La referencia emocional, afectiva o simbólica de una constitución pueden ser problemas o desafíos comunes que se avecinan en el horizonte, que nos vinculan por estar todos igualmente afectados por un problema, o por la necesidad de asumir colectivamente un desafío como una comunidad y no como la mera suma de existencias individuales54.

Considerando estas cinco premisas básicas para hacer política constitucional del Antropoceno, es fundamental reflexionar sobre aquellas cuestiones que pareciera preferible tratar o abordar en una discusión de carácter constitucional y referirse a los desafíos propios de la regulación constitucional.

2.4. La regulación constitucional del Antropoceno

Las formas concretas en que una constitución se articula dependen de las diferentes funciones que las constituciones cumplen. De acuerdo con ciertas concepciones clásicas, como las del contractualismo, las constituciones contienen el contrato social sobre el cual se erige la autoridad política o se constituye una comunidad, mientras que el constitucionalismo de nuestra era avanzó la idea de que las constituciones son el repositorio de los límites al poder político55. Desde visiones más cercanas a la ciencia política, las constituciones cumplen el rol de garantizar la estabilidad y supervivencia del sistema político al impedir, a través del diseño institucional, que aquellos que tienen poderes de desestabilización puedan efectivamente usarlos56. Recientemente, la teoría constitucional ha destacado otras dos funciones: por una parte, la constitución supone un arreglo para la distribución del poder, coordinando competencias tanto entre los órganos del Estado como entre éstos y la ciudadanía, constituyendo verdaderos arreglos institucionales, entendidos estos como la división del trabajo entre diversos procesos de toma de decisiones regladas57; por otra parte, las constituciones contienen este tipo de arreglos institucionales no de cualquier manera, sino en base a objetivos comunes que contienen la “hoja de ruta”, la “carta de navegación” o la “misión, visión y valores” de un determinado arreglo58.

En base a estas dos últimas funciones, en esta sección avanzaremos las que creemos son las cuestiones fundamentales que deben ser abordadas en la regulación constitucional del Antropoceno. El desafío radica en la complejidad, magnitud, ritmo y visibilidad que tiene este fenómeno respecto de otras urgencias más tangibles, identificables y abordables, como la pobreza o la falta de acceso a servicios básicos. En concreto, y considerando lo señalado a propósito del marco epistémico del constitucionalismo del Antropoceno, nos referiremos a la necesidad de que la regulación constitucional aborde la relación entre el ser humano y el medioambiente desde una doble perspectiva: primero, considerando que la constitución es un arreglo para la distribución de competencias institucionales de acuerdo con objetivos o fines sustantivos que deben estar orientados a la eficacia, esto es, a la necesidad de hacerse cargo de estos desafíos; por la otra, a la necesidad de que los fines sustantivos de los arreglos institucionales se hagan cargo del grado de cohesión social y de solidaridad que se requieren para abordar los desafíos comunes de esta nueva era geológica. Según esta doble perspectiva, sostendremos que la regulación constitucional del Antropoceno debe ir más allá del discurso de los derechos, hasta ahora la forma predilecta de abordar los impactos negativos de la actividad humana sobre el medioambiente. A través del análisis institucional comparado, entendido como una metodología para evaluar los méritos y desventajas de optar por un arreglo institucional sobre otro para abordar fenómenos como el del cambio climático, defenderemos la necesidad de pensar en innovaciones constitucionales apropiadas a los desafíos del Antropoceno59. Sin embargo, el abrazar esta perspectiva institucional de la constitución no implica negar los afectos o las emociones constitucionales que se requieren para enfrentar desafíos que afectan a todos, aunque no en el mismo grado.

En primer lugar, y como lo ha señalado diversa literatura reciente, es importante dejar atrás el discurso de los derechos como marco predilecto del constitucionalismo ambiental para abordar los efectos negativos de la actividad humana sobre el medioambiente60. Si bien la conexión entre derechos humanos y la protección del medioambiente se ha consolidado y evolucionado hasta incluso reconocer a la Naturaleza como titular de derechos61, la realidad ha mostrado que este este discurso no sido adecuado para ralentizar el rápido avance de los problemas que acercan a la humanidad a sobrepasar los “límites planetarios”, el punto de no retorno, o el momento en el cual ya no es posible seguir sosteniendo la reproducción de la vida en la Tierra de acuerdo con los ritmos actuales62. Hasta el momento, la principal respuesta del “constitucionalismo ambiental” ha sido doble: por una parte, consolidar y reforzar el derecho a vivir en un medioambiente sano, y modificar las formas de comprender este mismo, desde un paradigma antropocéntrico, que considera a la naturaleza como un instrumento al servicio de intereses humanos, a un paradigma ecocéntrico, que incluye la consideración de la Naturaleza como titular del derecho a su propia protección, como sucede en el caso de las constituciones de Bolivia y Ecuador63; por la otra, a través del reconocimiento de que los problemas medioambientales afectan transversalmente a un cúmulo de derechos fundamentales ampliamente reconocidos en el constitucionalismo contemporáneo64. Si bien el reconocimiento de derechos humanos pertinentes ha servido para tener mejores marcos institucionales para la protección del medioambiente, o ha permitido adjudicar conflictos judiciales de una manera favorable al medioambiente, no ha servido para abordar con urgencia y eficacia los problemas propios del Antropoceno. Por ello, si bien la conexión entre la degradación ambiental y la afectación a la titularidad y el goce de diversos derechos humanos parece evidente, como se ilustra en cualquier foro institucional que ha debido abordar esta relación, la insuficiencia de esta respuesta institucional parece aun más65. El discurso de los derechos ha sido fácilmente acomodado en el marco de un concepto de desarrollo sostenible, que implica posicionar la protección del medioambiente en el mismo nivel que la necesidad de un desarrollo económico que pueda, a su vez, satisfacer la realización de otros derechos, principalmente sociales66. El ejemplo de las causas o litigios en materia de cambio climático ilustran bien esta limitación: según un reciente estudio que mapea estos litigios a nivel global, sólo una minoría de ellos ha obtenido resultados satisfactorios haciendo referencia a derechos fundamentales, sin considerar otros en que estas referencias han servido para contrarrestar las demandas que atribuyen responsabilidad a los actores privados por su impacto en la emisión de gases de efecto invernadero67. Si bien el discurso de los derechos humanos ha servido crecientemente para mejorar la posición de los litigantes en casos que pretenden mitigar los efectos dañinos sobre el cambio climático, no ha sido capaz de generar reformas estructurales o que supongan una solución que aborde la complejidad del fenómeno.

La complejidad de una discusión constituyente durante la era del Antropoceno es de una magnitud que no puede resolverse únicamente a través de reforzar el derecho a vivir en un medioambiente sano, incluyendo el derecho a no sufrir los efectos adversos de la actividad humana sobre la tierra. Como señala Marie Petersmann, el discurso de los derechos humanos, por más que se presente de formas diversas, está fundamentalmente sujeto a estructurar binariamente los conflictos, entre víctimas (titulares de derechos) y Estados (destinatarios de deberes), canalizando todo a una suerte de “teatro” de buenos y malos68. Los problemas que derivan del Antropoceno sugieren entender a las víctimas como coafectadas por un mismo fenómeno y a los destinatarios de estos deberes como sujetos obligados solidariamente por los desafíos, imagen que no cuadra con el marco deóntico que presenta la lógica de los derechos humanos. Por otra parte, y por más avances que existan en el último tiempo en torno a la extraterritorialidad, las coordenadas de territorios fijos que constriñen la jurisdicción estatal bajo el derecho internacional de los derechos humanos no dan cuenta de las implicancias transfronterizas y no estáticas entre estados y actores no estatales69. Además, el discurso de los derechos humanos, enfocado principalmente en castigar las violaciones a estos con un carácter retrospectivo, constriñe la necesidad de pensar en el futuro con escalas y magnitudes no imaginadas hasta ahora70. Si a ello sumamos la exigencia de identificar y probar una causalidad entre el victimario, la violación y la víctima, entonces se hace difícil pensar en cómo el discurso tradicional de los derechos humanos es capaz de abordar el tipo de cuestiones que se suscitan en el Antropoceno. En este sentido, la principal pregunta es si acaso podemos pensar en una justicia ambiental relacional antes que dicotómica en torno a las interacciones entre ser humano y naturaleza, si acaso podemos pensar en una justicia ambiental que vaya más allá de una mera compensación entre contaminadores y contaminados que debe ser restaurada o redistribuida71.

En segundo lugar, para considerar las formas de regulación constitucional del Antropoceno, es importante dejar de considerar a la Constitución como cualquier otra norma jurídica, sólo que de mayor jerarquía. En otras palabras, deberíamos aprender de las falencias, sobre todo en el marco de otras experiencias latinoamericanas en que, con buenas intenciones, la regulación constitucional ambiental no surte el efecto deseado por carecer de un diseño de ejecución y otorgamiento de poderes adecuados72. Así, por ejemplo, la Constitución ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009 hablaron de los derechos de la madre tierra o de la Naturaleza pero sin generar los poderes sociales necesarios para que esa titularidad sea efectiva, ni mucho menos representar un contrapoder suficiente ante un modelo de desarrollo basado en el capitalismo extractivo73. De algún modo, el proceso constituyente chileno no es solamente el primero que deberá enfrentar el desafío de redactar una constitución en la era del Antropoceno o en el marco de una verdadera “emergencia climática”, sino el primero de la región que se hará en un contexto de profunda frustración con las aspiraciones o ambiciones constitucionales de la era reciente. En la medida en que las constituciones son textos jurídicos con consecuencias institucionales, las palabras que ocupe una constitución son particularmente importantes. Lo que diga, la forma en que lo diga, y lo que no diga una constitución son cuestiones de extrema importancia para un análisis institucional del derecho, que supone que todo tiene una consecuencia institucional74. Si las instituciones no son otra cosa que procesos de toma de decisiones, entonces las constituciones son, por definición, un conjunto de decisiones acerca de qué procesos de toma de decisión serán adecuados para abordar los distintos asuntos del poder. En este registro, por tanto, nos encontramos con constituciones que dejan la mayor parte de la determinación de los asuntos que ella aborda a los acuerdos políticos que puedan tener lugar en el parlamento, mientras otras hacen un detallado delineamiento de los ámbitos de competencia que puedan corresponder a la administración en determinadas materias. Hoy en día, además, debemos agregar arreglos constitucionales que entregan la determinación del alcance y sentido de los compromisos constitucionales a foros o instancias judiciales. De ahí que tanto las palabras como los silencios de la Constitución tienen profundas consecuencias institucionales, dependiendo de cuáles sean las “instituciones” encargadas de desarrollar esas palabras o llenar esos silencios. En este contexto, las palabras que se utilizan son de extrema relevancia, considerando las consecuencias institucionales que tienen en los distintos arreglos constitucionales. No es lo mismo utilizar una u otra palabra, dependiendo de si ella será desarrollada por un complejo acuerdo político, o por un foro judicial destinado a resolver conflictos jurídicos determinados. Llegados a este punto, ¿qué debería contener una constitución, como la que se está discutiendo en Chile, para abordar los problemas que supone vivir en esta nueva era geológica que no podemos obviar?

2.5. Fundamento constitucional del rol del Estado

La primera y más importante norma del constitucionalismo del Antropoceno supone una transformación significativa de la concepción del Estado. Si bien las ciencias jurídicas han desarrollado un concepto de Estado puramente formal, llegando incluso a considerarse como un sinónimo del sistema jurídico75, el derecho constitucional ha avanzado hacia concepciones más sustantivas, que sujetan al Estado a la servicialidad de la persona o, en tiempos recientes, al desarrollo de las ideas contenidas en los derechos humanos76. Hoy en día, vivir en un Estado de Derecho, significa no solamente la virtud de sujetar la resolución de conflictos a partir de normas que se reconocen por ciertas formas, sino por un arreglo institucional sujeto al cumplimiento de ciertos fines. Que vivamos en la era del Antropoceno supone que el Estado, como la institución que gobierna nuestros asuntos comunes, está sujeta, obligada o determinada a enfrentar los problemas del mismo, transformando no sólo la finalidad del Estado sino su propia identidad. De ahí que diversos autores sostienen la necesidad de avanzar hacia un “Estado Ambiental de Derecho”, que supone diferentes dimensiones77. En primer lugar, implica el reconocimiento de que la protección del medioambiente requiere sujetarse a normas jurídicas que sean efectivas. En otras palabras, esta primera dimensión implica que la protección del medioambiente no puede quedar entregada, en último término, a arreglos sociales que no supongan la posibilidad de imponer ciertas conductas con un grado importante de coerción, lo que sólo podría lograrse a través de normas jurídicas78. Una segunda dimensión supone que el Estado no sólo está al servicio de la persona humana, pues el medioambiente tiene un valor independiente y no meramente instrumental a la satisfacción de intereses humanos79. Ello implica que el Estado debe proteger el medioambiente aunque no existan intereses humanos, tangibles o inmediatos, que puedan verse afectados. Además, esta segunda dimensión deriva en que todas las ramas del aparato estatal deben estar involucradas en esta gran tarea80. De ahí que se habla de la necesidad de que todos los actos estatales vengan prevenidos no sólo por las formas de financiamiento sino por una evaluación del impacto ambiental, aunque no existan intereses visibles que puedan ser afectados, evitando la fragmentación o compartimentalización de la protección del medioambiente81.

En este escenario, un “Estado de Derecho Ambiental” implica la realización de los fines de la protección del medioambiente a través de arreglos institucionales sostenidos por la fuerza estatal. Sin embargo, como señalamos antes, los problemas del Antropoceno tienen un grado de impredictibilidad, dinamicidad y complejidad que cuestionan la idea de sujetar la protección de la naturaleza a normas jurídicas caracterizadas únicamente por el grado de predictibilidad y certeza que proveen a los sujetos normados. Los problemas del Antropoceno se caracterizan por ser un “blanco cambiante”, caracterizados por la imposibilidad, al menos en un sentido significativo, de alterar las “leyes de la naturaleza”82. Al mismo tiempo, si bien existe suficiente evidencia científica del impacto de la actividad humana sobre el medioambiente, los efectos no son lineales, de modo que las consecuencias negativas o los problemas pueden aparecer de manera intempestiva o como resultado de procesos multifactoriales83. Peor aun, los problemas medioambientales muchas veces no son visibles ni son susceptibles de ser percibidos por los seres humanos hoy. De ahí que la regulación debe hacer visibles problemas invisibles, lo que a veces requiere actuar teniendo como único soporte el conocimiento científico84. Considerando las características de estos problemas, el paradigma del “Estado de Derecho Ambiental” supone no sólo una nueva finalidad o servicialidad del Estado, sino una transformación del ideal mismo del “Estado de Derecho”.

Para analizar esta transformación, es útil referirse al análisis institucional comparado, que implica considerar las ventajas y desventajas de entregar la realización de un fin a un determinado proceso institucional antes que a otro, cuestión que requiere hacerse cargo del modo de actuación de los diversos foros institucionales. Esta metodología, además, implica considerar procesos institucionales que van más allá del Estado85, y que se acercan hacia un modelo de gobernanza policéntrica de los problemas del Antropoceno, constituidos por una red de procesos institucionales (compuestos de normas, procedimientos, participación, etc), dotados de autoridad y coordinados hacia fines comunes, en este caso, los principios de justicia ambiental con dimensiones intergeneracionales86. El modelo policéntrico, en este contexto, supone diversas instancias “superpuestas e interconectadas”, que se involucran en el gobierno de los problemas del Antropoceno, y que permite ir más allá de la “tradicional dicotomía entre regulación estatal y libre mercado”87.

En primer término, el análisis institucional comparado requiere hacerse cargo de la dimensión política, de las condiciones de legitimidad democrática que se requieren para enfrentar problemas que afectan a todos, y distribuir las cargas que ello supone de manera igualitaria y no arbitraria. Si los problemas del Antropoceno conllevarán a una intervención regulatoria masiva, como pronostican Kotzé y Biber, ello implica desplazar las energías hacia la legitimidad democrática de las restricciones, limitaciones o privaciones de libertades que hoy en día asumimos como dadas88. En este sentido, un arreglo constitucional debe considerar la necesidad de sujetar estas limitaciones a la legitimidad democrática y formal de la que goza la ley como la principal fuente formal del derecho. En las democracias constitucionales, la ley goza de legitimidad democrática porque, de algún modo, es la propia comunidad política la que se autoimpone límites a los intereses que ha considerado como fundamentales, pero además goza de legitimidad formal, porque se aplica por igual a gobernantes y gobernados, y porque goza de las características formales que le otorgan al derecho una suerte de moralidad interna89.

En segundo lugar, y considerando la particularidad de los problemas del Antropoceno, el análisis institucional comparado implica una relativa preferencia por ubicar la realización del interés del “Estado de Derecho Ambiental” en sus órganos administrativos, que no sólo cuentan con el soporte técnico o científico de avizorar problemas que muchas veces no son visibles para la representación político-electoral, sino la capacidad de considerar la diversidad de intereses que, en diferentes intensidades, están en juego en todos los niveles del Estado en el caso de conflictos ambientales (policentricidad), y que los hace, en principio, no susceptibles de solución judicial90. A pesar de que no contamos con una detallada comparación de las capacidades institucionales, informada por investigaciones empíricas que permitan construir un adecuado diseño institucional del “Estado Administrativo Ambiental”, los problemas del Antropoceno exigen priorizar una regulación eficaz respecto de un fenómeno en que, si bien existe cuantiosa información científica disponible, muchas veces ésta no es concluyente, o respecto de problemas que, como dijimos, no son visibles en el corto o mediano plazo, o que se producen como efectos no lineales de conductas humanas y fenómenos naturales. Además, las agencias administrativas están sujetas a mayores instancias de rendición de cuentas cuando se las compara con un cuerpo judicial compuesto por funcionarios no electos y que tienen estabilidad permanente en sus cargos, y están en constante contacto con los sujetos afectados por sus decisiones91. Para Weis, el rol del ejecutivo otorga mayor flexibilidad y universalidad a la realización de los fines de protección del medioambiente, a diferencia de lo que ocurre con la casuística que implica una protección vía judicial92. Además, reservar al Poder Ejecutivo un rol fundamental en la realización de estos fines cumple con estándares de accountability, en el sentido de reacción a las necesidades y valores sociales imperantes; de expertise, en el sentido de acceso y análisis de información compleja; y, por último, de la flexibilidad que se requiere para cambiar objetivos y políticas en base a nueva información o a diversas necesidades sociales cambiantes93.

Por otra parte, considerando que siempre pueden existir falencias en los procesos legislativos y administrativos que afecten intereses de minorías “discretas e insulares”, o que afecten derechos fundamentales, parece necesario resguardar un lugar para las cortes en la protección medioambiental94. En otras palabras, siempre debe existir la posibilidad de intervención judicial cuando existan problemas que afecten a los otros procesos institucionales. Si bien esta posición puede estar relegada a una “segunda línea”, el análisis institucional comparado considera a los foros judiciales como instancias privilegiadas para, por ejemplo, solucionar conflictos de competencia entre las agencias, sobre todo considerando los problemas que puede suponer una gobernanza policéntrica de actores coordinados horizontalmente95. Además, las cortes siempre deben retener un rol en la supervisión de los otros procesos de decisión, especialmente para prevenir que se encuentren capturados o que no respeten las potestades pertinentes. Por último, las cortes pueden retener un rol en el control de la eficacia de la actuación de la administración, de modo de impedir que los problemas del Antropoceno no tengan una debida respuesta. La sola posibilidad de que las cortes revisen la actuación administrativa de las agencias las hacer estar más conscientes de este tipo de problemas96.

Por último, el análisis institucional comparado del Antropoceno debe contemplar la posibilidad de que procesos institucionales de carácter social puedan tener ciertas ventajas relativas. Esta opción implica enfrentar las dificultades u obstáculos que pueda tener el Estado en la recolección o gestión de información pertinente, o en la coordinación de las actividades de fiscalización. Por el contrario, procesos institucionales en manos de comunidades, como aquellos insertos en el conocimiento ancestral o comunitario de ciertos pueblos indígenas, pueden tener mejores grados de cumplimiento producto del nivel de legitimidad o cohesión que se requiere en el enfrentamiento de los problemas derivados del Antropoceno97. Siguiendo a Ostrom, algunos sostienen la necesidad de “visibilizar y valorizar las numerosas experiencias locales de manejo sustentable y autónomo de los diferentes recursos comunes, arreglos que pueden ser más eficientes, ya sea de la dirección centralizada y autoritativa del Estado, como de la coordinación descentralizada del mercado, y que podrían verse destruidos justamente por intentos ciegos orientados a centralizar o privatizar la gestión ambiental”98.

Considerando lo señalado hasta aquí, la regulación concreta que proponemos debe estar influida por la necesidad de que la distribución de competencias entre los diversos procesos institucionales esté encaminada a la mejor realización de los fines o de los desafíos que plantean los problemas del Antropoceno. En lo que sigue, y considerando nuestra postura de ir más allá de un discurso de los derechos, no nos vamos a referir tanto a la articulación concreta del derecho a vivir en un medioambiente ni a una específica distribución de potestades en el nuevo Estado Administrativo o a una configuración institucional que realice la nueva forma de Gobierno. En concreto, proponemos una cláusula que pueda especificar las características esenciales de lo que significa vivir en un “Estado de Derecho Ambiental” y que provea de soporte constitucional de carácter general y transversal a la intervención estatal requerida para coordinar un modelo policéntrico eficaz, flexible y adecuado a los desafíos del Antropoceno. En procesos constituyentes recientes a nivel comparado, se pueden encontrar ejemplos de cláusulas que entregan este soporte, como en el caso de la Constitución de Cuba (2019), en que se sostiene que el Estado “promueve la protección y conservación del medio ambiente y el enfrentamiento al cambio climático”, o la de Ecuador (2008), que obliga al Estado a adoptar “medidas adecuadas y transversales para la mitigación del cambio climático, mediante la limitación de las emisiones de gases de efecto invernadero, de la deforestación y de la contaminación atmosférica; tomará medidas para la conservación de los bosques y la vegetación, y protegerá a la población en riesgo”99. Más allá de estos ejemplos, consideramos adecuado adaptar el artículo 20a de la Ley Fundamental de la República Federal Alemana, que señala que “[e]l Estado protegerá, teniendo en cuenta también su responsabilidad con las generaciones futuras, dentro del marco del orden constitucional, los fundamentos naturales de la vida y los animales a través de la legislación y, de acuerdo con la ley y el Derecho, por medio de los poderes ejecutivo y judicial”100. Como se desprende de su tenor literal, la protección de los “fundamentos naturales de la vida y de los animales” debe realizarse a través de las diversas actividades estatales, resguardando un rol general de coordinación y de legitimación a la ley. Si bien la idea de los “fundamentos naturales de la vida” parece acercarse a una dimensión antropocéntrica, también puede interpretarse como un deber de proteger todas las formas de vida. Además, como se observa en la parte final, se deja en claro que todos los poderes del Estado deben concurrir a la protección de estos fines en el ámbito de sus competencias.

2.6. Deberes individuales

Como señalamos antes, el advenimiento de la era del Antropoceno ha estado marcado por la insuficiencia del discurso de los derechos. Sin abandonar la importancia de considerar a los derechos como intereses fundamentales que deben tener un peso específico en el razonamiento o en la deliberación de las decisiones y políticas públicas, es crucial revitalizar la posición que debieran ocupar los deberes o las obligaciones individuales y colectivas en la teoría constitucional del Antropoceno. Si bien existe toda una tradición republicana que ha intentado revitalizar la importancia que tienen los deberes en una comunidad política, es un hecho que la era actual parece más bien dominada por un discurso de los derechos: cada nueva demanda, cada nuevo interés digno de ser protegido, cada nuevo problema parece abordarse ya sea creando nuevos derechos, expandiendo la titularidad de derechos ya existentes, o mejorando las garantías para propender a la efectividad de los mismos101. Sin embargo, los recientes desarrollos teóricos que han derivado en la necesidad de otorgar o atribuir derechos a la Naturaleza en el marco de paradigmas ecocéntricos no han generado los impactos positivos esperados ni el sentido de urgencia con el que debiéramos responder a los desafíos que plantea el Antropoceno102. La importancia de los deberes ambientales ha sido reconocida ampliamente en la literatura, e incluso ha permeado en ciertas instancias institucionales, aunque la mayor parte de los esfuerzos ha estado puesta en la responsabilidad internacional de los Estados o de organizaciones internacionales de “proteger” (R2P) o de contribuir a la preservación del medioambiente más allá de los criterios de reciprocidad internacional103. En cuanto a los deberes individuales o comunitarios que pesan sobre las personas y sociedades se puede citar el antecedente del borrador del Estatuto de la Agencia Internacional del Medioambiente y de la Corte Internacional del Medioambiente, presentado en la Conferencia de Rio (1992), que partía su articulado señalando que “todos tienen el derecho fundamental al medioambiente y un deber absoluto de preservar la vida en la Tierra para el beneficio de las generaciones presentes y futuras”104. En el constitucionalismo latinoamericano, diversos ordenamientos han reconocido la importancia de los deberes ambientales, aunque no se ha reflexionado mayormente acerca de sus alcances ni de su impacto105. A pesar de que parece una obviedad recordar que el reconocimiento de derechos conlleva la creación de deberes u obligaciones correlativas, la importancia política o la presencia en el discurso público de los últimos no ha sido debidamente atendida106. Como ha señalado Burdon, el Antropoceno nos obliga a asumir mayores responsabilidades que derivan del reconocimiento del amplio poder que tienen las actividades humanas, amplificadas por la tecnología y el conocimiento científico, de modificar e impactar en los sistemas socio-ambientales107. En este escenario, recuperar el sentido político de los deberes puede acercarnos a una visión antropocéntrica que, antes que considerar al ser humano como un ser superior en términos morales o cuya importancia lo pondría en la cúspide, parte de la base del poder que tenemos para afectar la Tierra en que vivimos y compartimos con otras formas de vida108. Reconocer que habitamos un mismo planeta con otras formas de vida nos debería llevar a recuperar la importancia que tienen los deberes y vínculos recíprocos para el soporte de nuestra existencia común109.

2.7. Obligación constitucional de cooperar internacionalmente

Como señalamos antes, el carácter planetario de los problemas del Antropoceno supone la necesidad de articular soluciones a través de procesos institucionales de carácter transnacional. El derecho internacional público ha reconocido diversas obligaciones internacionales de los Estados de cooperar entre ellos y con organizaciones internacionales para encontrar soluciones a problemas como el del cambio climático. Sin embargo, si bien el incumplimiento de esta obligación puede generar instancias de responsabilidad internacional de los Estados, es importante ratificar esta obligación a nivel constitucional, de modo que existan mecanismos que permitan exigir esta obligación en el orden interno. En una reciente sentencia, el Tribunal Constitucional alemán consideró que el ya citado artículo 20a de la constitución alemana contiene, de manera implícita, la obligación del Estado alemán de cooperar internacionalmente para adoptar las medidas de protección climática que permitan sostener lo “fundamentos naturales de la vida” para futuras generaciones110. Si la única manera de que las acciones nacionales para la protección climática tengan efecto es a través de la cooperación y de acuerdos internacionales, entonces esta última obligación tiene una dimensión constitucional insoslayable. En esta misma línea consideramos a la Constitución cubana de 2015, que obliga a la República a enfrentar el cambio climático como cuestión fundamental de su política exterior y relaciones internacionales, algo único a nivel comparado.

3. Conclusiones y propuesta

Finalizaremos con algunas reflexiones que nos permitan hacer una propuesta de cláusula general para abordar los problemas del Antropoceno en el nuevo orden constitucional. Partiendo de las premisas del marco epistémico para pensar en “lo constitucional” en esta nueva era geológica, y la necesidad de que la regulación constitucional se haga cargo de la insuficiencia del discurso de los derechos y de generar las condiciones para actuaciones políticas eficaces que cuenten con la debida legitimidad democrática, proponemos la incorporación de una cláusula como la siguiente:

Chile es un Estado de Derecho Ambiental.

Las personas, comunidades y pueblos que habitan en Chile tienen el deber individual y colectivo de proteger el medioambiente para las generaciones presentes y futuras.

Todos los órganos del Estado, en el ámbito de sus competencias institucionales, deberán proteger coordinada y eficazmente el medioambiente y los fundamentos naturales de la vida para las generaciones presentes y futuras.

El Estado tiene la obligación de cooperar internacionalmente con otros Estados, organizaciones internacionales y otras entidades en la protección del medioambiente.

En el primer inciso incorporamos el concepto de Estado de Derecho Ambiental, aunque sin negar la posibilidad de que dimensiones simbólicas o afectivas puedan ser incorporadas a través de un preámbulo que incluya la relevancia de hacer un proceso constituyente en un contexto de emergencia climática. En el inciso segundo, hemos articulado deberes individuales y colectivos que recaen tanto en los individuos como en comunidades y pueblos, considerando la importancia política de los deberes, que pueden asumir diversas formas. En el inciso siguiente, y siguiendo el ejercicio de análisis institucional comparado realizado, hemos propuesto una disposición constitucional que otorgue pleno respaldo a una actuación coordinada y eficaz que permita el mejor despliegue posible de las capacidades institucionales de los diferentes procesos de toma de decisión. En específico, la primacía de cada uno de esos procesos dependerá de otras cuestiones que van a debatirse en el proceso constituyente, como la reserva legal, el ámbito de la potestad administrativa y/o la configuración institucional de las nuevas potestades de control de constitucionalidad y de legalidad de la administración. Por ello, hemos dejado una cláusula lo más general posible, pero que entregue pleno respaldo al rol del Estado para abordar los problemas del Antropoceno. Por último, hemos propuesto incluir una disposición que reafirme lo que ya existe a nivel del derecho internacional público, que obliga a los Estados a cooperar internacionalmente para proteger el medioambiente111.

Lo que hemos defendido aquí dista de ser una desvalorización del discurso los derechos, ya sea del fortalecimiento de derechos medioambientales, de la vinculación de la degradación medioambiental con la vulneración de derechos humanos, del avance en la protección ambiental a partir del ejercicio de derechos procedimentales y sustantivos, o de la extensión de la titularidad de derechos fundamentales a la Naturaleza. El discurso de los derechos ha sido fundamental tanto en la crítica del orden constitucional en retirada como en la articulación de nuevas demandas, incluyendo interesantes debates a propósito de la protección medioambiental. En este trabajo hemos querido ir más allá, y aportar una visión del constitucionalismo del Antropoceno que permita al proceso político y a los diferentes procesos institucionales abordar los problemas de esta nueva era geológica con un grado importante de legitimidad democrática, cohesión social y eficacia que permita proteger tanto los intereses de las generaciones presentes, futuras y, en último término, la existencia misma de la democracia constitucional.

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Normas jurídicas citadas

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Jurisprudencia citada

Tribunal Constitucional Alemán: Neubauer, et al . v. Alemania, abril de 2021, párrafos 199 y ss. [ Links ]

1 Wallace (2019).

2Ruzek (s/a).

3Waters et al. (2016).

4Powell (2020).

5Artículo 1.2 de la Convención Marco de Las Naciones Unidas Sobre el Cambio Climático.

6Harvey (2021).

7[Disponible en: https://bit.ly/33RWYIO].

8Biber (2019), p. 3.

9Ackerman (1991), p. 3.

10Petersmann (2020).

11Ackerman (1991).

12Rousseau (2011).

13Purdy (2015), p. 25.

14Petersmann (2018).

15Weis (2018), p. 839.

16Weis (2018), p. 840.

17Savaresi y Setzer (2021).

18Boyd (2011), p. 252.

19Boyd (2018), p. 29. Véanse, por ejemplo, casos recientes en Alemania, Bélgica, Francia y Holanda. [Disponible en: https://bit.ly/3tloyaC].

20Boyd (2018), p. 29.

21Jeffords y Gellers (2018).

22Weis (2018), p. 846.

23Weis (2018), p. 848.

24Bermúdez (2015), p.114.

25Guilofff (2011), p. 148.

26Véase un resumen de estas interpretaciones en Guiloff y Moya (2021), pp. 900-903.

27Bermúdez (2015), p. 123.

28Guiloff y Moya (2019), p. 900.

29Esborraz (2016).

30Guiloff (2011), p. 162.

31Navarro (1993), p. 601.

32Aguilar (2016), pp. 376.

33Galdámez (2018), pp. 75.

34Biber (2019); Purdy (2015); Viñuales (2016).

35Purdy (2015), p. 30.

36Stockholm Resilience Centre (2021).

37Mann y Wainright (2020).

38Véase, por ejemplo, el razonamiento que en tal sentido adoptó el Tribunal Constitucional Alemán en Neubauer, et al. v. Alemania.

39Viñuales (2016).

40Fraser (2015).

41Harvey (2021).

42Billi et al (2020), p. 11.

43Kotzé (2014), p. 260.

44Acuerdo de París, artículos 2 y 4.

45Hasta el momento, solo se conocen acuerdos regionales que reconocen este derecho.

46Kotzé (2014), p. 260.

47Burdon (2020); Mann y Wainright (2018).

48Viñuales (2016).

49Biber (2019), p. 4.

50Tushnet (2020), p. 98.

51Howarth (2011), p. 345.

52Tushnet (2020), p. 99.

53Sajó (2011).

54Petersmann (2020).

55Elkins, Ginsburg y Melton (2009), p. 38.

56Hardin (2013).

57Komesar (2013).

58King (2013).

59Komesar (1997).

60Burdon (2020); Petersmann (2019).

61Gellers (2020).

62Kotze (2020).

63Gellers (2020).

64Véase, por ejemplo, Opinión Consultiva 23/17 sobre Medio Ambiente y Derechos Humanos, de 15 de noviembre de 2017, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

65Burdon (2020).

66Petersman (2019).

67Savaranesi y Setzer (2021); Petersmann (2019).

68Mckinnon y Petersmann (2020).

69Kotzé (2014), p 260.

70Kennedy (2002).

71Viñuales (2016).

72Gargarella (2013).

73Berros (2017).

74Komesar (2013).

75Kelsen (2012).

76Tamanaha (2000).

77Voigt (2013); Aranda (2013).

78Bugge (2013), p. 11.

79Bugge (2013), p. 12.

80Billi et al. (2020).

81Informe “Nuestro futuro común” de la Comisión de Medio Ambiente y Desarrollo de la ONU, [Disponible en: https://bit.ly/3GLsR4i].

82Bugge (2013).

83Billi et al. (2020).

84Viñuales (2016).

85Billi et al. (2020), p. 14.

86Billi et al. (2020), pp. 11-12.

87Billi et al. (2020), p. 13.

88Kotzé (2020) y Biber (2019).

89Fuller (1969).

90Fuller (1978).

91Eskridge (2013), p. 426.

92Weis (2018).

93King (2012).

94Hart (1984).

95Eskridge (2013), p. 426.

96Eskridge (2013), p. 438.

97Galdámez y Millaleo (2020).

98Billi et al. (2020), p. 16.

99De acuerdo con un análisis comparado, en solo cinco países se considera el “cambio climático” como un problema explícito a ser abordado de manera obligatoria por el Estado. Coddou (2021).

100Artículo 20a de la Ley Fundamental de la República Federal Alemana.

101Para una crítica a la posición marginal que ocupan los deberes constitucionales en el constitucionalismo liberal contemporáneo, véase Ponce de León (2021).

102Gellers (2020).

103Viikari (2015).

104ICE Coalition, Draft Statute of the International Environmental Agency and the International Court of the Environment (1992) [Disponible en: https://bit.ly/32kUxy5].

105Ponce de León (2021).

106Moyn (2016).

107Burdon (2020).

108Burdon (2020).

109Weil (1981).

110Tribunal Constitucional Alemán en Neubauer, et al. v. Alemania, párrafos 199 y ss.

111Otra discusión, no incluida aquí, refiere a incorporar una nueva categoría constitucional de “estado de excepción ambiental”. Si bien esto podría parecer el escenario común de una era caracterizada por la “emergencia climática”, parece importante preguntarse por el valor agregado que tendría incorporar un nuevo estado de excepción constitucional que se adicione a los ya conocidos por nuestra tradición constitucional. Quizás el sentido político vendría dado por el intento de evitar un “Leviathan climático”, en que la desesperación por proteger la sostenibilidad política de la comunidad ante los desastres medioambientales implique una cesión absoluta de poder. Mann y Wainright (2018).

Received: June 30, 2021; Accepted: November 17, 2021

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