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'Maldades. Una historia de Medellín' (frg.)

 

Ilustración: Luis Loayza ©

 

Ofrecemos un fragmento de la novela Maldades. Una historia de Medellín (Sílaba, 2023). 

Puedes comprarla haciendo clic en este enlace:

https://silaba.com.co/libro/maldades-una-historia-de-medellin/ .


***

 

Yo le sonreí, le sonreí a Doble Baba con odio igual, y me empecé a tomar las cervezas, pocos conocen estos tratos con el diablo, con fruición pero con lujuria, despacio pero a tragos largos, él no decía nada, y me acabé la primera con un eructo grosero en el que pronuncié nítidamente las palabras: “Uribe malnacido”, ja. Seguí con la otra, me la tomé así, casi sin parar, jadeé con júbilo al terminar de tragármela y se me vino otro eructo largo como una rielera, otra vez: “Uribe malnacido, mil veces malnacido”, entonces él paró de comer, aunque solo iba en la mitad, y dijo “así no seguimos”, “no sigamos”, le respondí yo, se paró y se fue a la caja a pagar, yo lo dejé hacer, me empecé a beber la otra cerveza, dejar hacer, dejar matar, oí en algún lado, y de pronto… esperá, esperá yo ya sí más bien tomo aliento porque es muy bravo esto… de pronto, al mismo tiempo que empezó a sonar por los parlantes una inesperada ranchera de trompetas estridentes, veo de reojo que muy cerca de nosotros una de las niñas, lo recuerdo muy bien, que se habían sentado en las escalitas, recuerdo el instante preciso, frente al parqueadero, estaba tratando de sostener al único niño, muy pequeño, que se desmadejaba al lado suyo, como buscándola para dormir… De pronto, la cabeza del niño le estalla y le traquea partida en dos y una profusa y espesa llovizna de sangre salpica e inunda todo alrededor. Eso fue lo que yo vi, pero no fue nada notorio, sino que a la vez la niña ya estaba llamando a los gritos a la mamá, bañada en sangre y con el rostro espantado. Eso me tiene loco desde entonces, Daniel, o sano, yo ni sé. Eso me da y me quita como fuerzas, hermano, ¿necesitás que hable más, que lo haga más despacio, que lo escriba en el aire con la punta de la lengua? Bueno, son otras revelaciones… Puf, y toda una vida que se me va. Gracias por darme pie a contarlo. Lo he mantenido callado como nada más en la vida, hermano, y vos lo sabés, ah, pero no te lo podés imaginar, hijueputa, no me explico cómo es que no te escupo en la cara. Es la experiencia más aterradora por la que yo haya pasado nunca, Daniel, y lo peor es que siempre la procesión va por dentro, pero supongo que así debe ser, que si hay un destino para mí, ese ha sido este… Era como si el memorable balazo perfecto de Ángela con el revólver de papá, cuando cumplió quince años y los tíos la pusieron a disparar, hubiera cortado desde aquellas mismas veinte yardas de distancia el mismo tallito del mismo racimo de bananos en la finca de nuestra niñez, y algo, un presentimiento tétrico, se hubiera consumado. La maldad, y el absurdo. El griterío que se armó fue cosa de locos, primero los de la amiguita del niño, después los de la mamá, que era una de las cocineras del restaurante, luego los comentarios en voz alta de la gente, un individuo o tipo social que probablemente era un médico y seguramente un cómplice del clarísimo asesinato le decía con frialdad a la señora que no había nada que hacer, ella cargaba a su hijo y lo quería llevar de un lado a otro pero la cabeza era cayéndose a pedazos por ahí. Huy, hermano, lo estoy viendo otra vez, los estoy oyendo. También recuerdo cuando vos sin querer le cortaste el brazo a Filipo, nuestro primo alegador, con un machete, en la finca, ¿sí recordás?, rozando monte, el brazo blanquísimo saltando al principio en el suelo, luego el muñón dormido en un charco de sangre que se empozaba en la tierra negra, eran las quejas despavoridas iguales, su igual carrera en círculos. Al fin lo supe decir, querido Carlos Castro Saavedra, no es nunca como en la televisión, pero tampoco como en la letra decir la palabra seca. Otra imagen perdura, y el grito nunca termina, señalando siempre una puerta que se cierra y otra que se abre, uno no es nada sino el viento que se lo llevó. En medio de todo, Doble Seis regresaba fresco, inmutable, desde la caja donde había pagado el almuerzo hasta nuestra mesa, y simplemente sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa, se agachó y escribió una frase en la tarjeta que me había dado, la acercó hasta mí, en tinta verde, y gritó para que yo lo oyera bien entre la ranchera fenomenal y el bullicio estruendoso de los gritos de guerra inmemorial hecha nueva peste de sadismo infecto: “Venga pues, que lo tengo que llevar”. Yo leí la tarjeta, decía: “Ese muertico es suyo”, y sin pensarlo dos veces la rompí en pedacitos y me la comí, estela gallo franco, me la tragué, investigadora, con un esfuerzo loco, devoto, fiel. Sacudido, trataba de hacer como si no hubiera pasado nada, seguí bebiéndome la cerveza que había dejado empezada, con los ojos cerrados muy duro, me dolían todas las coyunturas. Sin bajar la botella, hacía pausas porque de pronto sentía náuseas, pero seguí engullendo la cerveza helada con la crueldad correspondiente porque el gaznate me apretaba, me la tomé toda, quedé inflado. Doble Seis ya me esperaba en el taxi. Fui al baño esquivando cuerpos agitados en torno del cadáver y su madre arrodillada y llorosa y vomité nueve litros de mierda, sangre, sudor y bilis y lágrimas dulces, saladas, amargas, ácidas, venenosas, sanativas, me salieron hasta dos fotos pequeñas por la garganta, tumultuosa pestilencia, diarrea pura por la boca a chorros, hedionda, de Clara en la primera comunión y de ella y yo comiendo cascos de papas fritas con salsa de tomate en la sala de su casa mientras veíamos inocentemente Los carabineros, una en colores, la otra en blanco y negro, ahí las dejé, chiquitas, sin vaciar el sanitario, salí estragado, babeando, con los ojos arrasados en dolor lúcido de parto demorado noches y noches, de bebé atravesado, sin mirar, tambaleándome, de bebé muerto, que se mueran todos mis hijos antes de nacer, pensé en voz baja, a no ser de que nazca la vengadora, compré un agua embotellada de productos Melaza, marca insignia de la región, con sabor a limón, pedí que me regalaran un tamal antioqueño para llevar, producto de la casa, y una mesera me lo pasó con la mirada perdida y el gesto huraño, lléveselo, la cara lavada, no me pague, los ojos rojos. Había que seguir atendiendo a la gente por orden del jefe, pero la chica estaba quemándome un rutero. Entonces me salió un eructo que era muchas veces mil el mismo eructo redoblado que me acababa de echar, y como ahora te lo digo lo grité entonces y lo diré por siempre a los cuatro y sesenta y nueve vientos, Daniel: “Uribe, no merecés la chimba que nos parió”.


 

 

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