PRÁCTICAS DISCURSIVAS DEL RACISMO EN EL PERÚ
Virginia Zavala
Michele Back (eds.)
ÍNDICE
PRÁCTICAS DISCURSIVAS DEL RACISMO EN EL PERÚ
Agradecimientos
Introducción: la producción discursiva de identidades racializadas
Virginia Zavala y Michele Back
«Somos una raza distinta que puede lograrlo todo»: emprendimiento, educación y
nuevas concepciones raciales en el Perú neoliberal
Leonor Lamas
Interacción social y racismo en el transporte público peruano
Margarita Huayhua
Procesos de racialización después de la violencia política: el discurso de
marginalidad en la comunidad de Chapi, Ayacucho
Nathalie Koc-Menard
Ideologías lingüísticas y racialización:
un estudio con alumnos de secundaria en colegios limeños
Ylse Mesía
Del racismo a la racialización:
los argumentos sobre la desigualdad en el Perú
Víctor Vich y Virginia Zavala
Desigualdades entrelazadas: repensando la raza, el género y las identidades
indígenas en el Perú andino
Florence E. Babb
«Amixer detected!». Identidades y racismo en el ciberespacio peruano
Roberto Brañez Medina
Raza y esencialismo lingüístico en el Twitter peruano
Michele Back
Prácticas racistas en la «democracia» virtual:
construyendo al «ppkausa» en Facebook
Isabel Wong
Negociaciones de peruanidad en torno a Magaly Solier y la mujer andina
Eunice Cortez
Sobre los autores
AGRADECIMIENTOS
Quisiéramos agradecer a las instituciones y personas que contribuyeron con la publicación
de este libro. A la Dirección de Gestión de Investigación de la Pontificia Universidad Católica
del Perú por el financiamiento otorgado a través de sus Proyectos Especiales. A todos los
autores, por haber colaborado permanentemente durante el proceso de edición del volumen.
Y, finalmente, a Nicolás Vargas Ugalde por su trabajo como asistente de edición y por haber
traducido el capítulo de Margarita Huayhua al español.
INTRODUCCIÓN: LA PRODUCCIÓN DISCURSIVA DE IDENTIDADES RACIALIZADAS
Virginia Zavala
Pontificia Universidad Católica del Perú
Michele Back
Universidad de Connecticut
1. LA NOCIÓN DE RAZA Y LA PERVIVENCIA DEL RACISMO
La noción de raza ha variado sustancialmente a lo largo de los siglos y sigue cambiando hoy
en día de acuerdo con las dinámicas de las sociedades. Sabemos que la idea moderna de raza
no constituye un universal humano, sino que se deriva de una historia europea de
colonización y explotación de los otros no europeos en el marco del descubrimiento de
América (Fredrickson, 2002; Hall, 1997; Manrique, 1999; Portocarrero, 1990; Wade, 2002;
entre otros). En efecto, la construcción de las razas estuvo al servicio de una sociedad
jerarquizada con un modelo económico excluyente en el que la división del trabajo se
correspondía con el color de piel de las personas (Quijano, 2000). Sin embargo, a pesar de
que existe cierto consenso sobre el hecho de que la raza fue una categoría central de la
modernidad, hay algunas polémicas sobre sus conexiones con las normas discriminatorias
que la antecedieron y, específicamente, con las clasificaciones coloniales (De la Cadena, 2000,
2004). Se ha planteado que del concepto de raza como equivalente a linaje y pureza de sangre
en el siglo XVI se pasó al racismo científico del siglo XIX y a la idea de que existen diferentes
tipos raciales (y de personas) sobre la base de su fenotipo. En todo caso, la raza como una
idea supuestamente científica y el racismo como una práctica socialmente regulada presentan
una diversidad de formas según los diferentes contextos históricos y ello constituye un
desafío para los investigadores.
En los últimos años ha surgido una confusión en torno a la categoría de raza, que podría
remitirse a la genealogía histórica del concepto (Alcoff, 2006). Ahora sabemos que la raza es
una construcción social y que las categorías raciales no corresponden con diferencias
biológicas significativas. También sabemos que las categorías raciales tienen límites fluidos,
deben entenderse de forma contextualizada y han cambiado a lo largo de la historia. Como
consecuencia de esta forma de entender la raza, muchas personas piensan que esta no es real;
y que si no usáramos términos raciales, ya no habría racismo en nuestras sociedades.
En este libro, vamos a defender la idea de que la raza sí es real, aunque su realidad es interna
a ciertos esquemas discursivos que a su vez dependen de la práctica social (Alcoff, 2006). En
el marco del escepticismo contemporáneo en torno a la raza como un tipo natural, igual nos
topamos con la realidad social de la raza y de las identidades racializadas; y con su gran
relevancia política, sociológica y económica. Lo que queremos señalar es que la raza como
construcción social tiene consecuencias reales en las prácticas sociales y en el funcionamiento
del mundo contemporáneo. Así, por ejemplo, tiene consecuencias claras sobre la
contratación de personal en empresas, las oportunidades de estudiantes en diferentes niveles
educativos, la forma en que se procesa judicialmente a las personas y la provisión diferenciada
de otro tipo de servicios públicos. Con razón, Goldberg (1993) plantea que la raza es
irrelevante, pero que todo es raza. De hecho, la realidad de la raza nos confronta como
sumamente intensa y actual.
En las últimas décadas ha habido mucho debate sobre la definición de raza, pues la noción
es variable y además históricamente específica. Una persona puede ser vista como «negra» en
los Estados Unidos y como «morena», «mestiza» o hasta «blanca» en Colombia. El color suele
percibirse de otra manera si la persona tiene dinero, habla de cierta forma o lleva un tipo
particular de ropa. En algunos contextos como el latinoamericano, la raza es maleable y
define el estatus social junto con la clase en mayor medida que lo que ocurre en el contexto
norteamericano (Wade, 2008). Ahora bien, aunque sabemos que se trata de una construcción
histórica que se vincula con cómo pensamos la similitud y la diferencia entre seres humanos,
debemos preguntarnos qué tipo de construcción histórica es la racial. ¿Cómo podemos
distinguir la raza de otros conceptos que sirven para clasificar a las personas? ¿Qué tipo de
prejuicios no serían raciales? ¿Dónde dibujamos la línea divisoria?
Varios autores han enfatizado el rol que tiene hoy en día la cultura —y ya no el fenotipo—
como el criterio principal que guía el pensamiento y la práctica racista (De la Cadena, 2000;
Gotkowitz, 2011; Wetherell & Potter, 1992; Zavala & Zariquiey, 2007; entre otros). Muchos
señalan que el racismo contemporáneo equivaldría a un racismo cultural. Este nuevo racismo
sería parte del proyecto racial global que emergió en los Estados Unidos durante la década
de 1960. El racismo clásico fue desacreditado después de la Segunda Guerra Mundial y, para
sostener posiciones racistas en este nuevo contexto, fue necesario tomar distancia de este
viejo racismo e inventar uno nuevo. En un nuevo supuesto contexto antirracista, se
comenzaron a interpretar las diferencias raciales de una manera no racial y a legitimar las
prácticas racistas apelando a lo cultural y no a lo racial.
Ahora bien, a pesar de que es importante constatar la preeminencia de lo cultural sobre lo
racial en el mundo contemporáneo, es fundamental evitar el enfoque binario de lo biológico
y lo cultural, y dejar de asumir que ha habido un vuelco de lo biológico a lo cultural en el
tema del racismo. La raza y la cultura están tan interrelacionadas que es imposible diferenciar
un racismo biológico de un racismo cultural (De la Cadena, 2004; Gotokowitz, 2011; Wade,
2002). Dicho de otra manera, el racismo no es exclusivamente biológico ni exclusivamente
cultural, sino que representa una combinación de ambos aspectos. Después de todo, las
comprensiones de la biología están ancladas en la cultura (la culturalización de la raza) y la
cultura también es concebida como una fuerza biológica (la naturalización de la cultura). De
hecho, la raza siempre ha estado conectada con nociones de naturaleza y de cultura. Incluso
en las teorías científicas del siglo XIX existían poderosos discursos sobre la moralidad y lo
que ahora denominaríamos cultura. Asimismo, en el Perú la conexión entre lo racial y lo
cultural es de larga data. Desde los inicios del siglo XX, los peruanos han tendido a definir
raza con alusiones a la cultura, el alma, el espíritu y la moralidad, que se consideraban más
importantes que el color de la piel o que cualquier otro atributo del cuerpo para determinar
la conducta de grupos de personas (De la Cadena, 2004).
La postura que tomaremos en este libro es que la categoría de raza siempre ha implicado una
mezcla de lo biológico y lo cultural y que ambos aspectos se combinan en proporciones
variables en cualquier definición de un grupo racial, dependiendo del grupo y del periodo
histórico en cuestión. Sin embargo, las alusiones a las diferencias biológicas intrínsecas tienen
menos fuerza en el mundo de hoy y ocupan los márgenes del discurso racial (Gotkowitz,
2011). Ahora bien, aunque la biología está ensombrecida con marcos y discursos culturales,
lo cierto es que todavía se mantiene como un elemento poderoso del pensamiento racial.
Vale decir que, si bien el concepto de raza biológica fue desafiado luego de la Segunda Guerra
Mundial, este no murió, sino que se articuló con otras estrategias para construir la
jerarquización y el dominio social.
De hecho, para muchos estudiosos, la fuerza política de la raza reside precisamente en esta
relación que se establece entre lo cultural y lo biológico, en la síntesis de ambos (Gotkowitz,
2011). Precisamente es esta ambigüedad la que favorecería la emergencia, la producción y la
actual fuerza del pensamiento racial. Dicho de otra manera, esta síntesis hace que el racismo
sea más versátil y que tenga una mayor capacidad para transformarse y sobrevivir. Si el
racismo puede adquirir diversas formas para encajar en las circunstancias históricas
cambiantes, entonces podrá ser usado para mantener los privilegios económicos y sociales
en diferentes contextos. La combinación de lo rígido y lo flexible sería la característica central
y motora del racismo; lo que le adjudica elasticidad y poder.
Nos gustaría volver a la pregunta inicial sobre qué tipo de construcción histórica es la racial.
Algunos investigadores plantean que el racismo está ligado a una ideología en torno a la
inferioridad biológica intrínseca de la persona. No habría racismo cuando hay ausencia de
esta ideología sobre la inferioridad biológica. Wieviorka (2009), por ejemplo, argumenta que
si la gente se refiere solo a la nación, la religión o las tradiciones, y de manera más general a
la cultura (sin hacer referencias a la naturaleza, la biología, la herencia genética o la sangre),
es preferible no hablar de racismo, pues se volvería muy difícil darse cuenta qué es el racismo
y por qué este sería distinto a otras formas de discriminación. Por el contrario, otros
investigadores como Goldberg (2009) adoptan una perspectiva más amplia y construyen una
teoría de la raza y del racismo que incluye el racismo cultural.
El discurso académico ha intentado buscar una unidad subyacente que permita saber cuándo
estamos ante raza o racismo en su variedad de formas. Los investigadores han definido el
pensamiento racial como aquello que clasifica y jerarquiza a las personas y grupos sociales
sobre la base de rasgos fenotípicos, biológicos, genéticos, hereditarios o innatos. Cuando el
pensamiento racial clasifica a los seres humanos sobre la base de prácticas culturales externas,
estas suelen concebirse como inmutables, fijas, permanentes y parte de la forma de ser de las
personas. Sin embargo, no todas las identificaciones raciales tienen que connotar fijeza y
permanencia. De hecho, en algunos casos, la «blancura» social se asume como adquirible a
partir de la instrucción educativa, los medios económicos o de otros recursos sociales (De la
Cadena 2004).
Estaríamos, entonces, ante una tensión entre tener que admitir la variabilidad de la raza y
querer, al mismo tiempo, un criterio básico. Si bien los criterios mencionados en el párrafo
anterior funcionan como marcos orientadores, la raza no está sujeta a una definición final y
cerrada, pues no se trata de un concepto estático con un significado sedimentado único
(Goldberg, 2009). De hecho, es muy difícil contar con una definición trascendental y
transhistórica que incluya todo lo que intuitivamente queremos incluir como racial. Es más,
determinar cuáles de los fenómenos pasados, presentes y futuros pueden clasificarse como
raciales es una empresa imposible de lograr. El punto es que, en lugar de obsesionarnos por
definir la raza y el racismo con un significado único, es importante preguntarnos por lo que
la raza hace en diferentes tipos de contextos, vale decir, por la manera en que la raza funciona
según cada momento histórico y particularidad social (Bailey, 2010). Como afirma Wade
(2002), el objetivo consiste en investigar cómo operan los discursos que involucran la raza
en tanto categoría política. ¿Cómo así diferentes aspectos específicos de las personas y los
grupos sociales empiezan a racializarse?
En vez de declarar que ya no hay racismo porque este no coincide con el racismo clásico,
debemos investigar las nuevas formas de racialización y discriminación en el mundo de hoy.
¿Cómo está cambiando la terminología racial de acuerdo al contexto? ¿Qué otros criterios se
utilizan para la clasificación racial en el mundo contemporáneo? ¿Cómo se negocia y se
transforma el estatus racial? Después de todo, la raza se construye socialmente, es
históricamente maleable, está culturalmente contextualizada y se reproduce a través de
prácticas aprendidas (Alcoff, 2006). Aunque la raza puede ya no ser prominente en muchos
casos, sigue funcionando políticamente a través de criterios culturalizantes y naturalizantes
que clasifican y jerarquizan a los grupos sociales.
2. EL RACISMO EN EL PERÚ
Aunque las ideologías de raza y racismo comenzaron en el Perú en la época colonial (Drinot,
2014; Manrique, 1999; Portocarrero, 1992), la concepción de las diferencias raciales como
algo primariamente cultural nació en los principios del siglo XX, en parte como una reacción
al determinismo biológico europeo. De la Cadena (2000) explica la trayectoria y evolución
de este concepto, cuyo énfasis en la inteligencia y la moralidad tuvo como objetivo suprimir
lo biológico. Sobre la base de la teoría de que las razas podrían «mejorar» a través de la
educación, personajes como Manuel González Prada y Luis Eduardo Valcárcel rechazaron
las ideas europeas en torno a la superioridad o inferioridad de las razas como algo
biológicamente predeterminado y concibieron a la educación como la manera de salir de una
supuesta inferioridad cultural. Así, la educación no solo constituyó una promesa para dejar
atrás las razas supuestamente inferiores, sino que también contribuyó a crear jerarquías
legítimas y excluir a los que no tenían acceso a ella (De la Cadena, 2000).
La supresión de la raza biológica también se conectó con el fenómeno del mestizaje. Aunque
las relaciones entre blancos e indígenas empezaron durante la época colonial, el mestizaje
como discurso de orgullo y vinculado a una ciudadanía independiente fue propuesto durante
la época de la Independencia. Con la idea de que «el que no tiene de inga tiene de mandinga»,
los peruanos se concibieron como una mezcla de razas y, por lo tanto, con derecho de ser
ciudadanos peruanos. A pesar de este intento, Portocarrero (2013) y De la Cadena (2000)
han observado que el concepto del mestizaje no se afianzó muy fuerte en el Perú y que nunca
pudo reemplazar las nociones de superioridad cultural. Es más, como nota De la Cadena
(2000), el término «mestizo» se adoptó para distinguir un indígena «educado» de otro
supuestamente con menos capital cultural.
Así, el determinismo racial biológico fue reemplazado en el Perú por las nociones de cultura,
«espíritu» y educación; y la supuesta desaparición de las razas a través del mestizaje conllevó
un énfasis en los rasgos «culturales» para marcar y justificar las diferencias sociales. Ahora
bien, lo cultural también se articuló con la clase social. Al respecto, Manrique (1999, 2014)
argumenta que la abolición de las clases nobles indígenas en el siglo XIX convirtió la
condición de «indio» en equivalente a «pobre», lo cual «marcó la construcción de la imagen
del indio en la República» (p. 53). Drinot (2011, 2014) también explica cómo a comienzos
del siglo XX las élites concibieron la industria como un escape para los indígenas de la época,
una oportunidad en la que estos «mejoraban su raza» gracias al trabajo industrial como
obreros (2014, p. 38). Finalmente, como se muestra, el concepto de racismo cultural continuó
mezclándose con la biología, a través de la creencia de que la educación (y su efecto en el
plano mental y psíquico) podría ser heredada y transmitida a las generaciones futuras (De la
Cadena, 2000).
Debido a esta articulación de cultura, clase y transmisión genética a través de los siglos,
siempre ha sido difícil hablar de un racismo «tradicional» en el Perú, donde un grupo en
particular discrimine a otro, o a varios. Es más, se podría argumentar que es justamente por
la combinación del determinismo biológico con las promesas de «salvación» a través del
trabajo o la educación que resulta lo que De la Cadena (2000) llamó conciencia contradictoria, a
partir de la cual las mismas víctimas de discriminación niegan la existencia de estructuras e
ideologías racistas. Esto se refuerza a partir de la interiorización de conceptos de lo marcado
y lo no marcado en la sociedad. Como nota Portocarrero (2013), «lo que la población peruana
admira como ideal y deseable es lo blanco y lo rubio», una admiración regulada y establecida
aún más por los medios masivos, la publicidad y otras entidades públicas (pp. 166-167). El
resultado es, como nota Rochabrún (2014), «no […] solamente una discriminación de los de
arriba hacia los de abajo, o viceversa, sino un fuego cruzado de todos contra todos» y hasta
de uno contra sí mismo (pp. 17-18). Para este autor, el sujeto discriminador y el sujeto
discriminado se diluyen, pues ya no pueden ser identificados con una geografía, una
ocupación, una lengua, un estatus social o un mundo cultural determinado (p. 18). De esta
manera, la complejidad de esta ideología y la diversidad de las víctimas produce un racismo
asolapado y escondido que suele pasar desapercibido para muchos peruanos (Bruce, 2007).
Recientemente, se han producido debates sobre la utilidad de seguir empleando el término
racismo en el Perú (Rochabrún, Drinot & Manrique, 2014). Autores como Rochabrún
proponen que este término es problemático y que no debe ser usado para describir las
prácticas discriminatorias en el Perú. Se trataría de un término sin un contenido analítico
preciso. Otros como Drinot, con el cual coincidimos, puntualizan que solo este término tiene
el peso semántico necesario para describir el fenómeno adecuadamente. Tal como lo hemos
mencionado en la primera parte de este capítulo, la noción de raza es inestable y no puede
articular una definición universal. No obstante, esta «vacuidad de la raza» y su «fuerza
nómada» (De la Cadena, 2008) no limitan la noción, sino que la potencian y le posibilitan la
capacidad de infiltrarse en formas locales de organizar diferencias. En el Perú, la categoría de
raza sigue ejerciendo poder a partir de prácticas racistas que se reinventan constantemente
con mucha fuerza. Una historia de siglos de opresión contra indígenas y otros grupos
minorizados, combinada con las ventajas socioeconómicas y los privilegios que actualmente
detenta la mayoría de peruanos que intenta identificarse como «blanco», nos permite concluir
que la raza —más allá del color de la piel— subyace a las prácticas discriminatorias en el país.
Después de todo, sabemos que en las taxonomías latinoamericanas el fenotipo «entra y sale»
y que la «blancura» se puede adquirir a través de procesos sociales (De la Cadena, 2008).
3. LENGUAJE Y RAZA
El uso que hacemos del lenguaje como parte de prácticas sociales cumple un rol activo en la
vida cotidiana (Burr, 1995; Shi-xu, 2005). De hecho, el lenguaje constituye nuestra
herramienta primaria para representar y negociar la realidad social y juega un papel central en
estos procesos de construcción de identidades a través del habla. Cuando interactuamos por
medio del lenguaje, siempre nos posicionamos a nosotros mismos y a otros sobre la base de
categorías identitarias vinculadas con el género, la clase, la raza, la cultura, entre muchas otras.
No se trata, sin embargo, de identidades autónomas o independientes, sino de identidades
que siempre adquieren significado social en relación con otras posiciones disponibles y otros
actores sociales. Es por esto que se señala, precisamente, que la identidad es un fenómeno
relacional. Bucholtz & Hall (2005) plantean el valor analítico que tiene abordar la identidad
como un fenómeno relacional y sociocultural que emerge y circula en los contextos
discursivos locales de la interacción y no como una estructura estable que se localiza
primariamente en la psicología individual o en categorías sociales fijas. Desde esta
perspectiva, la identidad implicaría el posicionamiento social del yo y del otro.
El estudio del pensamiento racial y del racismo no puede dejar de tomar en cuenta esta
dimensión discursiva como un proceso público a través del cual se construyen identidades
racializadas de manera progresiva y dinámica (ver Howard 2009 para los Andes). Después de
todo, solo podemos acceder a los mecanismos de construcción identitaria a través del análisis
de un conjunto de acciones que desarrollamos con el lenguaje. No obstante, señalar que las
identidades se crean o emergen en la interacción lingüística no quiere decir que no exista un
sentido del yo, pues de hecho esto constituye un elemento importante de la identidad. Lo que
queremos plantear aquí es que una de las maneras —quizá la más importante— en que estos
sentidos del yo o estas autoconcepciones entran en el mundo social es a través del uso del lenguaje,
y que —aun cuando la construcción de la identidad pueda tener efectos psicológicos— ubicar
la identidad dentro de la mente no logra ver el terreno social en el que esta se construye, se
mantiene y se altera.
Ahora bien, lo anterior no quiere decir que cada vez que usamos el lenguaje las identidades
se construyan desde la nada. De hecho, son precisamente los modelos identitarios
culturalmente construidos los que influyen sobre el lenguaje y sobre la forma en que las
personas desarrollan una diversidad de identificaciones inscritas siempre en relaciones de
poder. Aunque en la vida cotidiana las personas despliegan y experimentan diferentes
identidades, esto siempre ocurre en el contexto de normas y expectativas que se han
construido históricamente —en parte en interacciones previas— en torno a lo que son o
deberían ser una serie de categorías en un contexto particular. Lo mismo ocurre con las
identidades vinculadas con la raza. Estas ideologías, modelos o repertorios son compartidos
en un contexto cultural y funcionan como recursos que se utilizan en la interacción para
desplegar performances identitarias.
Asimismo, esta apuesta por la identidad como fenómeno discursivo tampoco equivale a
plantear que todo se reduzca al lenguaje y que la realidad (o lo social) no exista más allá del
discurso y de las ideas. De hecho, debemos asumir que la práctica discursiva siempre es parte
de otras prácticas sociales y del mundo material, y que ambas se influyen mutuamente. Las
representaciones en torno a la raza tienen efectos en la violencia física, la desventaja
económica y las diferencias de oportunidades que se vinculan con el ejercicio del poder.
Últimamente, hemos presenciado mucho debate en torno a si algunos incidentes ocurridos
en el país son racistas o si el racismo en el Perú sigue existiendo (ver, por ejemplo, Rochabrún,
Drinot & Manrique, 2014). Lo que aquí queremos proponer es que debemos pasar de un
énfasis en la ideología del racismo a un énfasis en su práctica ideológica (Wetherell & Potter, 1992).
Esto significa dejar de analizar la ideología racista como un sistema fijo de ideas que se puede
identificar solo a través de su contenido y más bien observar cómo estas ideas están
funcionando en un contexto particular. En otras palabras, esto significa que el discurso será
racista por lo que hace y no necesariamente por lo que dice.
Esto nos lleva a lo que planteábamos al inicio de este capítulo en torno a que la raza no está
sujeta a una definición final y cerrada. El énfasis en la ideología (y no en la práctica ideológica)
equivale a definir el contenido del racismo a priori para luego constatar si la práctica racista
coincide o no con una serie de creencias especificadas con antelación. Así por ejemplo, se
podría plantear que si un enunciado hace alusión a características fenotípicas o genéticas y
ubica a grupos sociales en una jerarquía entonces podría ser considerado racista. En
contraste, el énfasis en la práctica ideológica asume el racismo como una serie de efectos
ideológicos con un contenido flexible, fluido y variado. Lo que importa es el efecto y no
tanto el contenido, pues este último siempre estaría cambiando.
Esto resulta aún más crucial cuando constatamos que, en el mundo contemporáneo,
identificar prácticas racistas se ha vuelto cada vez más difícil, pues la gente ya no expresa
sentimientos racistas de forma directa, sino que muestra un discurso ambivalente y
contradictorio que más bien intenta ocultarlos. Desde hace algunos años, se ha acuñado el
término de habla racial (o en inglés: race talk) para hacer alusión a este fenómeno que
precisamente implica usar una retórica racial sin hacer alusión a la raza (Anderson 2008;
Bucholtz, 2011; Schultz, Buck & Niesz, 2000; Trainor, 2005). De hecho, una característica
central del discurso racista contemporáneo es el rechazo a este a partir de negaciones
aparentes del tipo «yo no soy racista pero son unos sucios».
Augustinos y Every (2007) han planteado la existencia de cinco formas en las que las personas
presentan visiones negativas de los «otros» como razonables y justificadas: 1) rechazando el
prejuicio; 2) presentando los puntos de vista personales como razonables y como reflejos
racionales del mundo externo; 3) desarrollando autopresentaciones positivas (desde la
tolerancia, por ejemplo) en contraste con presentaciones negativas de los otros (desde la
criminalidad, por ejemplo); 4) derracializando discursivamente las representaciones negativas
de los otros con el uso de términos no raciales; y 5) apelando a argumentos liberales sobre la
libertad, la igualdad y el progreso para fines no democráticos. Por su parte, Bucholtz (2011)
desarrolla con más detalle el cuarto punto de la derracialización introduciendo las estrategias
discursivas del borrado, el retraso y el desplazamiento de lo racial a otras categorías. En el mundo
contemporáneo entonces, el significante de «raza» se borra en el discurso y no se nombra; en
otros casos se retrasa a partir de titubeos, mitigaciones o silencios; y en otros, se desplaza a
categorías educativas, lingüísticas o de clase, tal como veremos en muchos de los artículos
que componen este volumen. Sin embargo, a pesar de que los hablantes generalmente no
utilizan categorías raciales de forma explícita, su retórica puede estar fuertemente orientada
hacia la noción de raza, pues a partir de otros criterios se sigue fijando y esencializando a
ciertos grupos sociales con el fin de jerarquizar y excluir.
Muchas veces, por ejemplo, se utilizan argumentos que no pueden ser reconocidos
fácilmente como racistas; sin embargo, sí lo son. Así, a veces las personas pueden rechazar
la existencia de diferencias entre grupos sociales, establecer que las diferencias son solo de
orden social (y no racial) o hasta elogiar las características atribuidas a grupos racializados.
Más aún, un mismo argumento, como por ejemplo aquel en torno a la importancia de la
igualdad de oportunidades, puede ser utilizado para rechazar prácticas racistas y beneficiar a
los grupos minorizados o, más bien, para reforzar los intereses del grupo dominante y
justificar la exclusión de otros. El lenguaje, entonces, es por lo general ambiguo, pues
cualquier enunciado que se diga siempre tiene una naturaleza multirreferencial, en el sentido
de que puede significar muchas cosas diferentes dependiendo del contexto. Por lo tanto, para
estudiar las prácticas racistas, el lenguaje debe conceptualizarse como una práctica. No debe
asumirse como un sistema abstracto con significados encapsulados a nivel del sistema y
aislados de la interacción cotidiana, sino como acciones desarrolladas en contextos específicos
y a partir de las cuales se hacen y se logran cosas en la sociedad. La acción no se logra con lo
que se dice sino con lo que se hace a partir de lo que se dice.
Otra relación que se establece entre lengua y raza es a través de las ideologías lingüísticas,
entendidas estas como las redes de creencias sobre el lenguaje que posicionan a los sujetos
dentro de un orden social (Irvine, 1989; Kroskrity, 2000; Schieffelin, Woolard & Kroskrity,
1998; Silverstein, 1979). Las opiniones sobre las lenguas, las variedades de una lengua o
formas específicas de usar el lenguaje se racializan, en el sentido de que evocan características
raciales de manera implícita (Shuck, 2006). Esto ocurre, por ejemplo, con el fenómeno del
motoseo, pues las creencias sobre la interferencia vocálica en el español de los
quechuahablantes se racializan y se utilizan para posicionar al otro como «indio», con todas
las características peyorativas que eso implica en un país como el Perú (Zavala & Córdova,
2010). De esta manera, se fusionan los cuerpos racializados con una supuesta «deficiencia»
lingüística asumida como objetiva, que termina legitimando la discriminación sin caer en lo
políticamente incorrecto (Flores & Rosa, 2015).
En resumen, entonces, lo central en el discurso racista no radica en su contenido sino en el
poder que ejerce (Bailey, 2010). Se trata de un tipo de discurso que tiene el efecto de
establecer y reforzar relaciones de poder opresivas entre distintos grupos sociales. El discurso
racial sostiene y legitima un ejercicio del poder que sustenta formas de dominio. De hecho,
podemos encontrar muchos contenidos que, por lo general, se usan en la práctica social de
formas racistas y sobre los cuales no hay mucha duda de que efectivamente lo son. No
obstante, si solo nos enfocamos en estos contenidos más «clásicos», corremos el riesgo de
ignorar otros recursos más flexibles que actualmente se movilizan en mayor medida en el
marco de lo que se denomina el «racismo moderno» (Wetherell & Potter, 1992). Este sería el
caso, por ejemplo, de la discriminación por el lenguaje o por la forma como las personas
hablan o se expresan, que en muchos casos esconde una discriminación de tipo racial.
4. LOS ESPACIOS VIRTUALES COMO ÁMBITO DE PRODUCCIÓN DE DISCURSOS
RACIALIZADOS
En el presente volumen incluimos tres capítulos que analizan directamente los discursos
racializados producidos en espacios virtuales, razón por la cual este tema merece atención
especial en esta introducción. En los primeros años de internet muchos imaginaban los
espacios virtuales como sumamente democráticos, donde se podría escapar de los «límites»
del racismo y la raza y hasta «jugar» con estas categorías. Sin embargo, la realidad actual
demuestra que los espacios virtuales continúan reforzando ideologías esencialistas de raza.
Daniels (2012) señala que, aunque los espacios virtuales sí promocionan nuevas maneras de
hablar sobre estos temas, siguen perpetuando muchas formas tradicionales de estos
discursos. Los orígenes de internet dentro de un marco racial predominantemente «blanco»,
combinado con la relativa desinhibición que sienten muchos usuarios de los espacios
virtuales, contribuyen a un racismo que es a la vez antiguo y nuevo.
Daniels (2012) repasa detalladamente cómo el desarrollo de internet y la industria informática
eran fenómenos dominados por discursos racializados, pero también por la ignorancia hacia
el contenido racial de esos discursos. Desde el cursor ubicuo de la mano «blanca» en las
páginas web, hasta las imágenes de gente «no blanca» como meros operadores o
consumidores de la «magia tecnológica creada por los blancos» (Kevorkian, 2006; Taborn,
2008), la informática ha sido —desde sus orígenes— un área que no reconoce la diversidad.
Además, el acceso a internet ha excluido tradicionalmente a las clases económicas más bajas,
que normalmente incluyen a los sectores racialmente marginados.
Sin embargo, también se ha planteado que la gente utiliza internet para buscar una comunidad
virtual que dé forma y reafirme sus identidades raciales. Una consecuencia no intencional de
la globalización ha sido precisamente esta búsqueda de comunidades virtuales para sostener
lo que Anderson (1983) llama las «comunidades imaginadas» de raza, etnia y país (Bernal,
2006). Por lo tanto, internet no constituye un «escape» a las identidades, sino un espacio
donde estas se refuerzan a través de la formación de comunidades virtuales. Esta formación
y construcción está aún más presente en la llamada Web 2.0, donde la presencia de imágenes
y otros aspectos de la cultura visual ayudan a mediar la identidad racializada1.
Muchos investigadores también han notado que las interacciones en los espacios virtuales se
caracterizan por una ausencia de indicadores sociales, lo cual a veces tiene como resultado
un lenguaje más hostil o desinhibido (Kiesler, Siegel & McGuire, 1984; Sproull & Kiesler,
1986). Mientras tanto, otros argumentan que es la ausencia misma de indicadores sociales lo
que facilita la manipulación de la identidad y hasta estimula que se desarrollen relaciones
sociales (Derks, Fischer & Bos, 2008; Swan, 2002; Walther, 1996). Sea por estimulación o
ausencia de presencia social, muchos espacios virtuales se componen de individuos que
buscan a gente con ideologías similares a las suyas, característica que en gran medida no
permite el desarrollo de identidades alternativas. Esto puede generar un «racismo de doble
cara», que implica practicar la tolerancia a la diversidad en los espacios públicos no virtuales
y adoptar un discurso racista más explícito en los espacios virtuales.
Sin embargo, la búsqueda y creación de comunidades virtuales identitarias también ha abierto
la posibilidad de responder a los discursos tradicionales sobre raza, etnicidad y otras
categorías, y hasta de rehacerlos. Podemos observar esto en la investigación de Fabrício
(2014), en la que se afirma que la comunicación digital a través de la Web 2.0 constituye una
manera poscolonial crítica de reconstruir y resistir los discursos coloniales del sexismo y la
identidad cultural. Leppänen y Häkkinen (2014) y Androutsopoulos (2006) también
demuestran cómo la parodia en videos de YouTube manipula y presenta formas alternativas
de la identidad étnica. De manera similar, algunas de las contribuciones a este volumen
analizan la complejidad de discursos racializados en los espacios virtuales, algunos de los
cuales promocionan ideologías tradicionales y otros proponen discursos alternativos.
1
Los investigadores de los espacios virtuales notan que internet en el siglo 21, también llamada la Web 2.0, se
distingue de sus primeros años (la Web 1.0) a partir de un alto nivel de participación comunitaria, generación
de contenido compartido e inteligencia colectiva.
5. LOS CAPÍTULOS
Este volumen busca contribuir al estudio de los procesos de racialización y a la construcción
discursiva de nueva identidades racializadas en el Perú contemporáneo. Las diez
contribuciones que integran este libro examinan los discursos y prácticas del racismo en
diversos ámbitos, como el transporte público en zonas rurales, las instituciones educativas,
las comunidades campesinas, los medios de comunicación, entre otros. Hemos querido
otorgar especial atención al funcionamiento del racismo en contextos virtuales, donde
creemos que en los últimos años se han desarrollado nuevas prácticas, específicas a las
dinámicas que se vienen generando en este espacio. Sin embargo, a pesar de su importancia,
la investigación en este campo es todavía incipiente (ver Manrique, 2016).
Todos los artículos abordan la forma en que la raza en términos del fenotipo se ha articulado
con otros criterios de clasificación, tales como la educación, la cultura, la clase, el territorio,
el género, el lenguaje, entre otros. Así, se construye a un «otro» desde un criterio
aparentemente no racial pero muchas veces manteniendo una retórica racial de modo
subyacente. Aunque todos los trabajos abordan este fenómeno, los cuatro últimos lo hacen
desde los espacios virtuales.
Entre los primeros está el artículo de Lamas, donde se exploran las formas en que las
distinciones históricas de raza y clase siguen reproduciéndose en el Perú bajo argumentos
meritocráticos vinculados al acceso a la educación, el éxito profesional y el desarrollo de
aptitudes de liderazgo, en un contexto de las universidades privadas de segunda generación
que han sido clave en la difusión e institucionalización del discurso emprendedor. La autora
plantea que el emprendimiento estaría cumpliendo las funciones que tuvo la decencia en el
siglo XIX. El sujeto emprendedor se erigiría como diferente, tanto del migrante indígena que
es pobre y no puede salir adelante, como del individuo blanco de la élite capitalina cuyo
privilegio proviene de la cuna y no involucra ningún esfuerzo.
Por su parte, Huayhua muestra que la raza se construye durante las interacciones que se
desarrollan al interior del transporte público en la ruta entre Uqhupata y la ciudad del Cusco,
donde viajan profesionales que viven en la ciudad y trabajan en el campo y habitantes de las
zonas rurales. La autora muestra que las identidades racializadas surgen en los intercambios
y que, en lugar de categorías fenotípicas de larga data como «indio», «cholo» o «mestizo»,
emergen atributos racializados como «animal», «desobediente», «campesino», «comunero»,
«ignorante» y «maleducado». Estos últimos significantes funcionan en el marco de las
dinámicas locales para reproducir relaciones de opresión y construir fronteras rígidas entre
los actores sociales implicados.
El capítulo de Koc-Menard explora el significado y los usos que le da la población rural a la
categoría «marginal» y «comunidad marginal». A lo largo del artículo se argumenta que estas
palabras, y el discurso que han generado, constituyen un legado de la Comisión de la Verdad
y la Reconciliación y el discurso posviolencia política. Cuando se etiqueta a la población rural
quechua como «marginal» desde el Estado e instituciones de la capital, se reproduce la
ideología racial y de subordinación que existe en el imaginario nacional. Y cuando los
pobladores de la comunidad de Chapi utilizan el término también reproducen una
subordinación parcial aceptada que tiene como finalidad ser escuchados y atendidos por el
Estado.
Desde el terreno de la educación, Mesía aborda las ideologías racializadas en torno al lenguaje
construidas por escolares de quinto de secundaria pertenecientes a dos grupos limeños:
socioeconómico medio-bajo y medio-alto. Uno de los hallazgos centrales es que, para los
alumnos del nivel medio-bajo, la «lengua culta» se puede aprender por medio de la educación,
entendida como nivel de instrucción; en cambio, para el grupo medio-alto, quienes no han
aprendido la «lengua culta» durante su infancia estarían condenados a no adquirirla porque
es algo que solo se logra con la «buena crianza» o con el «roce social». Este hallazgo dialoga
con los estudios de De la Cadena (2004) en el Cusco y establece los vínculos entre clase, raza,
educación y lenguaje.
A partir de entrevistas a gerentes jóvenes de clases altas de Lima, Vich y Zavala también
muestran cómo se construye a un Otro racializado desde argumentos supuestamente
educativos, que no se vinculan con la instrucción formal sino con la «buena crianza». Los
autores analizan las formas discursivas en las que estos gerentes justifican la desigualdad en
el Perú y apelan a la «falta de educación» para construir un discurso que asume la inevitable
acumulación de un sector bajo el funcionamiento de la economía de mercado.
Como último trabajo de este primer grupo de artículos está el de Babb, en el cual se exploran
las intersecciones entre raza, clase y género. Sobre la base de investigaciones etnográficas y
entrevistas con activistas locales en el Perú, la autora propone cuestionar la geopolítica del
conocimiento de manera global y local, y de esta manera ampliar la discusión en torno a una
práctica decolonizadora de análisis de raza, clase y género en el Perú y en Latinoamérica. La
autora sugiere que, al incorporar la noción de género en las conversaciones sobre la
desigualdad, podemos transformar profundamente nuestra comprensión sobre la raza y la
clase social en las Américas.
Un segundo grupo de artículos abordan los procesos de racialización y las identidades
racializadas en algunos espacios virtuales de la llamada Web 2.0 (Facebook y Twitter). Los
análisis dentro de estos capítulos resaltan tanto las características únicas que tiene este medio
en la racialización, como la influencia persistente de historias, identidades y eventos
desarrollados fuera de lo virtual. En el capítulo de Brañez, por ejemplo, vemos la
construcción del sujeto racializado «amixer», que surge en el terreno virtual a partir de la
página de Facebook «Hi5amixer.com», espacio que adquirió notoriedad por su alto número
de seguidores entre 2008 y 2010. De acuerdo con el autor, se denomina «amixer» al sujeto
que «tiene mala ortografía». Sin embargo, Brañez revela que el personaje «amixer» es
construido también a partir de prejuicios socioculturales, geográficos, fenotípicos, entre
otros, y que la exclusión a partir de criterios ortográficos constituye solo una culturalización
del racismo.
Por su parte, el capítulo de Back analiza las intersecciones entre la política, la historia y las
ideologías esencialistas que asocian raza, etnicidad y lengua en el imaginario de la mayoría de
peruanos, tanto en los espacios virtuales como en los no virtuales. Esta exploración se realiza
a través del análisis de dos eventos discursivos que ocurrieron en Twitter entre los años 2011
y 2015. El primer evento se desarrolló a partir de un saludo en quechua de Keiko Fujimori
en el debate presidencial con Ollanta Humala, mientras que el segundo incorporó una serie
de tuits en quechua publicados por el futbolista Claudio Pizarro durante la Copa América.
Back analiza las distintas reacciones de los comentaristas en Twitter a estos eventos y enfatiza
las normas ocultas que surgen a través de estas discusiones respecto a quién tiene el «derecho»
de usar el quechua y quién no lo tiene.
También desde la coyuntura de las elecciones presidenciales de 2011, Wong analiza la página
de Facebook «Vergüenza Democrática», en la que sus administradores recogieron
fragmentos de páginas personales de usuarios de Facebook para criticar a los seguidores de
Ollanta Humala. Los usuarios construyen a los anti-Humala como «ppkausas» abiertamente
racistas mediante un proceso de recontextualización de los textos traídos a la página. Sin
embargo, en los comentarios sobre estos textos los participantes de esta página también
reproducen prácticas racistas a la inversa menos explícitas que se fusionan con dimensiones
educativas, económicas y de clase. Así, se alinean entre ellos a partir de un Nosotros
democrático (y a veces «cholo») opuesto a un Otro euro-peruano (y anti-Humala) que
construyen de manera esencialista como inferior al Nosotros.
Finalmente, el capítulo de Cortez aborda la forma en que los consumidores de las redes
sociales interactúan en torno a la figura pública de Magaly Solier. Cortez encuentra que las
narrativas hegemónicas que reproducen los participantes en las redes construyen discursos
dicotómicos que oponen lo indígena a lo no indígena, lo rural a lo urbano y moderno, lo
quechuahablante a lo castellanohablante, etcétera. Sin embargo, Solier usa estos espacios para
posicionarse de forma híbrida y oponerse a ser clasificada como pura, autocontenida y
desproblematizada (De la Cadena, 2008). Asimismo, el uso del quechua y del español por
parte de Solier se puede entender como una estrategia para construir una multiplicidad de
identidades sociales, y para mostrar respuestas alternativas a las interpelaciones, expectativas
y demandas del público y de la masa consumidora de imágenes de «lo indígena».
6. CONCLUSIONES
En este capítulo introductorio hemos planteado que la raza constituye uno de los legados
más poderosos de la modernidad, pero que su definición no existe. En efecto, como la raza
adquiere significados al articularse con dinámicas y diferenciaciones locales, no es posible
establecer una definición a priori. En América Latina, el «color» de la piel que se asigna a las
personas y grupos sociales no necesariamente coincide con el de la piel, sino con la «calidad»
atribuida al individuo (De la Cadena, 2008); una «calidad» que «blanquea» y que se va dotando
de sentido de múltiples maneras de acuerdo a los contextos y momentos históricos. Frente a
esta complejidad, es fundamental que revisemos constantemente nuestras teorías y nuestros
métodos para abordar la problemática.
También hemos señalado que la raza y el racismo se constituyen a través de la acción social
y especialmente a través del lenguaje, que siempre es parte de prácticas sociales particulares.
En lugar de abordar el racismo desde una dimensión cognitiva o desde una dimensión
estructural o ideológica, hemos propuesto un enfoque construccionista que apunta a la raza
y al racismo como prácticas sociales en las que el lenguaje cumple un rol central. Esta «habla
racial», sin embargo, es producto de una sociedad racista y no de un individuo en particular.
Por lo tanto, el foco de análisis no es el individuo racista, sino los recursos discursivos y
retóricos que están disponibles en una sociedad donde se reproduce la desigualdad.
En articulación con lo anterior, no se puede definir el racismo como una propiedad intrínseca
de ciertas formas de discurso o de ciertas maneras de hablar sobre otros o a los otros, sino
como una serie de efectos ideológicos con un contenido variado, fluido y flexible. Las nuevas
identidades racializadas que observamos en el país se construyen discursivamente a través de
una variedad de textos (orales, escritos o multimodales) inscritos en el desarrollo de prácticas
sociales específicas y siempre en diálogo con estructuras sociales más amplias.
Además, hemos precisado que, en lugar de pensar la raza como vinculada con las supuestas
diferencias en apariencia física, hay que pensarla como relacionada con la desigualdad social
y el poder. Por esta razón, la raza no es un rasgo inherente a cuerpos humanos, sino que es
siempre parte de un proceso dinámico de diferenciación social con diferentes
configuraciones y significados a través del tiempo y del espacio. En otras palabras, la raza no
se relaciona con lo que alguien es, sino con cómo se le posiciona en un tiempo y un espacio
particular debido a relaciones de poder. Ahora bien, si las identidades racializadas se negocian
a través de posicionamientos discursivos y el poder no es algo que se tiene, sino algo que se
ejerce, entonces no sorprende que el sujeto discriminador y el sujeto discriminado no
coincidan con identidades fijas. El racismo se activa en diferentes momentos, circula por
todos los actores de la sociedad, funciona de manera relacional y no se ubica solo en la
psicología o en la dimensión cognitiva de las personas, sino sobre todo en sus acciones y en
lo que quieren lograr en una interacción particular. La raza constituye una identidad compleja,
variable y —sobre todo— situada.
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PROCESOS DE RACIALIZACIÓN DESPUÉS DE LA VIOLENCIA POLÍTICA: EL DISCURSO DE
MARGINALIDAD EN LA COMUNIDAD DE CHAPI, AYACUCHO1
Nathalie Koc-Menard
Pontificia Universidad Católica del Perú
SUMILLA
Este artículo explora el significado y usos que le da la población rural a la categoría «marginal»
y «comunidad marginal». A lo largo del artículo se argumenta que estas palabras y el discurso
que han generado es un legado de la CVR y del discurso posconflicto armado, que los actores
han resignificado. Por ello, se analiza cómo hay una subordinación parcial aceptada que tiene
como finalidad ser escuchados y atendidos por el Estado. Más allá de usos e intenciones,
cuando se etiqueta a la población rural quechua como «marginal» se reproduce la ideología
racial y de subordinación que existe en el imaginario nacional.
INTRODUCCIÓN
Entre 1980 y el 2000, el Perú vivió la peor violencia conocida del siglo XX. Con la creación
de la Comisión de la Verdad —luego Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR)—, en
2001, se inició la investigación de los crímenes cometidos durante los años de la violencia
política. A partir de intensas investigaciones, en 2003, la CVR emitió un Informe Final en el
que daba a conocer que el periodo de violencia política había causado la muerte a 69 280
personas. De estas, 75% tenían como lengua materna el quechua. Después de la presentación
del Informe Final, el distrito de Chungui (compuesto por la comunidad de Chungui y Chapi),
en Ayacucho, empezó a ser considerado como «la comunidad más marginada y olvidada» por
la extrema violencia que padeció así como por el alto número de muertos registrados. La
categoría de marginalidad («marginal» y «comunidad marginal») sigue siendo utilizada por los
habitantes de Chungui, especialmente cuando hablan de sí mismos frente a representantes
del Estado, de ONG y de otras organizaciones.
Este artículo busca analizar qué significa «marginal» y «comunidad marginal» para la
población rural quechua, tomando en cuenta que se trata de categorías acuñadas por el
discurso de la CVR, pero apropiadas y redefinidas por la comunidad de Chapi. Al respecto,
me interesa discutir los diferentes sentidos que la gente de Chapi les atribuye a las
1
Este artículo es la versión modificada y actualizada de Koc-Menard, 2015.
mencionadas categorías y al discurso en torno a la marginalidad, y demostrar que están
directamente relacionados con la ideología racial sobre la cual está construida la sociedad
peruana.
Chapi constituye una comunidad campesina ubicada en el distrito de Chungui, en la provincia
de La Mar de la región Ayacucho. El trabajo de campo en esta zona se desarrolló entre 2007
y 2009, y se concentró en analizar qué buscan comunicar los habitantes de esta localidad
cuando se definen como «comunidad marginal» y «marginales». Históricamente, el distrito de
Chungui comprende dos comunidades, Chungui y Chapi. Mientras que Chungui ha sido una
comunidad campesina desde los inicios del siglo XX, Chapi era una hacienda hasta que fue
desmantelada en 1972 por la reforma agraria. El distrito de Chungui fue importante para la
CVR por dos razones. Primero, porque esta región mostraba que había vivido una guerra
llena de zonas «grises», en las que era muy difícil establecer con claridad quiénes eran víctimas
y quiénes victimarios. En segundo lugar, el distrito de Chungui fue la única zona en la que
Sendero Luminoso (SL) organizó «retiradas», es decir, campamentos establecidos entre 1984
y 1986 en la selva alta para «proteger» a la población de las incursiones de las Fuerzas
Armadas. De esta manera, los centros poblados fueron vaciados por completo y las familias
fueron reorganizadas en retiradas, con la finalidad de proteger a quienes apoyaban a Sendero
Luminoso.2 Las retiradas estuvieron integradas por miembros de la comunidad (llamada «la
masa»), quienes vivían y trabajaban en forma comunal para beneficio del grupo. Los líderes
militares senderistas —mandos medios de la región— controlaban periódicamente a la masa
para garantizar que los alimentos fueran distribuidos de forma equitativa y que la gente se
comportara como mandaba el partido. Por medio de estas retiradas, SL podía ejercer el
control directo sobre la vida diaria de las personas. Las retiradas fueron objeto de constantes
ataques por parte de las Fuerzas Armadas y las rondas campesinas. Por estas dos razones,
Chungui se constituyó como «la comunidad más marginal y olvidada» de la guerra interna
(CVR, 2003; Degregori, 2009), frase utilizada tanto por la academia, el Estado y activistas a
favor de los derechos humanos, como por la propia población de Chungui.
2
Mi interés en esta región, así como mi cercanía al Informe Final, viene de mi experiencia como investigadora
para la CVR entre los años 2002 y 2003. Como parte del equipo de investigación fui responsable de la
elaboración y presentación del informe sobre Chungui y Oreja de Perro, que se encuentran en el Tomo V del
Informe Final de la CVR.
26
Aunque en su Informe Final la CVR no consideró el conflicto armado interno como una
guerra en la que el componente racial fue esencial (CVR, 2003), el racismo fue uno de los
factores que ayudan a explicar el alto número de víctimas quechuahablantes. La ideología
racial sobre la que está construida la sociedad peruana desempeñó un rol importante en la
vida cotidiana de la ciudadanía y de las fuerzas de seguridad, al momento de identificar a los
potenciales miembros de SL. Durante la guerra interna, tanto los limeños como los militares
se mostraban proclives a sospechar de quien tenía piel oscura, pelo negro o acento quechua
al hablar español. Es decir, las prácticas raciales no necesitan ser formales o explícitas para
influir en el comportamiento del Estado, las instituciones y las personas (Lemon, 2002).
Durante mis múltiples visitas a Chapi, encontré que la mayoría de la gente (salvo la
generación de personas mayores monolingües) utilizaba el término «marginal» para hablar de
su comunidad en relación con el Estado peruano, especialmente cuando se hacía referencia
a la época de la violencia política. Este término es utilizado para subrayar la posición de
inferioridad que ocupan las comunidades rurales en el Perú, así como para expresar su
expectativa para que sus necesidades sean atendidas por el Estado.
Durante mi trabajo de campo, el proceso desarrollado para conseguir que la gente hablara
sobre «marginalidad» y poder explorar los significados que comporta este uso del término no
fue tarea fácil. La gente se refiere con frecuencia a la «marginalidad», pero no siempre desea
analizar lo que expresa con esa palabra. En Chapi, solo las autoridades, o quienes habían
migrado a la ciudad, eran capaces de explicar y analizar los múltiples usos que daban al
término «marginal». La experiencia de vivir como migrantes —del campo a centros urbanos
y a la costa— provocó en ellos mayor consciencia respecto al estatus inferior en el que se les
ubica. Esta situación los expuso a la discriminación, la exclusión y el racismo, ya que su lengua
materna es el quechua, proceden de una comunidad rural y carecen de educación formal.
Entonces, son tenidos por atrasados e ignorantes. La experiencia de migrar permite que estas
personas adquieran un conocimiento más amplio de la sociedad peruana y del Estado, lo cual
los hace proclives a ser elegidos como autoridades cuando regresan a sus comunidades. Es
así como este grupo humano ha aprendido que la categoría de «comunidad marginal»
constituye una categoría global que diversas instituciones, incluido el Estado, pueden
escuchar y reconocer (Canessa, 2012, p. 3).
El análisis sobre la categoría de marginalidad, que se desarrolla en este trabajo, está basado
en entrevistas a autoridades, así como a las familias bilingües que migraron a zonas urbanas,
27
pero que luego retornaron a su comunidad. La generación de los mayores no utiliza la palabra
«marginal» ni existe un término en quechua que exprese esa noción. Este trabajo propone
que la idea de «marginalidad» se desarrolla de una forma estrechamente ligada a la migración
y que encuentra su fundamento en una posición subjetiva que solo puede ser experimentada
y comprendida viviendo fuera de la comunidad y de la zona rural.
Este capítulo está organizado en tres secciones. La primera resume la ideología sobre raza en
el Perú, relacionándola con la «marginalidad»; y cómo esta llegó a ser un término académico
aplicado a la población rural. La segunda parte es resultado del trabajo de campo y está
dividida en subsecciones temáticas que explican los diversos significados que los sujetos en
Chapi le dan a la categoría «marginal». En la búsqueda de ir más allá de lo que explicitan,
propongo conexiones con otros temas mayores, como el de la discriminación racial y
geográfica. Finalmente, concluyo con algunas consideraciones acerca de lo que significa ser
una «comunidad marginal» y la categoría «marginal» en el Perú.
1. IDEOLOGÍAS E IMAGINARIOS RACISTAS EN EL PERÚ
Para el propósito de mi análisis, uso la expresión «quechuas rurales» para hablar de a aquellas
personas cuya lengua materna es el quechua, por más de que algunas de ellas hablen el
español de manera fluida y vivan en comunidades campesinas andinas. La mayor parte de
estas personas emigró a centros urbanos y regresó a Chapi durante la década de 1990, cuando
la base militar fue desmantelada. Hoy día, la población de Chapi se encuentra constituida
mayoritariamente por estos «retornados»3. Entre las muchas razones para regresar, la
principal fue de índole económica, vinculada a la disponibilidad de tierras para la agricultura
y ganadería. Esto contrasta con el estilo de vida que tenían en las zonas urbanas, donde
muchos de ellos tenían que alquilar parcelas y, además, trabajar en lo que se podía. Sin
embargo, para quienes regresaron a Chapi, lo peor fue el abuso experimentado: fueron
acusados de ser «terrucos» y tratados como delincuentes. Esto generó en las familias una
mayor consciencia sobre su baja posición en la sociedad peruana.
Originalmente, «indio» constituía una categoría colonial inventada con fines legales y fiscales
y que no se encontraba ligada a los espacios geográficos. Cuando fueron derogadas las «Leyes
de Indias» y el tributo indio, el término comenzó a ser identificado con el poblador de la
3
Se llama retornados a quienes salieron de la región durante la violencia política, pero que por necesidades
económicas regresaron en la década de 1990.
28
sierra peruana. A partir de entonces, «serrano» pasó a ser un eufemismo de «indio» y la región
se convirtió intrínsecamente en el lugar del «indio» (Méndez, 2011, p. 76). En este trabajo
también utilizo las categorías de «criollo/mestizo» para hacer referencia a aquellas personas
que hablan español como lengua materna, viven en un centro urbano y se ocupan en
actividades no agropecuarias. Al usar estas categorías, se busca enfatizar la superioridad que
estas personas utilizan para diferenciarse y distanciarse de la gente del campo (Ver
Gotkowitz, 2011; De la Cadena, 2000). Ni «quechuahablantes rurales» ni «criollos/mestizos»
son categorías homogéneas. Sin embargo, es necesario establecer una clara distinción —
cuando menos, en un sentido relacional— para poder explicar de una manera efectiva cómo
funcionan las relaciones sociales, la racialización y la marginalidad.
Las fronteras entre los que son indígenas y quienes no lo son han sido creadas, producidas y
reproducidas por medio de estructuras económicas, sociales, políticas e históricas (Canessa,
2012, p. 6). El actuar racista es relacional, procesual y dinámico. La gente clasifica a los demás
para así poder afirmarse en una posición al interior de la estructura sociopolítica y ejercer su
poder en la vida diaria. Para los peruanos que viven en un centro de poder como Lima, los
Andes rurales son considerados como un depósito de gente atrasada, premoderna, analfabeta
y monolingüe que retarda el desarrollo del Estado-nación peruano. En contraste, la costa del
país y las zonas urbanas andinas, como Cusco o Huamanga, están habitadas por
criollos/mestizos que se consideran modernos, educados, grupos que hablan bien el español
y contribuyen al desarrollo del país. Dicho de otra manera, una persona proveniente de una
comunidad rural andina puede aparecer, fenotípicamente, como alguien que reside en la
ciudad; sin embargo, que se le categorice de una u otra forma dependerá de un conjunto de
marcadores raciales que irán apareciendo en sus interacciones diarias. Estos marcadores
pueden a veces ser controlados y modificados dentro de un proceso considerado como
esencial para el ascenso social. Por ejemplo, quienes laboran en alguna ONG regional y tienen
un origen rural se sienten superiores a la gente del campo porque se han «blanqueado» a
través de la educación superior y un trabajo urbano. Por lo general, consideran que este
ascenso social implica haber logrado respeto y poder y, consciente o inconscientemente,
asumen que han adquirido un distanciamiento de los «indios» en las comunidades rurales4
(Canessa, 2012).
4
Fuente: taller sobre reparaciones en la provincia de Cangallo. Conversaciones con los promotores de una
ONG que trabaja derechos humanos.
29
Términos racistas, como «indios», son usualmente omitidos en el discurso diario. En lugar
de ellos se tienen eufemismos como «analfabeto», «rural», «ignorante» o «marginal». De forma
encubierta, estas terminologías racistas subrayan diferencias jerárquicas en las esferas de la
vida social, política y cultural. La raza, de esta manera, pasa a ser uno de los medios más
determinantes de dominación. La categoría social de raza va desde ser una clasificación de
sujetos por características fenotípicas (principalmente el color de la piel) hasta una categoría
que clasifica a través de otras características como la actividad económica (campesinos,
profesionales), la ropa, el lugar de residencia y el nivel de educación. Por ejemplo, cuando las
personas son identificadas según un nivel bajo de educación son automáticamente asociadas
con la población quechuahablante rural. Por lo tanto, quienes viven en el campo son
«racializados» por los que viven en la ciudad; y, siguiendo un proceso similar, algunas
comunidades campesinas se consideran superiores a otras. Calificar a los quechuahablantes
de «marginales» tiene el mismo efecto que calificar a una persona de «campesina»: implica
que ambos ocupan un lugar inferior en la sociedad, idea que funciona en la práctica a la hora
de ubicar a estos grupos en la estructura jerárquica nacional.
La marginalidad es un concepto que Perlman (1976) explicó cuando elaboró un análisis de
las favelas brasileras, en la ciudad de Río de Janeiro. En su trabajo, esta autora argumentaba
que la «marginalidad» constituye una ideología que diseña la autoimagen del pobre, quien
absorbe e internaliza las características sociales que se encuentran asociadas a este calificativo.
Perlman desarrolló este enfoque a partir de asentamientos urbanos en los que centró la
atención en la manera en que los grupos campesinos migraban hasta la ciudad y se establecían
en favelas. En el contexto de la migración urbana, las élites consideraban que esos barrios eran
depósitos de marginales y pobres. Debido a la preocupación por el rápido crecimiento de las
favelas en la década de 1970, el Estado decidió erradicar el problema: destruyó las viviendas
y, con ello, obligó a los residentes a abandonar el área urbana (Perlman, 2005).
En el Perú, en efecto, el término «marginalidad» ha sido utilizado ampliamente para hablar
acerca de la gente del campo como una manera de subrayar las dificultades que encuentran
para integrarse en la sociedad peruana. «Marginal» es usado como un eufemismo de «indio»
y, en consecuencia, implica discriminación económica, social, política y cultural. De esta
manera, en lugar de elegir una etiqueta que fácilmente sería interpretada como un calificativo
racista, los peruanos prefieren hablar de campesinos, marginados, excluidos, sin darse cuenta
de que, en realidad, están utilizando eufemismos de tipo racial. Como sucede con otras
30
categorías racistas (analfabeto, ignorante), «marginal» forma parte de un sistema que clasifica
con base en una ideología racista que condiciona el interactuar en la vida diaria.
Mannheim (2010) señala que las categorías raciales componen un sistema politético, es decir,
un sistema clasificatorio que se fundamenta en criterios múltiples y superpuestos, que se
asumen con la finalidad de ordenar. Sin embargo, como lo señala Mannheim, este
ordenamiento de categorías raciales no logra concretarse. Al utilizar un sistema clasificatorio
politético, la gente selecciona los criterios que corresponden a las circunstancias del
momento, conforme a lo que se esté hablando. Por ejemplo, dice agricultor y asume que todas
las demás categorías (quechuahablante, analfabeto, pobre, marginal) ya van sobreentendidas,
aunque empíricamente no sea así (cuadro 1). Detrás de la utilización intercambiable de estas
categorías se encuentra la misma ideología racial que conceptualiza a los pobladores de Chapi
—y a la población quechuahablante— como premodernos, analfabetos e ignorantes. El
sistema politético es una producción histórica que legitima el estatus inferior de la población
quechuahablante. Así pues, los datos del trabajo de campo que se discuten en la segunda
parte demuestran que esta ideología racista está aún infiltrada en la manera en que el Estado
peruano entiende y organiza a la población en los Andes.
Los pobladores de Chapi han asumido las categorías que miembros del Estado y las
organizaciones de ayuda usan para describirlos. Los chapinos las utilizan para definirse a ellos
mismos en sus relaciones públicas con el Estado. La aceptación de su inferioridad aparece, a
primera vista, solo en lo referente a la economía: «somos pobres y necesitamos la ayuda del
Estado». Sin embargo, con este tipo de frases no solo están pidiendo ayuda económica, sino
que están buscando ser atendidos y cuidados por el Estado.
Cuadro 1. Sistema politético
Quechua
Español
Sierra
Costa
Indígena
Criollo
Pasado
Presente
Tradición
Modernidad
Marginalidad
Fuente: Mannheim, 2010.
31
Este cuadro muestra cómo funciona el sistema politético en la práctica. La marginalidad
asociada a tradición, pasado e indígena se contrapone a las categorías de modernidad,
presente y criollo. Es decir, en el discurso nacional estas categorías son antagónicas y se han
naturalizado de tal manera que es necesario descomponer los discursos para llamar la
atención sobre el significado de las categorías de raza que usamos constantemente.
2. EL DISCURSO DE MARGINALIDAD DESDE EL ESTADO PERUANO
A finales de la década de 1980, un grupo de la élite militar elaboró en secreto un análisis de
la sociedad peruana que tituló El cuaderno verde. Dicho análisis establecía las políticas que el
siguiente gobierno tenía que llevar a cabo para derrotar a Sendero Luminoso y rescatar la
economía peruana de la profunda crisis en la que se encontraba. El cuaderno verde se filtró a la
prensa nacional en 1993, después de que algunas de estas políticas fueran aplicadas por el
presidente Alberto Fujimori. Una de ellas fue la campaña masiva de esterilización femenina,
originalmente diseñada por las Fuerzas Armadas y presentada a la población como programa
de planificación familiar durante el gobierno de Fujimori. Esta política señalaba la urgencia
de reducir el índice de natalidad nacional y que esta decisión era un asunto de Estado y no
de la familia. Se trató de un programa que se tradujo en esterilizaciones forzadas de mujeres
quechuahablantes integrantes de las comunidades campesinas andinas (Huayhua, 2006).
Este es un ejemplo de «limpieza étnica» justificada por el Estado, que aducía que un índice
de natalidad debidamente controlado mejoraría la distribución de los recursos nacionales y
reduciría consecuentemente los índices de pobreza. La población que constituía el objetivo
de esta política estaba en zonas rurales andinas que —vista a través del prisma de una
ideología y jerarquización racistas— era (y aún es) considerada como ignorante e incapaz de
afrontar responsablemente su propia familia. El Estado peruano decidió controlar los
cuerpos de las mujeres «culturalmente atrasadas», ya que las consideraban como fuente de
pobreza y semillas de grupos subversivos (tal como se encuentra en los extractos de El
cuaderno verde publicados en la revista Oiga).
Los problemas de corto plazo son la desarticulación económica, la excesiva
y distorsionante intervención del Estado en la vida económica y social del
país […] pero lo importante reside en que las tendencias demográficas han
alcanzado proporciones de epidemia […] De nada servirá derrotar a la
subversión si seguimos incrementando en 500 000 personas anuales la
demanda de alimentos, educación, vivienda, servicios, empleos, vivienda,
agua, energía […] Ha quedado demostrada la necesidad de frenar lo más
pronto posible el crecimiento demográfico y urge, adicionalmente, un
32
tratamiento para los excedentes existentes: utilización generalizada de
esterilización en los grupos culturalmente atrasados y económicamente
pauperizados […] los métodos compulsivos deben tener solo carácter
experimental, pero deben ser norma en todos los centros de salud la
ligadura de trompas [...] Hay que discriminar el excedente poblacional y a
los sectores de la población nocivos. Consideramos a los subversivos y a
sus familiares directos, a los agitadores profesionales, a los elementos
delincuenciales, a los traficantes de PBC como excedente poblacional
nocivo […] para estos sectores solo queda su exterminio total (Oiga, 1993).
La población quechuahablante rural es calificada como culturalmente atrasada y pobre
económicamente. Por más que no se mencione la palabra indígena, es claro que se está
pensando en la población andina, considerada también un peligro para la estabilidad
económica y política. El cuaderno verde no aboga por establecer un programa de esterilización
general, más bien subraya la importancia de apuntar a esos «grupos atrasados culturalmente».
Si seguimos el cuadro politético de Mannheim (2010), lo anterior hace pensar
inmediatamente en los marginados. Es así que —mediante este eufemismo— el informe en
cuestión evita el uso de terminologías más directas, como «indígenas» o «campesinos»,
aunque exista una clara referencia a población quechuahablante de las zonas rurales. En una
conferencia en 2005 en Estados Unidos, un grupo de académicos que había participado
como investigadores en la CVR señaló que el programa de esterilizaciones forzadas para
mujeres quechuahablantes no constituía un acto genocida ya que se seleccionaba a las mujeres
no por raza, sino sobre la base de su condición «marginal». Argumentaban esto a partir de
las discusiones que se habían realizado en la CVR, tras las cuales se había llegado a la
conclusión de que se había utilizado «un criterio de la marginalidad socioeconómica y no un
criterio racial»5. En este caso, marginal se utiliza en el mismo sentido que «atrasada
culturalmente», una categoría intercambiable con «indio».
A través de los diversos sectores del Estado, retroalimentado por la academia peruana, se
habló de la «marginalidad» como una categoría transparente, no racista, sin darnos cuenta de
que esta etiqueta está contenida dentro del discurso racista del que no puede prescindir. De
esta manera, la categoría de «marginalidad» ingresó al discurso del Estado y de las ONG
como palabra explicativa de los problemas que afectaban a las poblaciones rurales. Esto es
altamente problemático. Para empezar, construye la existencia de un universo social
conformado por dos grupos que no se relacionan entre sí: uno es «marginal», rural, indígena,
5
Apuntes personales de la conferencia sobre la CVR en la Universidad de Notre Dame, mayo de 2005.
33
irracional y tradicional; el otro es urbano, criollo/mestizo, racional y moderno. En segundo
lugar, asume que aquellos que son «marginales» forman parte de un cuerpo homogéneo y no
se reconocen diferencias al interior del grupo. Tercero, «marginal» es una categoría que no
toma en cuenta las acciones realizadas por la gente, sino solo las acciones que realizan otras
personas sobre ella. Además, se trata de un discurso que transmite una imagen de esta gente
como si fuera pasiva y, con ello, alimenta viejos prejuicios que pintan a los quechuahablantes
como un pueblo sometido.
3. LOS MÚLTIPLES SIGNIFICADOS DE «MARGINALIDAD» EN CHAPI
Tanto en Chapi como en Chungui, mucha gente explica que lo vivido durante la violencia
política fue posible debido a que ellos son una «comunidad marginal». Cuando la población
participa de reuniones con el Estado empiezan siempre afirmando esto. A través de este tipo
de aseveraciones crean construcciones culturales y sociales que refuerzan su subordinación
(Williams, 1977). Es una manera, también, de entender y experimentar la dominación y
subordinación que viven cotidianamente. Por ejemplo, cuando el antiguo alcalde de Chungui
realizaba participaciones públicas o se reunía con instituciones del Estado, siempre iniciaba
con una presentación de Power Point en cuya primera diapositiva enfatizaba que el distrito
de Chungui es «la comunidad más olvidada y marginal» del país y citaba el Informe Final de
la CVR (2003). Junto con este discurso, no solo buscaba la atención de sus receptores, sino
justificarlo a través de la multiplicidad de otras declaraciones pronunciadas por las
autoridades de la CVR y el Informe Final. Del mismo modo, otras autoridades han copiado
este discurso que se produce en diversas interacciones con instituciones del Estado, la
cooperación internacional y las ONG.
Expresiones como «marginal» y «comunidad marginal» son usualmente escuchadas en la zona
andina. La gente utiliza estos conceptos para explicar su vida diaria después del periodo de
violencia política. Al preguntar a las autoridades locales del distrito de Chungui cómo se
traduciría «marginal» al quechua, suelen utilizar términos referentes a pobreza y sufrimiento
(por ejemplo, el vocablo quechua sufriqkuna), con lo cual se reduce el uso de esta categoría al
tiempo de la violencia política. Durante el trabajo de campo se encontró que la población de
Chapi utiliza «marginal» como una categoría para establecer comunicación con la sociedad
nacional sobre sus necesidades. Por ello, no existe una palabra en quechua, ya que el español
es la lengua clave para ser escuchado por el Estado.
34
Los chunguinos se llaman «marginales» de una manera completamente distinta a como los
científicos sociales, los activistas de derechos humanos y la CVR utilizaron esta categoría. En
ese sentido, usan el lenguaje del Estado, se apropian de él y lo resignifican. Esta sección busca
entender qué significa ser marginal para la población de Chapi.
3.1. Marginal: «ser olvidado por el Estado»
En abril de 2008 conocí a Teresa, natural de Chapi y madre de cuatro niños pequeños. Como
otras mujeres de la comunidad, ella se encarga del ganado, del cuidado de los pequeños y de
trabajar en la chacra en las épocas de siembra y cosecha. Teresa tiene un excelente dominio
del español, que refleja sus años de haber vivido en la costa. En una asamblea comunal,
defendió mi trabajo explicando que la investigación que estábamos realizando no era sobre
yacimientos mineros, sino sobre historia, y audazmente enfatizó que eso era importante, ya
que generaría atención sobre la comunidad y la difícil situación en la que vivían. En otras
palabras, era la oportunidad que tenían de poner sus necesidades y demandas en la agenda
nacional.
Cuando la visité, ella empezó disculpándose por la rudeza de los comuneros; argumentó que
eran ignorantes porque no sabían qué era una investigación académica. Luego me confesó
que no le gustaba la gente de Chapi y que sus vecinos eran muy desconfiados con los que
eran de la ciudad. Incluso contó que su esposo, natural de Cusco, sigue siendo considerado
foráneo, a pesar de vivir más de ocho años en la comunidad. Al preguntarle qué la hacía
diferente de los demás comuneros me explicó que ella había salido de su comunidad cuando
era una adolescente para escaparse de un matrimonio arreglado. Se escapó con una amiga a
la ciudad de Ayacucho y, luego, a Moquegua, donde conoció al padre de sus dos hijos
mayores. Ella narra que se escapó porque a los 14 años soñaba con ver el mundo, pero pronto
supo que debía trabajar como empleada doméstica para vivir porque «no tenía educación
[…] mi papá no quería que estudiara». En la ciudad se dio cuenta de que sin educación lo
único que podía hacer era trabajar en una casa. Su primer esposo era un militar que la
maltrataba físicamente, incluso cuando estaba embarazada, pues, en sus palabras, ella era una
«serrana ignorante más». Cansada de los abusos, maltratos y la discriminación racial de la cual
era objeto tanto en su entorno familiar como fuera de este, regresó a Chapi en 1995, solo
con sus dos hijos.
Para entender mejor qué intentan expresar los pobladores de Chapi cuando afirman que son
una «comunidad marginal», trabajé con Teresa una serie de fotografías antiguas. Con esta
35
técnica, que también utilicé con otras personas, quería tener una idea más clara sobre quiénes
eran considerados como «marginales» y qué entendían por «comunidad marginal». Para eso
reproduje fotografías de Baldomero Alejos —un fotógrafo instalado en Ayacucho en el siglo
XX— sobre diversas personas que no eran ni de la comunidad ni de la región. Las fotos
provocaron conversaciones intensas con Teresa, por los recuerdos que estas generaron en
ella, pero especialmente porque en sus narraciones expresaba muchas ideas respecto de una
relación de marginalidad con el Estado. Luego de enseñarle todas las fotos, le pedí que eligiera
la que mostraba a personas que ella consideraba como «marginales.» Cuando eligió la figura
1, le pregunté si podía ser más específica sobre su elección. Ella explicó6:
[...] esta gente es del campo. Son qalachakis (en español ‘no tienen zapatos’)
y la ciudad es tan distante para ellos... marginal, marginalizados... significa
que el Estado no los recuerda. El Estado los pone en un rincón. Ningún
gobierno ni nadie quiere recordar que existen. Las comunidades, como
nosotros, son marginalizadas y el Estado se da la vuelta... como un
desprecio... nadie los recuerda. Nuestra realidad es que la gente de Chapi, el
pueblo ni siquiera sabe del gobierno. Ahora saben en cierto grado porque
cierta ayuda nos llega al campo. Pero antes... no había nada, el Estado nunca
se acordaba de nosotros. Acá somos olvidados... (Teresa).
Figura 1. Retrato de familia campesina, 1940
6
Las transcripciones de las entrevistas son literales. He señalado con puntos suspensivos las pausas realizadas
por los informantes, he considerado el uso de corchetes para marcar los cortes de edición y, en algunos casos,
se ha añadido información contextual.
36
Fuente: Alejos, 2001, p. 33.
Las palabras de Teresa explican con detalle que ser una «comunidad marginal» está
relacionado con el olvido del Estado. Además, nos habla de estar en un rincón donde el
olvido se hace más fuerte. La marginalidad no es algo que la comunidad hace, sino que es lo
que el Estado y otros actores le hacen a la comunidad: volverla invisible. Son los demás
actores, el Estado y la sociedad, los que convierten y posicionan a Chapi como una
comunidad marginal. Cuando Teresa habla de los gobiernos, señala que no es el problema
de uno en particular, sino de todos. Es el Estado, en última instancia, el que se ha olvidado
de las comunidades «marginales». Para Teresa, el Estado no recuerda a su comunidad: no
solo la ha olvidado, sino que la ignora.
«Desprecio» es una palabra especialmente fuerte en español, pues expresa sentimientos
negativos de un lado hacia otro. Por lo tanto, relegar a la comunidad a una esquina —donde
se puede volver invisible— es también entendido por Teresa como el desprecio que sufren
las comunidades. A través de ello, enfatiza la relación jerárquica que el Estado establece con
la comunidad, una relación en la que el desprecio por la población rural es vivido casi
diariamente, a través de agentes externos a la comunidad. Al final, Teresa compara el pasado
37
en el que no existía mayor presencia del Estado, con un presente en el que este tiene presencia
a través de programas sociales.
Teresa usa términos como «marginado» y «pueblo» en relación con otros grupos e
instituciones en el país, y afirma la existencia de una discriminación racial por parte del
Estado. El desprecio al que hace referencia Teresa es la discriminación racial que sufren las
poblaciones rurales en el país. En otras palabras, ser pobres y analfabetos es condición
necesaria para ser marginal respecto a la sociedad moderna. Para Teresa, la comunidad de
Chapi es marginal porque sus pobladores son considerados como pobladores sin
conocimiento del Estado y de la sociedad «moderna» que existe en Lima y otros centros
urbanos como el Cusco. Es interesante resaltar que Teresa acepta parcialmente el discurso
de dominación racial que prevalece en el Perú; se ubica ella misma —y a sus vecinos— como
sujetos atrasados, lejanos a la modernidad que ofrece la ciudad. Sin embargo, toma
cuidadosamente una distancia personal cuando afirma que «el pueblo acá no sabe sobre el
gobierno», con lo cual intenta transmitir que ella tiene un mayor conocimiento que el resto
del «pueblo». Por lo tanto, ser marginal es relacional y opera en diferentes escalas.
La experiencia de ser olvidado y excluido no es nueva y la gente explica que esta es una de
las razones centrales por las cuales surgió Sendero Luminoso en la década de 1980. En una
reunión de la comunidad con el Estado, mientras se esperaba la presencia de las autoridades,
conocí a Esteban, con quien conversé acerca de si consideraba que vivía en una comunidad
marginal:
En una época en la cual esta región estaba completamente abandonada, el
gobierno no se acordó de nosotros. Por lo tanto, Sendero Luminoso llegó
a Chapi. Estaban buscando cambiar la situación injusta que vivíamos. Claro,
al inicio Sendero hablaba bonito, no mataban gente. Pero cuando las fuerzas
del orden llegaron a Chapi empezaron los problemas: uno llegaba y mataba,
luego el otro llegaba y mataba también (Esteban).
Durante nuestra conversación, Esteban explicó que la violencia de la década de 1980 se inició
porque el Estado tenía abandonadas e ignoradas históricamente a regiones como Chapi. Sin
embargo, esta situación no fue exclusiva de dicho lugar. Theidon (2013, p. 370) muestra
cómo en el sur de Ayacucho la gente explicaba que el gobierno central nunca había mostrado
preocupación por ellos, que eran zonas olvidadas. Desde la perspectiva de Chapi y Chungui,
el Estado está doblemente en deuda con sus pobladores. Primero porque no los defendió
como debió hacerlo durante el conflicto armado, y, segundo, porque fue el responsable de
38
provocar un largo periodo de violencia a raíz de su histórica actitud hacia la población rural
andina:
Esta comunidad está totalmente apartada: ni el gobierno ni ninguna de sus
autoridades han estado en esta comunidad. Esta es una comunidad
abandonada, y solo cuando problemas políticos como Sendero Luminoso
aparecen es que establecen bases militares supuestamente para protegernos.
Antes de esto, ¿quién siquiera se acordaba de este lugar? Nadie. Estaba
completamente abandonada y olvidada. Entonces ahora el gobierno tiene
que cuidarnos, es su deber prestarnos más atención a nuestra región...
(Esteban).
Esteban resalta lo olvidada y aislada que ha estado su comunidad y enfatiza que solo ha sido
visible cuando los militares establecieron bases contrasubversivas en la región durante la
guerra interna. Es decir, la violencia política volvió visible a este distrito ante el Estado.
En suma, la comunidad solo se hace visible por la violencia vivida. Mucha gente del distrito
de Chungui cree también que el conflicto armado y el informe de la CVR han hecho visibles
a la comunidad y al distrito ante el Estado y la sociedad nacional. Hay cierta verdad en ello;
antes del trabajo de la CVR, casi nadie sabía en Lima sobre las atrocidades que había vivido
esta región durante la década de 1980. En comparación con otras comunidades como
Uchuraccay, Accomarca y Chuschi, cuyos casos han sido documentados por informes del
Estado y de la comunidad académica (ver La Serna, 2012; Méndez, 2005; Theidon, 2004,
2013), la historia de Chungui no era conocida en Lima ni en los medios, hasta la entrega del
Informe Final de la CVR en 2003.
3.2 Marginal: como pre-moderno y sin progreso
El esposo de Teresa, Miguel, es un minero cusqueño que llegó a Chapi en la década de 1990.
Cada conversación que tenía con él implicaba comparar Chapi con el distrito de Santa Teresa,
en el Cusco, pues él enfatizaba continuamente cómo era el progreso de las comunidades
cusqueñas respecto al «atraso» histórico de Chapi. Cuando le pregunté si él consideraba a
Chapi como una «comunidad marginal», respondió:
¡Totalmente! Estamos hablando de un área que ha sido completamente
marginalizada y olvidada… acá estamos cuarenta años retrasados en
comparación con otras comunidades. Acá no hay ayuda para progresar
(Miguel).
Para Miguel, Chapi es una «comunidad marginal» porque no hay progreso y no se ha
alcanzado el desarrollo. Para él, nociones como progreso y desarrollo están ligadas con la
39
ayuda, y esta no llega; por lo tanto, la comunidad de Chapi está olvidada y marginalizada por
el gobierno local. Miguel no señala al Estado central como la fuente de ayuda, pero sí habla
del poder que tiene la municipalidad para hacer cambios importantes.
El alcalde es quien hace y debe hacer la diferencia. Tiene toda la autoridad,
¿pero cuándo va a progresar el distrito? El alcalde necesita asegurarse de
que su gente está cumpliendo con sus tareas como autoridades, y no
dedicándose a otras cosas. Esa es la diferencia con otras comunidades,
porque en Santa Teresa viven moderno (Miguel).
Para Miguel, su distrito de origen, Santa Teresa, es una constante referencia de lo que es una
comunidad moderna, pues el gobierno local ha trabajado en favor del desarrollo comunal.
En este contexto, desarrollo o progreso equivalen a infraestructura, como la construcción de
carreteras y escuelas. Sin embargo, para lograr este desarrollo, las municipalidades del Cusco
tienen un presupuesto significativo que no se compara con el de un distrito como Chungui.
Lo que Miguel no reconoce es que la región Cusco no solo atrae un gran número de turistas
anualmente, sino que es el principal productor de gas del país. Ambas actividades generan
ingresos importantes inequiparables con la pequeña partida presupuestal de Chungui. En
lugar de ver las diferencias económicas abismales entre Cusco y Ayacucho, Miguel culpa a
sus autoridades locales por la falta de progreso en Chungui.
Para entender mejor lo que Miguel afirma cuando dice que la gente en Santa Teresa «vive
moderno», le pregunté si podía ser más preciso. Me lo explicó a través de una anécdota de
cuando viajó con su hijo de ocho años para visitar a sus familiares en Santa Teresa. Al regreso
del viaje, y ya en Chapi, su hijo le dijo a su madre Teresa: «Acá vivimos como primitivos. No
tenemos TV. Y no comemos sentados en la mesa como la gente». Esta afirmación de un
niño de esa edad, que conoce otra realidad por primera vez, resalta la diferencia entre quienes
son conceptualizados como primitivos y quienes son «gente»: su familia es primitiva y
atrasada porque no tiene el estilo de vida urbano. Al contar esta anécdota, Miguel
recontextualizó la voz de su hijo y —a partir de un discurso indirecto— enmascaró su propia
responsabilidad en cuanto a etiquetar el estilo de vida rural como primitivo (ver Hill & Irvine,
1993). Como Miguel ha trabajado en la ciudad, y especialmente en minería por muchos años,
no deja de comparar constantemente los beneficios de la vida urbana frente a las condiciones
de pobreza y escasez en las que vive su familia en Chapi. Además, en particular, no se puede
ignorar que el posicionamiento de Miguel puede estar respondiendo a la interacción conmigo,
es decir, con alguien de Lima y educada en una universidad privada.
40
En el Perú, la narrativa de la modernidad está asociada estrechamente con el contexto
urbano, donde la población puede acceder a servicios básicos como fluido eléctrico y agua
potable, así como a un estilo de vida con ciertas normas socialmente pautadas («comer
sentado en una mesa»). Ser un sujeto moderno se contradice con el hecho de vivir en el
campo y mantener costumbres propias del ámbito rural. Por lo tanto, ascender en la escala
social peruana implica deshacerse de ciertos marcadores sociales que hacen referencia directa
a tener un origen del campo y, de manera indirecta, a una condición de atraso. Para «ser
modernos» hay que dejar la comunidad, así como establecer claramente que la actividad
económica central no es la ganadería ni la agricultura.
El personal del Estado (trabajadores de salud, maestros de escuela y otros agentes) y de ONG
difunde la idea de que en los Andes rurales no existe la modernidad, porque no hay manera
de tener una forma de vida distinta al patrón de vida urbano que se ha establecido como
modelo en nuestra sociedad. La modernidad es una sola y el sujeto moderno tiene un patrón
y un modelo; no existe otra alternativa. Tanto la modernidad como la civilización son urbanas
y están construidas sobre la idea de dos marcadores raciales: el dominio del español y de la
educación formal.
3.3 Marginal: como discriminación racial
Carlos es una autoridad de la municipalidad de Chungui y vive en uno de los anexos. Lo
conocí mientras esperábamos el turno para comunicarnos por radio con la ciudad de
Andahuaylas. Mientras llegaba la persona encargada, hablamos de los problemas de las
comunicaciones en general. Luego, poco a poco, empezamos a hablar de cómo Chapi era
una «comunidad marginal». Carlos me explicó que sí considera que la comunidad es marginal:
[...] ¿marginal? Cuando las personas dicen que son marginales es por
razones raciales. Hay marginalización por parte de la gente de ciudad. En
ese caso, por ejemplo, escucho comentarios sobre cómo la gente que vive
en otras zonas nos margina porque fuimos trabajadores de hacienda... en
ese sentido hay marginalización... es como la discriminación. También
existe en la sierra, especialmente entre campo y ciudad... la gente de acá ha
migrado a la costa y siempre nos tratan como serranos, de una forma
despectiva. Siempre hay una marginalización, también de parte de otros
países hacia el Perú... (Carlos).
Para Carlos, ser «marginal» significa estar excluido o ser discriminado por razones raciales y
de lugar de origen. Además, indica que esto opera a distintos niveles y que, en ese sentido, se
trata de un fenómeno relacional; es decir, no se trata solo de las relaciones que se producen
41
en la comunidad y entre comunidades, sino que también implica la relación entre costa y
sierra, y del Perú con otros países. Para Carlos «marginalización» es un término racial que
refuerza las diferencias jerárquicas, a pesar de que las categorías raciales no sean claramente
mencionadas.
Si bien los pobladores de los Andes peruanos no se autodefinen a través de categorías raciales
clásicas —como el fenotipo— el uso de un término como indígena o nativo es un juego de
categorías que las comunidades aceptan por los beneficios que puede producir. Por ejemplo,
los comuneros usan en quechua la palabra runa, que significa ދgente ތentre ellos; y campesino,
para definirse frente a la sociedad nacional. Como señala Canessa refiriéndose a una
comunidad en Bolivia, donde las personas se autodefinen con el término aimara jaqi (o en
español ‘propia gente’), estas son identificadas por otros bolivianos y antropólogos como
indígenas o «indios» (2012, p. 5). Esto apoya la idea de que las comunidades andinas buscan
el uso de un lenguaje global, es decir, uno que es utilizado y aceptado por otros (Estado y
ONG) para poder alcanzar sus objetivos, para ser atendidos por el Estado. En el caso
peruano, presentarse como una «comunidad marginal» tiene un impacto político en el
Estado, pues está alineado con la retórica heredada de la CVR, que —a su vez— está
enmarcada dentro de un discurso global.
En este caso, autodenominarse como «comunidad marginal» implica reconocer y aceptar que
el Estado está en una posición de poder, dentro de la jerarquía de la estructura del poder
nacional. Al reconocer esta subordinación, de cierta manera justifican la estructura de la
ideología racial que funciona en el Perú. Presentarse como una «comunidad marginal» es un
proceso hegemónico, ya que la subordinación es aceptada como grupo, a través de prácticas
específicas que forman parte de la interacción con agentes externos a la comunidad. Ello no
quiere decir que las familias en Chapi con las que he trabajado se consideren como
marginales, pero si vemos el proceso a nivel comunal, no podemos olvidar que las
comunidades usan el lenguaje del Estado como un capital global, ya que pertenece al discurso
común a través del cual se pueden lograr todo tipo de transacciones.
3.4. Marginal: como ignorante y engañado
Otras dos palabras surgen cuando los pobladores de Chapi afirman que son marginales:
ignorante y engañado. La primera aparece en las narraciones y testimonios sobre la violencia
política entre1980 y 1990. Los chunguinos utilizan esta palabra para explicar a la gente de
afuera que los chapinos se comprometieron con el proyecto de Sendero Luminoso porque
42
son ignorantes. Argumentan que eso llevó a la población de Chapi a ser fácilmente engañada
por Sendero Luminoso, tal como en el pasado con los hacendados.
Nelly es natural de Chapi y migró con su familia a la selva central durante el conflicto armado.
A fines de la década de 1990, junto con su esposo y sus hijos más pequeños, regresó a Chapi
con el fin de ahorrar dinero para educar a sus hijos en Andahuaylas. Cuando conocí a Nelly,
se mostró muy abierta a hablar sobre su vida y, luego de varias conversaciones, hablamos
también de Sendero Luminoso y del apoyo de la población:
Porque eran unos upas (‘tontos’), ignorantes es que se unieron a Sendero.
No sé cómo hubiese sido [si la gente hubiera ido a la escuela]. Algunos de
ellos por los estudios querían convertirse en los jefes; también pueden haber
sido engañados por lo que [los jóvenes] querían ser líderes (Nelly).
Para Nelly, aquellos que se comprometieron con Sendero Luminoso fueron upas, una palabra
quechua que quiere decir ‘tonto’, y que en el fragmento citado utiliza en combinación con
ignorante.
La mayor parte de la gente usa la categoría «ignorante» de dos formas: en referencia a la
ausencia de educación formal y a la falta de conocimiento sobre el mundo moderno, que es
una característica importante que los hace sujetos marginales. Para Nelly, la falta de una
educación formal fue de cierta manera «remediada» por su experiencia como migrante, ya
que esta le dio las herramientas necesarias para salir de la ignorancia: «yo no terminé la
escuela, pero salir de la comunidad me permitió salir de la ignorancia». Con este tipo de
afirmaciones, la comunidad se convierte en un lugar y espacio de ignorancia; y la migración
a la ciudad, en un proceso alternativo que puede ofrecer conocimiento y compensar la falta
de educación formal.
Como Teresa, Nelly afirma que hoy en día sus vecinos en Chapi ya no son tontos porque
muchos han tenido que migrar por la violencia política. Nelly afirma: «¿Upas? Ya no creo que
existan más, porque casi todos hemos salido de la comunidad… como lo hice yo, ellos
también han salido. Por lo tanto ya no son upas». Dejar la comunidad, migrar, viajar a distintos
pueblos y ciudades significa exponerse a la cultura criolla/mestiza moderna que domina las
ciudades, que representa y produce al Perú como moderno. Nelly considera que al dejar la
comunidad, tener que viajar y trabajar en otros lugares le ha permitido dejar de ser «ignorante»
y, por lo tanto, librarse de su condición de sujeto marginal.
43
Si consideramos las citas de Teresa y de Nelly podemos explicar qué significa ser engañado
e ignorante, categorías estrechamente relacionadas con la ideología racial y con cómo se
utiliza el discurso sobre marginalidad. Primero, existe una relación causal entre ambas: ser
engañado depende de la ignorancia de la persona. Sin embargo, como Nelly resalta, la gente
joven que está en el colegio también puede ser engañada por maestros y fantasías de poder,
lo cual explicaría por qué los jóvenes se sintieron atraídos hacia la política de Sendero
Luminoso. Al mismo tiempo, mientras se puede superar la ignorancia con la educación
formal, esta también puede superarse a través de la migración. Dejar la comunidad enfrenta
a los comuneros a una realidad diferente en la cual tienen que aprender nuevas competencias
como el español. Segundo, cuando las personas migran, adquieren progresivamente un
conocimiento que es considerado por muchos de los chapinos como equivalente a la
educación formal7. La migración, sin embargo, también expone al migrante andino
quechuahablante a la sociedad racista que lo discrimina y que se burla de su acento cuando
habla español y que remarca su condición de ignorante, fácil de engañar y marginal.
Óscar es el esposo de Nelly y cuando conversábamos sobre estos temas, él se encargaba de
profundizar las ideas que su pareja me había ido explicando durante varios días. Óscar, en su
propia experiencia, señalaba que para él la migración y el progreso en la vida estaban ligados:
Pregunta: pero alguien ¿puede tener éxito en la vida si decide quedarse en
la comunidad? ¿Qué piensa? ¿O solo el éxito es posible en la ciudad?
Óscar: cuando la gente se queda en la comunidad, en el campo, como es el
caso de Chapi... no hay posibilidad de tener éxito: la educación en Chapi no
permite a los chicos superarse. Si se quedan aquí, no progresan...Yo no creo
que por solo quedarse y estudiar logren superarse. La educación que se da
acá [en el campo] no te permite progresar. No puedes superarte y si te
quedas no progresas.
Óscar hace referencia a dos elementos importantes. Primero plantea que la idea de
superación depende de tener una educación formal de calidad, algo que él considera que no
se puede tener en una comunidad rural andina como Chapi. Aunque hay escuelas y colegios,
la educación es deficiente y la población lo sabe. En segundo lugar, señala que el progreso
(asociado a la modernidad y al grupo criollo/mestizo) no puede alcanzarse si los jóvenes se
quedan en la comunidad. Así, Chapi es vista, por este grupo que ha migrado, como una
comunidad que no permite el progreso ni aspirar a una mejor vida. En este sentido, Chapi es
7
Sería interesante comparar estas afirmaciones con las experiencias vividas por gente que migró en otras zonas
de la región andina.
44
considerada marginal. A través de los Andes, la idea del progreso está entrelazada con
adquirir un estilo de una vida urbano, en que la educación es la herramienta central del
progreso y, junto con la migración, la manera de dejar de ser marginal.
Una noche, Nelly me invitó a la carpa que había armado por el periodo de cosecha.
Protegiéndonos del frío nocturno y chaqchando coca conversamos sobre la historia de la
hacienda y los tiempos pasados. Entre comentarios, pregunté si aún había personas
ignorantes en Chapi y Nelly dijo:
el señor Teófilo, el señor Germán, el señor Alejandro. Ellos [los mayores]
no han ido a la escuela... ellos son gente ignorante porque no piensa. Pero
hoy, hay menos gente ignorante en la comunidad (Nelly).
Tanto Óscar como Nelly identifican a las personas mayores de la comunidad —que son
quechuahablantes monolingües— como ignorantes; sin embargo, no mencionan que la falta
de acceso a una educación formal se debe a que esta estaba prohibida en la época de la
hacienda. En el intento por explicarse mejor, Nelly afirmó que aquella gente mayor es
ignorante ya que «no piensan», enmarcándolos en una ideología urbana, que solo valora el
conocimiento de origen occidental. A través de la educación formal se adquiere el
conocimiento que es validado por los centros de poder y este es el único que tiene alto valor.
Esto contrasta con procesos actuales que suceden en Ecuador y Bolivia, donde el
conocimiento local —o tradicional— ha empezado a ser valorado como parte de la identidad
indígena (Colloredo-Mansfeld, 2009; Huarcaya, 2010).
La cercana relación que se establece entre la categoría de «ignorante» y «no pensar», que se
asocia a la condición de los sujetos marginales, también nos habla del valor importante que
tiene la educación en las familias, especialmente en aquellas de origen rural. Aquellos que no
fueron a la escuela son considerados personas que no tienen la capacidad de pensar, lo que
nos remite a una formación que posiciona a la educación formal como el único instrumento
por el cual una persona adquiere dicha capacidad. Teresa explica esto: «Acá, ellos [los
mayores] son ignorantes. Esa es la razón por la que nunca fueron los dueños de la hacienda».
Al afirmar esto, Teresa nos muestra que cree que fue la ignorancia de sus padres y de la gente
de aquella época la que impidió que manejaran la hacienda y permitió que el hacendado
abusara de ellos; esto, entre otras cosas, porque no conocían sus derechos.
Cuando la gente señala que la educación da herramientas para evitar ser engañados, ello
incluye la importancia de aprender bien el español. Por ejemplo, Nelly comenta, entre
45
lamentos y quejas, que cada vez que va a la ciudad para representar a la comunidad en alguna
reunión o taller, todo es en español. Ella reconoce que tanto para ella como para su
comunidad, el quechua es su lengua y resulta un reto hablar bien el español en la ciudad. Para
ella, la educación debería ser en español porque eso es lo que le permitirá al niño «agarrar
bien» lo que se está diciendo. El quechua es la lengua materna de los niños en la comunidad
de Chapi y solo son expuestos al español cuando están en la escuela. Para Nelly, si los
primeros años de la educación formal se mantienen en quechua, los niños no van a aprender
bien y por lo tanto no van a «pensar». Ella considera que aprender primero quechua y luego
español en la escuela es una desventaja, porque complejiza el proceso del aprendizaje
«correcto» del español y constituye un obstáculo para lograr el éxito y dejar de ser racializados
y considerados como marginales.
En otras partes como la ciudad de Ayacucho... no te hablan en quechua.
Todo es en español... entonces si no sabes español, si no lo entiendes
correctamente, tienes problemas comprendiendo... eso solo nos trae
dificultad (Nelly).
El monolingüismo y el bilingüismo en el Perú, cuando la primera lengua es el quechua, es
percibido como una limitación, un impedimento, por ejemplo, cuando se busca comprender
lo que las personas consideran como «el conocimiento» que ofrecen el Estado o las ONG.
Para Nelly, hablar quechua en el contexto urbano trae consigo dificultades que limitan su
acceso al conocimiento que se produce. Sin embargo, para ella esto no es una lucha para
promover el uso y el reconocimiento del quechua como idioma que debe ser usado por el
Estado y sus instituciones. Por el contrario, ella busca tener un buen manejo del español
como una herramienta de poder, un instrumento que le permita ser visible y responder a la
exclusión y la marginalidad que los quechuas monolingües y bilingües experimentan en las
comunidades andinas del Perú.
Tanto para Nelly como para Teresa, el quechua es la lengua familiar, de sus relaciones íntimas
y personales. Por lo tanto, cuando Nelly afirma que hablar quechua es una limitación en la
vida porque enfatiza su «marginalidad» —sea monolingüe o bilingüe— en una ciudad como
Ayacucho8, habla desde su propia experiencia en un mundo que dice que no puede entender
8 A diferencia
de ciudades como el Cusco, donde se escucha hablar quechua en la calle; en la ciudad de Ayacucho
no ocurre esto. El único lugar donde se habla quechua es entre las mujeres que venden hoja de coca en el
mercado. El resto de espacios públicos, incluidos organismos del Estado, el primer trato siempre es en español.
Los funcionarios solo utilizan quechua si ven que la persona no entiende bien lo que se les está diciendo. Por
46
en toda su complejidad, como alguien cuya lengua materna es el español. Además, porque ha
visto desde niña la manera en que su madre —monolingüe quechua— es discriminada en la
ciudad. Para Nelly, esto no significa que el español reemplazará al quechua en su espacio
privado, o que sus nietos dejarán de entender el quechua. A pesar de afirmar esto, la postura
de Nelly frente al quechua en la vida diaria es contradictoria (como para muchas otras mujeres
en los Andes): mientras que ella argumenta que su familia siempre entenderá quechua (no
menciona hablar, sino entender), solo usa el español para hablar con sus hijos y le pidió a
uno de los maestros de la escuela evitar que su hijo hablara en quechua. Para ella, el quechua
es una limitación en el desarrollo de su hijo. Aunque el quechua es la lengua de Nelly, al
establecer una relación conmigo se esfuerza en mostrar su dominio del español. A través de
ello, no solo demuestra que ella es distinta del resto de su comunidad, sino que enfatiza que
ella «piensa».
Hablar quechua en los Andes rurales expone a las personas a ser discriminadas. Si ser de la
zona rural andina ya es un elemento de racialización y estigmatización, esto es reforzado por
la lengua:
Cuando vamos a la ciudad, hablamos quechua entre nosotros. Pero los que
pasan por la calle, los que se sientan en la plaza… siempre dicen ‘esas son
serranas.’ Se burlan de nosotros… porque hablamos quechua, porque
somos de la sierra (Nelly).
En esta cita, Nelly señala que es estigmatizada cuando habla quechua en la ciudad. A pesar
de que una persona de una ciudad como Ayacucho también puede ser considerada como
serrana, hablar quechua en un contexto urbano es un marcador racial muy fuerte en dicho
lugar. Como Nelly expresa, ella se vuelve más serrana, es decir más «india» si habla quechua
en la ciudad9.
CONCLUSIONES: «COMUNIDAD MARGINAL» COMO DISCURSO GLOBAL
En 2003, el distrito de Chungui entró en el discurso nacional como la comunidad «más
marginal y olvidada» de aquellas afectadas por el conflicto armado. Desde ahí, las poblaciones
de las comunidades de Chungui y Chapi se apropiaron del discurso de «comunidad marginal»
eso, hablar quechua en la ciudad es un marcador racial muy importante, que enfatiza la condición de
«marginalidad» que se impone desde la urbe en los quechuahablantes rurales.
9
Ver Zavala, Mujica, Córdova & Ardito, 2014.
47
y lo redefinieron con la finalidad de ser escuchadas por el Estado. Durante la última década,
esta etiqueta y discurso han sido usados constantemente por las autoridades locales para
presentar a la comunidad ante el Estado y las ONG, y esto ha tenido el efecto esperado por
la población: ser atendida por el Estado.
Como se ha discutido, es la experiencia de migración la que permite que muchos chapinos
elaboren un discurso sobre lo que significa para ellos «comunidad marginal». La migración
los expone a las múltiples formas de discriminación y racismo fuera de su comunidad. Con
el bagaje de experiencias, la población de Chapi es consciente de la posición que tiene como
sujeto que es constantemente «indianizado» en la urbe y en la costa. Los chapinos saben que
ocupan el último escalón de la estructura social. La experiencia de migración les ha permitido
ver cómo es el resto de la sociedad peruana y cómo ellos son constantemente sujetos de
discriminación porque su lengua materna es el quechua, no dominan el español y no tienen
una educación formal. La experiencia de ser «indianizados» en otras partes del país, de
sentirse «indios», y por lo tanto sujetos inferiores, expande el vocabulario y comprensiones
de los sujetos subordinados en estas relaciones. Esto les permite explicar qué significa ser y
pertenecer a una «comunidad marginal».
Por lo tanto, «marginalidad» es una categoría multivocal que se usa a través de diversas
formas, cuyo significado cambia según el emisor y el receptor, y en qué contexto específico
se da el diálogo. Se refiere también a un espacio físico determinado, tanto como a una
relación. Cuando los chapinos se refieren a sí mismos como marginales, hacen referencia a
la posición subordinada que ocupan en la sociedad peruana y enfatizan que son despreciados,
olvidados y discriminados. Chapi es una comunidad que no quiere ser «marginal» o vivir en
una «comunidad marginal» (Canessa, 2012, p. 9), pero sabe que al presentarse y definirse
como marginal está utilizando un discurso global que sabe que será bien recibido por el
Estado. En otras palabras, es el discurso que desde el inicio afirma que son una comunidad
marginal el que les permite hacerse escuchar por el Estado y mejorar su situación.
Al mismo tiempo, sin embargo, al presentarse como una comunidad marginal, Chapi acepta
la jerarquía racial imbuida en esta categoría. Cuando se habla de la marginalidad en el Perú,
un esencialismo racial intrínseco surge: lo «marginal» –—lo rechazado y lo despreciado— es
la gente «atrasada» que vive en los Andes rurales, a quienes además se culpa por frenar el
desarrollo del país. Al usar el discurso global de la marginalidad, los chapinos participan de
48
la ideología racial que produce y reproduce a la población quechuahablante de la zona rural
como primitiva, analfabeta y premoderna.
Como otras comunidades, Chapi lucha contra las ambivalencias del significado de la categoría
«comunidad marginal». A pesar de reconocer la discriminación racial que se ejerce
continuamente contra ellos, no parecieran caer en la cuenta de que cada vez que utilizan este
discurso son partícipes de su propia racialización. Cuando analicé las entrevistas en la sección
anterior, señalé el distanciamiento personal que algunos de los entrevistados mostraban
frente a categorías como ignorantes y fácilmente engañados, y la forma en que asignaban
estas características a otros miembros de la comunidad (especialmente a la gente mayor
monolingüe en quechua).
La ideología de raza trabaja sin la mención a fenotipos, modela prácticas y comportamiento,
a la vez que enfatiza la importancia de marcadores raciales como educación, lugar de origen
y lengua (De la Cadena, 2000). Es decir, la categoría de «marginal» hace referencia directa a
una ideología racial sin la necesidad de ir acompañada de categorías fenotípicas y de
clasificación de tipo racial, como lengua y vestido. Por lo tanto, la raza —como categoría
social— opera a través de prácticas sociales y culturales, en las que no se pronuncia la palabra
«raza», pero se utilizan otras como premoderno, irracional, marginal e ignorante. Aunque la
palabra raza está oculta en otras categorías, como conocimiento y educación, las prácticas
raciales se expanden en todas las esferas políticas y sociales de la vida diaria en el Perú. Las
prácticas raciales se encuentran entre las más poderosas herramientas de dominación en el
campo. Por ello, cuando la CVR, el Estado y los académicos etiquetamos a la población
quechuahablante como «marginal» estamos reproduciendo la ideología racial y participamos
de la racialización de este grupo.
La tendencia a «indianizar» a las zonas rurales constituye un proceso que los excluye de
participar en la política nacional. Teresa nos habla de un Estado que posiciona a su
comunidad en un rincón, en el que puede ser olvidada debido a que son «indios» y, por lo
tanto, son despreciados. Para contrarrestar esta discriminación, a nivel comunal utilizan el
discurso de «comunidad marginal y olvidada». Ello les permite resistir frente a la
subordinación impuesta y rebelarse contra la estructura social nacional. Así, en la búsqueda
por el cambio y el reconocimiento, los sujetos juegan un rol —definirse a través del discurso
de “comunidad marginal”— en espacios en los que consideran necesarios —reuniones con
el Estado y ONG—, aunque esto implique una subordinación en el terreno comunal. Eso
49
no significa que la marginalidad funcione a niveles familiares o individuales, por eso nuestros
entrevistados señalan una diferencia con el resto de la gente de la comunidad.
El concepto de marginal y comunidad marginal le permite al investigador ser consciente de
las tensiones que pueden aparecer en las experiencias individuales, ideas y sentimientos sobre
una «comunidad marginal» que choca con las ideas sobre marginalidad que puede tener la
persona que está hablando. Existe una ambivalencia en la categoría de «marginalidad»: por
un lado, implica una relación de dominación de criollos/mestizos frente a quechuahablantes
a través de la ideología racial y, por otro lado, para los chapinos, es una demanda para ser
reconocidos e incluidos por el Estado. Esto último podría ser interpretado como una
incipiente forma de reclamo de ciudadanía, a pesar de que signifique confabular con las
prácticas racializadas de la sociedad peruana.
El discurso de marginalidad no es parte de la vida diaria de los chapinos; por el contrario, es
un recurso para explicar a los foráneos cómo es que los residentes de la comunidad
experimentan al Estado en la época del posconflicto. Además, la gente de Chapi utiliza el
discurso de la marginalidad para establecer una relación con el resto de la sociedad peruana
y para reconocer que son discriminados y negados. Todo esto los envuelve en una jerarquía
racial que no es explícita, pero donde los referentes raciales son latentes. Finalmente, es
importante enfatizar que «comunidad marginal» se convierte en una estrategia para lograr
una visibilidad ante el Estado y la sociedad peruana; una visibilidad para ser atendidos en sus
reclamos y demandas.
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