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EL ENSAYO COMO FORMA* [Escrito entre 1958-59, texto inédito.] Destinado a ver aquello iluminado, no la luz. GOETHE, Pandora Que en Alemania el ensayo tiene la mala fama de ser un producto mestizo; que falta una tradición convincente de esta forma y que su firme pretensión solamente fue satisfecha de manera intermitente, se ha hecho constar y se ha lamentado a menudo. “La forma del ensayo aún ahora no ha sabido ir hasta el fin por el camino de su independización, camino que su hermana, la poesía, ya hace tiempo ha recorrido, es decir, la evolución a partir de una unidad primitiva indiferenciada con la ciencia, la moral y el arte.”1 Pero nada ha hecho cambiar este prejuicio tan habitual en nuestro país: ni el malestar que provoca este estado de cosas, ni el malestar provocado por la convicción que como una respuesta a esta situación limita y aísla al arte como si fuese una reserva de irracionalidad, identifica el conocimiento con la ciencia organizada, y así pretende eliminar por impuro todo aquello que no encaje en esta antinomia. Aún hoy no es suficiente con decir a alguien, a manera de alabanza, que es un écrivain para mantenerlo alejado del mundo académico. A pesar de la gran capacidad de comprensión que Simmel y el joven Lukács, Kassner y Benjamin han otorgado al ensayo - la especulación sobre objetos específicos, culturalmente ya preformados - 2, el gremio solamente tolera como filosofía aquello que se viste con la dignidad de lo abstracto, de lo duradero y – hoy en día- si es posible de lo originario, y aquello que sólo se aventura a considerar las formas espirituales singulares si éstas son un posible ejemplo de las categorías generales; nada menos, que hagan transparente aquello singular. La obstinación con que pervive este esquema sería tan enigmática como las emociones que le acompañan, si no fuese porque se alimenta de unos motivos que tienen más fuerza que el hecho, siempre penoso, de recordar las formas refinadas que faltan a una cultura, la cual, históricamente, con mucho trabajo ha conocido la figura del hombre de letras. En Alemania, el ensayo incita al desperdicio porque reclama una libertad de espíritu que – desde el fracaso de una Ilustración que desde los días de Leibniz no ha pasado tibia hasta hoy- ni tan solo bajo las condiciones de una libertad formal, no se ha desplegado verdaderamente, sino que siempre ha estado dispuesta a proclamar el sometimiento a * Theodor W. Adorno. Notes de literatura. Barcelona: Columna, 2001. p. 23-53. Este texto y las notas al pie han sido traducidos por Isabel Llano de la versión en catalán citada, a cargo de Robert Caner- Liese. 1 Georg von Lukács, El alma y las formas, Berlín, 1911, p. 29. N. del T.: L’anima i les formes, trad. [catalana] de Artur Quintana, edición a cargo de J. F. Yvars, prólogo de Agnes Heller, Barcelona, Ediciones 62, 1984, p. 51. 2 Véase Lukács, op cit., p. 23: “El ensayo habla siempre de una cosa preformada o en el mejor de los casos de una cosa preexistente; es propio, entonces, de su esencia no sacar jamás cosas nuevas de un vacío, pero sí colocar en orden cosas que en un momento u otro fueron vivas. Y como el ensayo las ordena de nuevo, como no forma nada de nuevo a partir de aquello que está carente de forma, se encuentra también atado y siempre ha de proclamar la verdad, ha de encontrar expresión para su esencia”. N. del T: traducción catalana citada. 1 cualquier instancia como si eso fuese su propio deseo. El ensayo, sin embargo, no permite que le prescriban sus atribuciones. En lugar de reportar un rendimiento científico o de crear alguna cosa artística, el ensayo – aun cuando se esfuerza- refleja el ocio de la infancia que sin escrúpulos se apasiona con aquello que otros ya han hecho. En lugar de seguir el modelo de la moral ilimitada del trabajo y presentarnos el espíritu como una creación de la nada, el ensayo refleja lo que amamos y lo que odiamos. El juego y la felicidad le son esenciales. El ensayo no comienza cada vez con Adán y Eva, sino con aquello de lo que quiere hablar; dice lo que se le muestra y lo que comprende, se interrumpe cuando siente que ha llegado al final y no cuando ya no queda nada para decir: de esta manera se le sitúa entre las locuras. Ni construye sus conceptos a partir de un principio, ni redondea constituyendo un final. Sus interpretaciones no son filología dura y sensata, sino, en principio, sobreinterpretaciones según el veredicto automatizado de aquel entendimiento alerta que, como un alguacil, se pone al servicio de la estupidez y en contra del espíritu. El esfuerzo que hace el sujeto para descubrir la objetividad que se esconde detrás de la fachada, se estigmatiza como inútil: finalmente por miedo a la negatividad en general. Se dice que todo es mucho más sencillo. A aquel que interpreta – en lugar de tomar lo que encuentra y clasificarlo- se le atribuye la mirada de una inteligencia débil, mal encaminada y llena de preocupaciones que ve cosas interpretables allí donde no hay nada. Hombre de acción u hombre que no coloca los pies en la tierra: esta es la alternativa. Sin embargo, en cuanto nos hemos dejado aterrorizar por la prohibición de querer ir más allá de lo que se ha querido decir sobre el terreno, ya estamos complaciendo la falsa intención que los hombres y las cosas tienen por ellos mismos. Entonces, comprender no es nada más que poner al descubierto, como quien pela una fruta, aquello que el autor en cada ocasión ha querido decir o, a lo más, las emociones psicológicas individuales que los fenómenos nos indican. Sin embargo, como con mucho trabajo se puede entrever lo que, en cada ocasión, uno se ha imaginado o ha sentido, con esta clase de conocimientos no ganaríamos nada esencial. Las emociones de los autores se extinguen en el contenido objetivo del que se agarran. No obstante la plenitud objetiva de significados que hay en el interior de todo fenómeno espiritual, para ser descubierta, exige del receptor justamente aquella espontaneidad de la fantasía subjetiva que ha sido sancionada en nombre de la disciplina objetiva. La interpretación no puede sacar nada que, al mismo tiempo, no se haya puesto antes. Los criterios son la compatibilidad de la interpretación con el texto y con ella misma, y la facultad de hacer hablar, todos juntos, los elementos del objeto. Mediante esta facultad, el ensayo parece tener autonomía estética, y ésta, con facilidad, recibe la acusación de haber sido meramente prestada del arte, del cual el ensayo, así mismo, se diferencia en lo que respecta a su medio – los conceptos- y por su pretensión de verdad despojada de toda apariencia estética. Eso es lo que Lukács no ha entendido cuando, en la carta a Leo Popper que introduce El alma y las formas, dice que el ensayo es una forma artística.3 Sin embargo, tampoco es mejor que eso la máxima positivista que afirma que aquello que se escribe sobre el arte no puede pretender de ninguna manera hacerlo mediante una exposición artística, es decir, con una forma autónoma. La tendencia global positivista que, de manera rígida e inflexible, opone al sujeto cualquier posible objeto de investigación, permanece en este momento, como en muchos otros, en la mera separación de la forma y el 3 Véase Lukács, op. cit., p. 5 y siguientes. N. del T.: p. 37 y siguientes de la traducción catalana. 2 contenido: como si al fin y al cabo se pudiese hablar de cuestiones estéticas de una manera carente de toda estética, libre de la más mínima semejanza con la cosa, sin caer en la banalidad y sin divagar y apartarse a priori de la cosa. Según la costumbre positivista, una vez fijada de acuerdo con el modelo primigenio de las proposiciones protocolarias, el contenido ha de ser indiferente a su exposición, la cual será convencional y no sometida a las exigencias de la cosa. Todo impulso expresivo en la exposición pone en peligro, por el instinto del purismo científico, una objetividad que, según dicen, se produciría con la retirada del sujeto. Con ella podríamos comenzar a confiar en la pureza de la cosa, la cual, cuanto menos se confía de la ayuda de la forma, mejor se acreditaría aunque la norma exacta de esta forma es presentar la cosa pura y sin más ingredientes. La alergia a las formas como a meros accidentes acerca el espíritu cientificista al espíritu tozudamente dogmático. La palabra irresponsablemente chapucera se imagina que puede probar la responsabilidad en la cosa y la reflexión sobre aquello espiritual se vuelve el privilegio de los faltos de espíritu. Todos estos productos del rencor no son sólo la no verdad. Cuando el ensayo desdeña deducir en primer lugar las formas culturales de su fundamento, entonces, muy diligente, se enreda en el mercadeo cultural de la notabilidad, del éxito y el prestigio de productos que se adaptan al mercado. Las biografías noveladas y, pegada a ellas, su parienta, la escritura hecha de premisas, no son meras degeneraciones, sino la tentación permanente de una forma que a pesar de sospechar de la falsa profundidad no está inmunizada contra un giro que la puede convertir en versada superficialidad. En Sainte-Beuve, de quien debe provenir el más reciente género ensayístico, todo eso ya se perfila y se ha continuado favoreciendo la neutralización de formas espirituales convirtiéndolas en mercancías: con productos que van desde las siluetas de Herbert Eulenberg – modelo alemán que se encuentra en el origen de un torrente de literatura de pacotilla – hasta las películas sobre Rembrandt, ToulouseLautrec y las Sagradas Escrituras. Una neutralización que, de todas maneras y sin encontrar resistencias, se ha apoderado de aquello que en la más reciente historia cultural de Alemania del Este se denomina, vergonzosamente, la herencia. Puede ser en la obra de Stefan Zwig donde este proceso es más manifiesto: en su juventud tiene éxito en escribir algunos ensayos plenos de matices y finalmente, en su libro sobre Balzac, cayó en la psicología del hombre creador. Este tipo de escritura no critica ni los conceptos abstractos fundamentales, ni los datos sin concepto, ni los clichés desgastados, sino que todo junto lo presupone, y, además, está conforme. Las sobras de una psicología que quiere comprender se funden con las categorías habituales de la visión del mundo del pequeñoburgués cultivado así como las de la personalidad y las del irracional. Esta clase de ensayos se confunden ellos mismos con aquel folletón con el cual confunden la forma sus mismos enemigos. Arrancada de la disciplina propia de la falta de libertad académica, la libertad espiritual misma se convierte en esclava, complace la necesidad socialmente preformada de la clientela. Entonces, aquello de irresponsable - en sí mismo un momento de toda verdad que no se consume en la justificación de lo establecido – se justifica ante las necesidades de la conciencia establecida; los malos ensayos no son menos conformistas que las tesis doctorales malas. La responsabilidad, sin embargo, no sólo respeta a las autoridades y los gremios, sino también a la cosa. No obstante la forma también tiene parte de culpa de que el ensayo malo explique cosas de las personas en lugar de abrir y mostrar la cosa misma. La separación de la ciencia y el arte 3 es irreversible. De eso, solamente no hace caso la ingenuidad del fabricante de literatura que, nada menos, se considera un genio organizador y convierte obras de arte buenas en malas, como quien aprovecha chatarra. Con la reificación del mundo convertida en el decurso de la progresiva desmitologización, ciencia y arte se han separado; una conciencia por la cual intuición y concepto, imagen y signo fueron una sola cosa, no se puede restablecer, si es que nunca ha existido, como por arte de magia, y su restitución sería una recaída en el caos. Una conciencia de este tipo solamente podría pensarse como una consumación del proceso mediador, como una utopía, tal como la filosofía idealista desde Kant la pensó, bajo el nombre de intuición intelectual, y que falló cada vez que un conocimiento actual la invocaba. Allí donde la filosofía, mediante un préstamo poético, cree poder suprimir el pensamiento objetivador y su historia- la antítesis de sujeto y objeto como dice la terminología habitual- y, aun, espera que el Ser mismo hable en una poesía que es un montaje de Parménides y Jungnickel, justamente se acerca a la más débil charlatanería cultural. Con astucia disfrazada de carácter primitivo y esencial, rehúsa aceptar las obligaciones del pensamiento conceptual en las que asimismo se ha sometido en cuanto ha usado conceptos dentro de la frase y el juicio, mientras que su elemento estético es de segunda mano- no pasa de ser una reminiscencia diluida de la formación cultural en la que aparecen Hölderlin, el expresionismo y puede ser incluso Jugendstil-, ya que no hay ningún pensamiento que pueda encomendarse de manera ilimitada y ciega al lenguaje como nos quiere hacer creer la idea de un hablar primigenio. De la violencia que, así, se hacen mutuamente la imagen y el concepto surge el argot de la autenticidad,4 en el que las palabras cantan con trémolo de emoción mientras silencian lo que les emociona. La ambiciosa trascendencia de este lenguaje que está más allá del sentido desemboca en un vacío de sentido que el positivismo, jugando, detecta y se lleva arrestado. Y justamente se consideraba en una posición de superioridad respecto al positivismo, pero, en cambio, colabora precisamente mediante aquel vacío de sentido que le critica y que comparten como los que tienen las mismas fichas de juego. Bajo la proscripción propia de estas evoluciones, el lenguaje- allí donde, dentro del ámbito de las ciencias en general, todavía se atreve a hacerse escuchar- se acerca a la artesanía. Y puede ser que quien, negativamente, dará más muestras de fidelidad en la estética será aquel investigador que se resista al lenguaje en general y que, en lugar de rebajar la palabra a mera transcripción de las cifras, prefiera los cuadros y las gráficas que confiesan sin reservas la reificación de la conciencia, encontrándole así un tipo de forma sin tener que hacer prestamos apologéticos al arte. Sin embargo, la fidelidad estética debe haber estado tan inseparablemente enredada con la tendencia predominante de la Ilustración que ya desde la Antigüedad aprovecha técnicamente los descubrimientos científicos. Pero la cantidad se convierte en cualidad. Cuando en la obra de arte se absolutiza la técnica; cuando la construcción deviene total y se quiere borrar aquello contrario que la motiva, la expresión; cuando, por tanto, el arte – ciencia inmediata- pretende ser exacto y correcto según los criterios científicos, lo que hace es confirmar el ensalzamiento preartístico del material- tan lejano al sentido como sólo puede ser el Ser de los seminarios de filosofía- y hermanarse con la reificación contra la 4 N. del T. : Jargon der Egentlichkeit en el original alemán. Se trata del título de una obra de Adorno sobre Heidegger aparecida en el año 1964 y que en la versión castellana se denomina La ideología como lenguaje, Madrid, Taurus, 1971. 4 cual él, sin voz y también como una cosa, desde siempre ha protestado; ésta ha sido hasta el día de hoy la función de aquello que no tiene: el arte. Así como en el curso de la historia, el arte y la ciencia se separaron, no se debe, sin embargo, hipostatizar su oposición. La repulsión ante la mezcla anacrónica no santifica una cultura organizada en especialidades. Aunque son necesarias, estas secciones también certifican institucionalmente la renuncia a la verdad entera. Los ideales de limpieza y tersura que tienen en común tanto el funcionamiento de una filosofía verdadera y especializada en valores eternos, como el de una ciencia invulnerable, completamente organizada, y el de un arte intuitivo y sin conceptos, llevan la marca de un orden represivo. Al espíritu, se le pide el certificado de sus competencias para evitar que, sobrepasando las líneas fronterizas culturalmente ratificadas, no sobrepase también la cultura oficial. Con eso se presupone que todo saber es potencialmente traducible a ciencia. Las teorías del conocimiento, que distinguen la conciencia científica de la precientífica, también han llegado, sin excepción, a comprender la diferencia tan solo de manera gradual. Que la cosa, sin embargo, nunca pasa de la mera afirmación de aquella posibilidad de traducción y – seriamente- jamás se transforma una conciencia viva en una científica, indica la precariedad de la misma transición, una diferencia cualitativa. La reflexión más sencilla entorno de la vida de la conciencia podría enseñarnos que los conocimientos, no las simples intuiciones, que la red cientificista puede tomar son muy pocos. La obra de Marcel Proust, en la que, como en la de Bergson, no faltan aspectos científicos y positivistas, es un intento único de expresar unos conocimientos necesarios e irrefutables sobre el hombre y sobre sus relaciones sociales, que no pueden ser, sin más ni más, alcanzados por la ciencia, y en cambio su pretensión de objetividad ni se ve reducida ni se libra en la vaga plausibilidad. La medida de una objetividad de este tipo no es la verificación de las tesis afirmadas mediante pruebas repetibles, sino la experiencia individual contenida en la esperanza y la desilusión. La experiencia, recordando y por medio de la refutación o la confirmación, otorga relieve a sus propias observaciones. Sin embargo su cerrada unidad individual, dentro de la que sí aparece el todo, no podría ser repartida y reordenada en las personas o los dispositivos separados propios, tal vez, de la psicología y de la sociología. Proust, bajo la presión del espíritu cientifista y sus omnipresentes desideratas- también presentes en el artista de forma latente-, intentó, mediante una técnica que imitaba la misma ciencia, un tipo de experimento para salvar o recuperar aquello que en los días del individualismo burgués- cuando la conciencia individual todavía confiaba en ella misma y no estaba previamente atemorizada por la censura organizadora- se consideraba el conocimiento de un hombre experimentado, del tipo de aquel hombre de letras extinguido que Proust vuelve a conjurar como un caso máximo del diletante. A nadie, sin embargo, no le habría pasado por la cabeza rechazar- por casual, insignificante o irracional- aquello que nos hace saber una persona experimentada sólo porque son sus afirmaciones y no permiten hacer generalizaciones científicas. Pero la parte de sus hallazgos que se desliza por la malla científica seguro pasa desapercibida en la misma ciencia. Como una ciencia del espíritu, niega en el espíritu aquello que le promete: abrir y mostrar su forma desde dentro. El joven escritor que en las universidades quiera aprender qué es una obra de arte, una forma lingüística, una cualidad estética o, incluso, la técnica estética, generalmente de todo eso sólo llegará a saber alguna cosa poco consistente, a lo sumo, obtendrá informaciones sin elaborar, prestadas – ya listas- de la filosofía que en aquel momento estén en circulación, y 5 que se han enganchado de una manera más o menos arbitraria sobre el contenido de la obra de la que se está hablando. Si, en cambio, se dirige a la estética filosófica, se le impondrán unas frases de un nivel de abstracción tal que ni están mediatizadas por las obras que quiere entender ni verdaderamente unidas al contenido que busca. De todo eso, sin embargo, no sólo es responsable la división del trabajo del kosmos noetikos en ciencia y arte; sus demarcaciones no se pueden eliminar simplemente con buena voluntad y una planificación que trascienda los diferentes ámbitos. Sino que el espíritu, modelado irrevocablemente según el patrón del domino de la naturaleza y la producción material, se entrega al recuerdo de aquella etapa superada, un recuerdo que a su turno promete una etapa futura, una trascendencia opuesta a las endurecidas relaciones de producción, y eso paraliza su método especializado, justamente, en relación con sus objetos específicos. Comparándolo con los procedimientos científicos y su fundamentación filosófica, el ensayo, por lo que hace a la idea, entresaca plenamente las consecuencias de la crítica al sistema. Aun las doctrinas empiristas, que dan prioridad a la experiencia imprevisible e inacabable, sobre el orden conceptual fijado, permanecen sistemáticas en la medida que determinan las condiciones de conocimiento imaginándolas más o menos constantes y las desarrollan con una coherencia máximamente unitaria. El empirismo, no menos que el racionalismo, ha sido desde Bacon – él mismo un ensayista- “método”. Dentro del proceder filosófico, el ensayo ha sido casi el único en dudar, realmente, del derecho incondicional del método. Ha tenido en cuenta la conciencia de lo no idéntico sin mencionarlo; radical en su no radicalidad, en la abstención de toda reducción a un único principio y a la hora de acentuar aquello parcial ante la totalidad, aquello dividido. “Tal vez sí que el gran señor de Montaigen sintió una cosa parecida cuando dio a sus escritos el calificativo maravillosamente hermoso y acertado de “ensayos”. Porque la sencilla modestia de esta palabra es una soberbia cortesía. El ensayista rechaza las propias orgullosas esperanzas, que a menudo se imagina que han llegado hasta lo último de todo- asimismo sólo puede ofrecer explicaciones de las poesías de otro o en el mejor de los casos explicaciones de los conceptos propios. Sin embargo él irónicamente se incluye en esta pequeñez, en la eterna pequeñez de los más profundos pensamientos frente a la vida, y con irónica modestia todavía la subraya.”5 El ensayo no obedece la regla del juego de la ciencia y de la teoría organizadas según la cual, como dice la frase de Spinoza, el orden de las cosas es el mismo que el de las ideas. Porque el orden ininterrumpido de los conceptos no coincide con el de aquello que es, no tiende hacia una construcción cerrada, deductiva o inductiva. Se subleva sobretodo contra la doctrina arraigada desde Platón según la cual aquello cambiante y efímero no es digno de la filosofía, y se subleva contra aquella injusticia que desde antiguo se hace a aquello huidizo para volverlo a condenar mediante el concepto. Se espanta y retrocede ante la violencia del dogma que dice que la dignidad ontológica corresponde al resultado de la abstracción y del concepto temporalmente invariable y no a aquello individual comprendido en él. El engaño según el cual el orden idearum es el orden rerum se basa en la presuposición de un mediador inmediato. Así como no hay nada meramente fáctico que pueda ser pensado sin un concepto, porque pensarlo ya siempre quiere decir comprenderlo, tampoco puede pensarse ni el más puro de los conceptos sin ninguna relación de facticidad. Incluso las imágenes de la fantasía, supuestamente liberadas 5 Lukács, op. cit., p. 21. N. del T.: p. 47 de la versión catalana. 6 del tiempo y del espacio, remiten, aunque de manera reducida, a una existencia individual. Por eso, el ensayo no se deja intimidar por la profundidad depravada de aquella idea según la cual la verdad y la historia se encuentran la una ante la otra inconciliables. Si la verdad tiene efectivamente un núcleo temporal, entonces el contenido histórico completo se convierte en su momento integral; lo a posteriori se vuelve de una manera concreta lo a priori, tal como Fichte y sus seguidores lo exigen solamente de forma general. La relación con la experiencia – a la que el ensayo otorga tanta sustancia como la teoría tradicional a las meras categorías- es relación con la historia entera; la experiencia meramente individual, aquello más cercano a la conciencia y con lo que ésta comienza, se ve también mediatizada por la experiencia que abarca toda la historia de la Humanidad; que, en lugar de eso, la experiencia de la Humanidad aparece como la mediatizada y la propia, la de cada uno, como aquello inmediato, es un mero autoengaño de la sociedad y de la ideología individualistas. Por eso, el ensayo revisa el desprecio que ha sufrido aquello históricamente producido por parte de la teoría. La distinción entre una filosofía primera y una mera filosofía de la cultura que ha de presuponer la primera – sobre la cual y a partir de la cual construye- con la cual teóricamente se racionaliza el tabú impuesto al ensayo es insostenible. Un procedimiento del espíritu que honra, como si se tratase de un canon, la separación entre aquello temporal y lo eterno, pierde su autoridad. Unos niveles de abstracción más elevados ni consagran el pensamiento ni lo invisten de contenidos metafísicos; más bien sucede que el contenido se volatiza a medida que la abstracción progresa, y eso el ensayo querría subsanarlo. La objeción que usualmente se hace al ensayo – que es fragmentario y causal- postula, ella misma, la totalidad como una cosa dada mas también la identidad de objeto y sujeto y se comporta como si dominásemos el todo. Sin embargo el ensayo no quiere buscar y destilar lo eterno de aquello huidizo, sino más bien eternizarlo. Su debilidad evidencia la misma no identidad que ha de expresar; el exceso de intención más allá de la cosa y, con eso, aquella utopía rechazada en un mundo dividido en aquello eterno y aquello huidizo. En el ensayo enfático, el pensamiento se deshace de la idea tradicional de verdad. Al mismo tiempo, con eso, destituye el concepto tradicional de método. La profundidad a la que llega penetrante el objeto, y no la profundidad de la reducción de una cosa a otra, nos da la medida de la profundidad de un pensamiento. Eso, el ensayo lo oculta de forma polémica, ya que trata aquello que según las reglas del juego es derivado, sin perseguir, sin embargo, hasta el final, su derivación. Con libertad piensa unidas las cosas que ha encontrado juntas en el objeto que libremente ha escogido. No se encapricha con uno más allá de las mediaciones- y eso es lo que son las mediaciones históricas en las que se encuentra sedimentada la sociedad entera- sino que busca los contenidos de verdad como históricos. No se pregunta por ninguna realidad primigenia que podría jugar una mala pasada a una sociedad socializada, la cual, justamente porque no soporta nada que no haya forjado y marcado ella misma, aun puede soportar menos aquello que le recuerda su propia omnipresencia y que necesariamente se afana a citar – como un complemento ideológicoaquella Naturaleza de la que, con su praxis, no ha dejado ni rastro. Sin palabras el ensayo despide la ilusión que el pensamiento sea capaz de escabullirse de aquellos que es thesei, cultura, para ir la physei, a aquello que es de la Naturaleza. Desterrado de aquello fijado, de aquello que se declara derivado, de las formas, honra la Naturaleza mientras constata que para los hombres ya no existe. Su alejandrismo es una respuesta al sabuco y al ruiseñor 7 que por el mero hecho de existir – allí donde la red universal parece que les ha permitido sobrevivir- nos quieren hacer creer que la vida todavía vive. Abandona el camino real que va a los orígenes, que sólo conduce hacia aquello máximamente derivado – el Ser-; hacia la ideología duplicadora de aquello que de todas maneras ya es, pero sin que la idea de inmediatez, que el sentido mismo de la mediación postula, desaparezca del todo. Al ensayo, todos los grados de aquello mediatizado le son inmediatos, antes que se disponga a reflexionar. De la misma manera que el ensayo rehúsa realidades primigenias, también rehúsa la definición de sus conceptos, la crítica plena de los que ha sido alcanzada por la filosofía bajo los aspectos más divergentes, en Kant, en Hegel, en Nietzsche. En cambio, la ciencia jamás ha hecho suya esta clase de crítica. Mientras que el movimiento iniciado por Kant, entendido como un movimiento contra los residuos de la Escolástica en el pensamiento moderno, en lugar de dedicarse a las definiciones verbales, extrae la comprensión de los conceptos del proceso en el que se originan y producen, las ciencias particulares, con el fin de salvar la tranquila seguridad con la que operan, persisten en la obligación precrítica de la definición; en eso, los neopositivistas, que califican el método científico de filosofía, coinciden con la Escolástica. El ensayo, en cambio, absorbe el impulso antisistemático para su procedimiento e introduce conceptos sin más ceremonias, con la misma “inmediatez” que los recibe. Hasta que no se ponen en relación los unos con los otros no adquieren precisión. Para todo eso, sin embargo, los mismo conceptos le son una ayuda. Ya que es mera superstición de la ciencia preparadora creer que los conceptos son, ellos mismos indeterminados y que solamente los determina su definición. La ciencia necesita esta idea de un concepto como tabula rasa para fortalecer su pretensión de dominio; como una pretensión de un poder que será el único que se sentara en la mesa y la ocupará. En realidad, todos los conceptos ya están implícitamente concretados por el lenguaje en el que se encuentran. El ensayo comienza con estos significados y los lleva, ellos mismos esencialmente lenguaje, aún más lejos; quiere ayudar al lenguaje en su relación con los conceptos, y reflejándolos tomándolos tal y como en el lenguaje ya se les denomina inconscientemente. Eso es lo que el análisis de significados que práctica la fenomenología ha intuido, sólo que esta convierte la relación de los conceptos con el lenguaje en un fetiche. El ensayo contempla todo eso, como también la definición de los conceptos, con escepticismo. Sin apología, el ensayo provoca la objeción que dice que no hay manera de saber exactamente, sin ningún tipo de duda, qué quiere decir cada concepto. Porque el ensayo ha captado que la exigencia de definiciones estrictas ya hace tiempo que sirve para eliminar- mediante manipulaciones que fijan el significado de los conceptos, todo aquello desconcertante y peligroso que tienen las cosas que viven en los conceptos. Con todo, sin embargo, el ensayo no puede pasar sin conceptos abstractos- tampoco puede estar sin el lenguaje que no hace del concepto un fetiche- ni puede manejarlos según le convenga. Se toma la exposición de manera más seria que aquellos procedimientos que separan el método de la cosa y que consideran que el modo de exponer es indiferente a su contenido objetivado. El como de la expresión ha de salvar la precisión sacrificada de renunciar al esbozo sin, por eso, traicionar aquello que se quiere decir librando al significado arbitrario de un concepto fijado como por decreto. En eso, Benjamin fue el maestro insuperado. Sin embargo esta clase de precisión no puede ser sólo atomística. El ensayo impulsa la mutua relación de sus conceptos en el proceso de la experiencia espiritual, y no hace menos sino 8 más que el procedimiento definidor. En la experiencia, los conceptos no forman ninguna continuidad de operaciones- el pensamiento no avanza en un solo sentido, sino que los momentos se entrelazan como en un tapiz. De la densidad de este entrelazamiento depende la fecundidad de las ideas. En realidad, el pensador no piensa, sino que se convierte en el escenario de la experiencia espiritual sin destrozarla. También el pensamiento tradicional recibe sus impulsos de esta experiencia, pero, en relación a la forma, elimina el recuerdo. El ensayo la escoge como modelo, pero sin imitarle, simplemente en tanto que forma reflexionada; la mediatiza mediante su propia organización conceptual; su procedimiento es, si se quiere, una metódica falta de método. La manera como el ensayo se apropia de los conceptos podría compararse con el comportamiento de alguien que, en un país extranjero, se ve obligado a hablar la lengua en lugar de juntar chapuceramente los elementos como lo hacía en la escuela. Leerá sin diccionario. Cuando haya visto treinta veces la misma palabra de conceptos siempre diferentes, podrá estar más seguro de conocer su sentido que si hubiese consultado la lista de significados que, generalmente, son más limitados en relación con el cambio que se produce en cada contexto, y más imprecisos si se tienen en cuenta los matices inconfundibles que el contexto funda en cada caso concreto. De la misma manera que este aprendizaje, de hecho, está expuesto al error, lo está también el ensayo como forma; su afinidad con aquella experiencia espiritual abierta, la paga con una falta de seguridad que la norma del pensamiento establecido teme como la muerte. No es que el ensayo omita la certeza indudable, sino que más bien despide su ideal. El ensayo se convierte en verdad en su sima, la cual lo hace ir más allá de él mismo, pero no obsesionado por buscar fundamentos como aquel que busca tesoros. Sus conceptos reciben la luz de un termino ad quem que a él mismo le permanece oculto y no de un termino a quo manifiesto, y es aquí que su propio método expresa la intención utópica. Todos sus conceptos se han de presentar de tal manera que unos sostengan los otros, que cada uno de ellos se articule según la configuración que forme con los otros. El ensayo no levanta ningún andamio ni ningún edificio; en él, los elementos disgregados y separados se unen y se vuelven legibles. Pero, como una configuración, los elementos cristalizan mediante su movimiento. Ésta es un campo de fuerzas así como, bajo la mirada del ensayo, toda forma espiritual ha de transformarse en un campo de fuerzas. El ensayo desafía el ideal de la clara y distinta percepción y de la certeza indudable. En conjunto, se podría interpretar como una protesta contra las cuatro reglas que el Discurso del método establece al inicio de la nueva ciencia occidental y de su teoría. La segunda de aquellas reglas, la de la división del objeto en “tantas partes [...] como sean posibles y necesarias para resolverlas de la mejor manera”6 esboza aquel análisis elemental bajo el signo del que la teoría tradicional establece una equivalencia entre los esquemas del orden conceptual y la estructura del Ser. Pero los artefactos, el objeto del ensayo, rehúsan el análisis elemental y sólo pueden ser construidos desde su idea específica; no es en vano que Kant trata las obras de arte y los organismos de manera análoga incluso, al tiempo, insobornable contra todo oscurantismo romántico, los distingue. De la misma manera que el todo no es hipostatizable como si fuese aquello primero, tampoco es el producto del 6 Descartes, Obras filosóficas, Leipzig, ed. Buchenau, 1922, vol. I, p. 15. N. del T.: hay versión catalana de Pere Lluís Font, Discurs del mètode, Barcelona, Ediciones 62, 1996. 9 análisis, los elementos. Sin olvidar ninguna de las dos cosas, el ensayo se orienta siguiendo la idea de aquella reciprocidad que, rigurosamente, tolera tan poco la pregunta por los elementos como la pregunta por aquello elemental. Ni los elementos se pueden desarrollar meramente a partir del todo, ni al inverso. Es y no es una monería; sus momentos, que como tales son de tipo conceptual apuntan más allá del objeto específico en el que se reúnen. El ensayo, sin embargo, no los persigue hasta allí donde, más allá del objeto específico, se legitimaban- de lo contrario caería en la mala infinitud-; sino que se aproxima al hic et nunc del objeto hasta que éste se disocia en los momentos en los que radica su vida, en lugar de ser meramente objeto. La tercera regla cartesiana dice: he de “dirigir mis pensamientos ordenadamente, es decir, comenzar con aquellos objetos que son más sencillos y fáciles de conocer para subir poco a poco, por decirlo así, gradualmente hasta el conocimiento de aquello complejo”. La forma ensayo se opone severamente a esta regla en la medida que parte de aquello más complejo, y no de aquello con lo que ya siempre estamos familiarizados, lo más sencillo. A ella, no la desorienta el comportamiento de aquel que comienza a estudiar filosofía y, de alguna manera, ya sabe de qué se trata. A duras penas leerá primero los escritores más simples- el common sin los cuales en la mayor parte de los casos no es más que un simple chapoteo allí donde debería pararse- sino que tomará los supuestamente difíciles que iluminen, hacia atrás, las cosas más sencillas y las expliquen con una “posición del pensamiento en relación con la objetividad”.7 La inseguridad del estudiante, a quien aquello difícil y formidable parece justamente muy bueno, es más sabia que aquella pedantería adulta que, levantando un dicho amenazador, exhorta el pensamiento a entender primero aquello sencillo, antes de atreverse con cosas más complejas que son justamente las que le estimulan. Este aplazamiento del saber no es más que un impedimento. En contra de la idea que la verdad es una unidad coherente de acción y efectos, el ensayo obliga a pensar la cosa desde el primer paso con todos sus estratos, tal como es, y así corrige aquella primitiva obstinación que siempre acompaña la ratio habitual. Mientras que la ciencia, siguiendo su costumbre, falsea la complejidad y las dificultades de una realidad escindida en monerías y antagonismos traduciéndola a modelos simplificadores que, después, matiza, y diferencia con presuntos materiales, el ensayo, en cambio, zarandea y se saca de encima la ilusión de un mundo sencillo, y en el fondo también lógico, que tan bien se adapta a la justificación de lo que meramente es. Su capacidad diferenciadora no es un añadido, sino su medio. Esta capacidad diferenciadora, el pensamiento establecido la incluye, de buen grado, dentro de la mera psicología del conocimiento y se piensa que así puede despedir lo que tiene de vinculante. Pero, en realidad, los gritos científicos contra el exceso de inteligencia no se refieren al método inseguro y petulante, sino a aquello que, de la cosa, provoca extrañeza y que es precisamente el método que lo hace aparecer. La cuarta regla cartesiana- “por todas partes se han de hacer tantas enumeraciones completas y visiones de conjunto generales” como para poder “estar seguros de no omitir nada”- es el verdadero principio sistemático que inalterado retorna en la polémica kantiana contra el pensamiento “rapsódico” de Aristóteles. Esta polémica se corresponde con el reproche que se hace al ensayo y que con una pedantería proverbial dice de éste que no es 7 N. del T.: referencia a la primera parte de la obra de Hegel Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1830). Hay traducción al castellano de R. Valls aparecida en el año 1997 (Alianza). 10 exhaustivo y que olvida que todo objeto – y el espiritual sin duda- incluye infinitos aspectos la elección de los cuales está puramente y simplemente a merced de la intención del conocedor. Y continúa: una “visión de conjunto general” sólo sería posible si consta, por adelantado, que el objeto a tratar se explica completamente con los conceptos que manejamos; que no queda ningún resto que no pueda ser previsto por los conceptos. Pero, la regla de la completitud de los términos particulares pretende, siguiendo aquel primer supuesto, que el objeto pueda ser expuesto mediante un sistema deductivo sin lagunas: una suposición propia de la filosofía de la identidad. Como en el caso de la exigencia de definición, la regla cartesiana, entendida como una indicación práctica por el pensamiento, ha sobrevivido al teorema racionalista sobre el que descansaba; a la ciencia empíricamente también se le exige una visión de conjunto abarcadora y la continuidad en la exposición. De esta manera, aquello que en Descartes quería velar por la necesidad del conocimiento – como un tipo de conciencia intelectual- se transforma o bien en la arbitrariedad de un “frame of reference”, una axiomatización que, para satisfacer las necesidades metódicas y salvar la plausibilidad del conjunto, se ha de situar al principio sin poder ya mostrar su propia evidencia o validez; o bien, en la versión alemana, en la arbitrariedad de un “proyecto” que, con el patetismo de dirigirse directamente al Ser, hace desaparecer sus condiciones subjetivas. La exigencia de continuidad en el razonamiento prejuzga tendenciosamente la exactitud y la corrección del objeto, su propia armonía. Una exposición continua contradiría una cosa antagónica mientras no determine la continuidad, también como una discontinuidad. En el ensayo entendido como forma, se anuncia de una manera inconsciente y nada teórica la necesidad de anular, también en los procedimientos propios del espíritu, las exigencias de completitud y continuidad que la teoría ha superado. Cuando estéticamente el ensayo se resiste al método- que no es generoso y, sobre todo, no quiere omitir nada- obedece un motivo crítico con el conocimiento. La concepción romántica del fragmento como una obra incompleta, que avanza indefinidamente mediante la autorreflexión, es un defensa del antiidealismo al bello medio del idealismo. Y con relación a la forma de su exposición, el ensayo tampoco no puede hacer como si hubiese deducido su objeto y de éste ya no quedase nada más para decir. La propia relativización es inmanente a su forma: el ensayo ha de mostrarse como si siempre, continuamente, se pudiese interrumpir. Piensa a trozos, también la realidad es quebradiza, y encuentra su unidad a través de las resquebrajaduras, y no porque lo aplane todo. La armonía del orden lógico engaña y oculta la esencia antagónica de aquello que ha cubierto. La discontinuidad es esencial en el ensayo; su asunto es, siempre, un conflicto inmovilizado. Mientras armoniza los conceptos merced a su función dentro del paralelogramo de fuerzas de las cosas, esquiva el concepto superior al cual se subordinarían todos juntos; su método sabe que aquello que el concepto superior sólo finge que realiza, es insoluble y, no obstante, pretende dar a termino. La palabra intento, en el que se unen la utopía del pensamientohacer diana- con la conciencia de la propia falibilidad y provisionalidad, nos da, como muy a menudo pasa con terminologías que perviven históricamente, una información sobre la forma que es tan o más seria justamente porque no se realiza de forma programática, sino como una característica de una intención que avanza a tientas. El ensayo ha de hacer que en un rasgo parcial, escogido o encontrado, se ilumine la totalidad sin afirmar la presencia de ésta. Aquello parcial o aislado de sus pensamientos, corrige a medida que los multiplica, confirma o limita, ya sea a lo largo de su propio avanzar o en la relación, como de mosaico, 11 que establece con otros ensayos; y no mediante la abstracción aplicada a ciertas unidades características estrechas de su pensamiento. “De esta manera, entonces, se distingue un ensayo de un tratado. Escribe a la manera propia del ensayo aquel que compone experimentalmente, quien, por tanto, da vueltas a su objeto, le hace preguntas, lo palpa, lo examina, reflexiona sobre él de cabeza a pies, quien se aproxima desde diferentes costados y recoge todo aquello que ve la mirada del espíritu y quien traduce en palabras todo aquello que el objeto nos ha mostrado bajo las condiciones creadas por la escritura.”8 El malestar que provoca este procedimiento y la sensación que la cosa podría continuar así a voluntad tienen su verdad y su no verdad. Su verdad porque, en efecto, el ensayo no concluye y esta incapacidad para concluir resalta, paródicamente, su propio apriori; como una culpa se le carga aquello de lo que en realidad son culpables aquellas formas que borran los rastros de la arbitrariedad. Pero aquel malestar es no verdad porque la constelación del ensayo no es tan arbitraria como le puede parecer a un subjetivismo filosófico que desplaza el constreñimiento de la cosa al del orden conceptual. La unidad de su objeto, junto con la teoría y la experiencia inmigradas a él, le determinan. La condición abierta del ensayo no es el sentimiento vago y el estado de ánimo, sino que se perfila a través de su contenido. Se resiste a la idea de una obra principal que es, ella misma, reflejo de la idea de creación y de totalidad. Su forma corresponde al pensamiento crítico según el cual el hombre no es un creador, nada humano es una creación. Ni el ensayo se presenta a sí mismo como una creación – siempre se refiere a cosas ya creadas-, ni pretende algo universal la totalidad de lo cual sería como la de la creación. Su totalidad, la unidad de una forma construida dentro de sí misma, es la unidad de aquello que no es total, una unidad que, como una forma, tampoco afirma la tesis de la identidad de pensamiento y cosa, que, de otro lado, rechaza en su contenido. A veces, la liberación del imperativo de la identidad da al ensayo aquello que se escapa al pensamiento oficial: el momento de aquello imborrable, del color indeleble. Ciertos extranjerismos de Simmel – Cachet,9 Attitude- delatan esta intención sin que jamás se trate teóricamente. Es más abierto y, al mismo tiempo, más cerrado de lo que puede agradar al pensamiento tradicional. Más abierto en la medida que niega la sistematicidad mediante la propia disposición y, como más estrictamente la sigue, más se basta a sí mismo; los residuos sistemáticos dentro de los ensayos – como por ejemplo la infiltración de estudios literarios con filosofemas ya hechos y divulgados con los cuales quieren ganar respetabilidad- no valen más que las trivialidades psicológicas. Sin embargo el ensayo es más cerrado porque elabora de manera enfática la forma de la exposición. La conciencia de la no-identidad de exposición y cosa obliga la exposición a realizar un esfuerzo ilimitado. Eso, y sólo eso, es lo que tiene el ensayo de parecido al arte, en relación a lo demás, gracias a los conceptos que se encuentran y que traen de afuera no solamente su significado sino también su entorno teórico, está necesariamente emparentado con la teoría. De todas maneras, se relaciona con tanta cautela como con el concepto. Ni se deriva categóricamente – el error cardinal de todos los trabajos ensayísticos tardíos de Lukács – ni es el pago del primer término de síntesis venideras. La perdición amenaza la experiencia espiritual como más esfuerzos hace ésta para solidificarse y volverse teoría y se comporta como si estuviese en 8 9 Max Bense, Sobre el ensayo y su prosa, en: Merkur I (1947), p.418. N. del T.: en alemán se usa con el sentido de ‘fisonomía’, ‘carácter’ o ‘peculiaridad’. 12 posesión de la piedra filosofal. No obstante eso, la misma experiencia espiritual aspira, siguiendo su propio sentido, a este tipo de objetivación. El ensayo refleja esta antinomia. Así como absorbe conceptos y experiencias de afuera, también absorbe teorías. Solamente que su relación con ellas no es la del punto de vista. Cuando la falta de punto de vista del ensayo ya no es ingenua ni está sujeta a la notabilidad de sus objetos, utiliza la relación con sus objetos como un medio para luchar contra la fascinación de un comienzo y así, como en una parodia, hace realidad la polémica, de otro modo impotente, del pensamiento contra la simple filosofía del punto de vista. Absorbe las teorías que le son próximas; tiende, siempre, a liquidar la opinión, también aquella con la cual él mismo comienza. El ensayo es lo que ya era al principio: la forma crítica por excelencia; y es, en efecto, como una crítica inmanente de las formas espirituales, como una confrontación de aquello que ellas son con su concepto, crítica de la ideología. “El ensayo es la forma de la categoría crítica de nuestro espíritu. Porque quien critica ha de experimentar necesariamente, ha de crear las condiciones bajo las cuales un objeto vuelve a ser visible- de una manera diferente, siquiera, para un autor- y ahora, sobre todo, se ha de intentar probar la caducidad de un objeto, y éste es justamente el sentido de la mínima variación que un objeto experimenta en manos del crítico.”10 Si al ensayo, por el hecho de que no reconoce ningún punto de vista que se encuentre fuera de él mismo, se le reprocha falta de punto de vista y relativismo, es porque no se ha abandonado aquella suposición según la cual la verdad es una cosa ya “hecha y acabada”, una jerarquía de conceptos que Hegel, a quien no agradaban los puntos de vista, destruyó: en este aspecto el ensayo se toca con su extremo opuesto, la filosofía del saber absoluto. El ensayo quiere curarse de la idea de que es arbitrario introduciendo la arbitrariedad, reflejándola en su propio procedimiento, en lugar de esconderla bajo la máscara de la inmediatez. Ciertamente aquella filosofía quedó afectada por la inconsecuencia que representa criticar el concepto abstracto superior, el mero “resultado”, en nombre de un proceso en él mismo discontinuo, y al mismo tiempo, siguiendo la costumbre idealista, hablar del método dialéctico. Es por eso que el ensayo es más dialéctico que la dialéctica allí donde ella misma se expone. Se toma la lógica de Hegel al pie de la letra: ni está permitido utilizar de manera inmediata la verdad del todo contra los juicios particulares, ni se puede hacer finita la verdad convirtiéndola en juicio particular, sino que la pretensión de verdad de aquello singular se toma literalmente hasta hacerse evidente su no verdad. Aquello atrevido, anticipador, no completamente realizado que tiene todo detalle ensayístico, atrae, como una negación, otros detalles; la no-verdad en la que el ensayo, sabiéndolo, se envuelve es el elemento de su verdad. Es cierto que en su mera forma hay alguna cosa de no-verdad, en la relación que mantiene con aquellos productos culturales preformados, derivados, como si éstos fuesen en sí. Sin embargo el ensayo, cuanto más enérgicamente suspenda el concepto de aquello primero y rehúse pensar la cultura a partir de la Naturaleza, más profundamente reconocerá la esencia del crecimiento incontrolado y natural de la cultura misma. Hasta el día de hoy se ha perpetuado el ciego sistema natural, el mito, y justamente eso es lo que el ensayo reflexiona: la relación entre Naturaleza y cultura es su verdadero tema. No es en vano que se abisma, en lugar de “reducirlos”, en los fenómenos culturales como si fuesen una segunda Naturaleza, una segunda inmediatez, para abolir la ilusión mediante la 10 Bense, op.cit., p. 420. 13 insistencia. No se engaña, como no se engaña la filosofía de los orígenes en relación con la diferencia entre cultura y lo que hay debajo. Sin embargo el ensayo no considera que la cultura sea un epifenómeno encima del Ser que sería preciso destruir, sino que lo que hay debajo es igualmente thesei, la falsa sociedad. Es por eso que no da más valor al origen que a la superestructura. Su libertad a la hora de escoger el objeto, su independencia respecto a todas las prioridades de los hechos o de la teoría, las ha de agradecer al hecho de que, en cierta manera, para él todos los objetos son igual de próximos al centro: a aquel principio que les embruja a todos. No glorifica la dedicación a aquello originario por ser más original que dedicarse a aquello mediatizado, porque, para él, lo originario mismo es objeto de la reflexión, es algo negativo. Eso corresponde a una situación en la cual aquello originario, entendido como un punto de vista del espíritu en medio de un mundo socializado, se convirtió en mentira. Esta situación se extiende desde la exaltación de conceptos históricos, procedentes de lenguajes históricos concretos, como si fuesen palabras originarias, hasta la enseñanza académica del creative writing o la profesionalización del primitivismo- de la flauta de pico hasta el finger painting-, en los que la miseria pedagógica se disfraza de virtud metafísica. El pensamiento no está eximido de la rebelión, propuesta por Baudelaire, de la poesía contra una Naturaleza entera como una reserva social. También los paraísos del pensamiento ya solamente son los artificiales, y es en ellos por donde pasea el ensayo. Ya que, según el dicho de Hegel, no hay nada entre el cielo y la tierra que no sea mediatizado, el pensamiento sólo podrá ser fiel a la idea de inmediatez a través de aquello mediatizado, mientras que se volverá su víctima en cuanto quiera aferrar aquello inmediato de forma inmediata. Con astucia se sujeta el ensayo a los textos como si estos fuesen decididamente allí y tuviesen autoridad. Sin el engaño de aquello primero obtiene así un tipo de fundamento, aunque dudoso, donde reposar, comparable a la antigua exégesis teológica de escrituras. La tendencia, sin embargo, es la opuesta, la crítica: mediante la confrontación de los textos con su propio y enfático concepto, con la verdad que cada uno de ellos quiere decir aun cuando no quiera creer, quiere sacudir las pretensiones de la cultura y moverla a recordar su no-verdad, que es justamente aquella apariencia ideológica en la que la cultura se manifiesta como caída y sometida a la Naturaleza. Bajo la mirada del ensayo, la segunda Naturaleza toma conciencia de ser la primera. Si la verdad del ensayo se mueve a través de su no-verdad, entonces no habremos de buscarla en el mero contrario de su parte proscrita y falsa, sino en ésta misma, en su movilidad, en la falta de aquella exigencia de solidez que la ciencia de las relaciones de propiedad ha transferido al espíritu. Aquellos que creen tener que defender el espíritu de la falta de solidez y seriedad, son sus enemigos: el mismo espíritu, una vez emancipado, es móvil. En cuanto el espíritu quiere alguna cosa más que la mera repetición administrativa y elaboración estadística de aquello que ya siempre es, está al descubierto; una verdad que haya dejado de jugar ya sólo sería tautología. Históricamente, el ensayo está emparentado con la retórica, la cual el credo científico, desde Descartes y Bacon, quiere eliminar hasta que, consecuentemente, en la época científica, fue decayendo y convirtiéndose en la ciencia sui generis que es la ciencia de las comunicaciones. Es bien probable que la retórica ya siempre fuera un pensamiento adaptado y acomodado al lenguaje comunicativo. Iba dirigida al lenguaje inmediato: la satisfacción sustitutoria de los oyentes. El ensayo conserva justamente en la autonomía de la exposición- una autonomía que le distingue de la comunicación científica- rastros de aquello comunicativo que a ésta le faltan. En el ensayo, 14 las satisfacciones que la retórica quiere dar al oyente se subliman y se convierten en la idea de felicidad propia de una libertad para el objeto, la cual da al objeto más de su felicidad que no si éste fuese despiadadamente incorporado en el orden de las ideas. Siempre la conciencia cientificista, dirigida contra toda representación antropomórfica, ha estado aliada con el principio de realidad e, igual que éste, es enemiga de la felicidad. Mientras que la finalidad de todo dominio de la Naturaleza ha de ser la felicidad, aquella siempre se la imagina, al mismo tiempo, como una regresión a mera Naturaleza. Eso se ve aun en las filosofías más elevadas, las de Kant y Hegel. Se apasionan por la idea absoluta de la razón, pero en cuanto ésta relativiza algo valido y vigente, la difaman por irrespetuosa e impertinente. Contra esta tendencia el ensayo salva un momento propio de la sofística. Esta hostilidad del pensamiento crítico oficial contra la felicidad es perceptible, sobre todo, en la dialéctica trascendental kantiana, que quería eternizar la frontera entre entendimiento y especulación y, como dice la metáfora característica, impedir “la divagación para mundos inteligibles”. Mientras la razón se autocrítica, en Kant pretende echar sólidamente pies a tierra y fundamentarse a sí misma, se va impermeabilizando, siguiendo su principio más interior, contra toda novedad y contra la curiosidad – también injuriada por el existencialismo ontológico- que es el principio de placer del pensamiento. Aquello que Kant reconoce como la finalidad de la razón, la realización de la Humanidad, la utopía, lo impiden una forma y una teoría del conocimiento que privan la razón de ir más allá de un ámbito de la experiencia que, reducido al mecanismo del mero material y de las categorías invariables, se encoge y acaba convirtiéndose en aquello que ya siempre era. El objeto del ensayo, sin embargo, es aquello nuevo en tanto que nuevo, intraducible a las viejas formas ya existentes. El ensayo, refleja su objeto, por decirlo así, sin violencia, se lamenta – mudo – que la verdad haya traicionado la felicidad y, con ella, a sí misma; y este lamento es el que enciende la rabia contra el ensayo. Aquello que tiene de persuasivo la comunicación en el ensayo- análogamente al cambio de función de ciertos rasgos de la música autónoma- se distancia y se extraña de su finalidad originaria y se convierte en pura determinación de la exposición en sí, aquello poderoso y dominante de su construcción, la cual no quiere copiar la cosa sino restaurarla a partir de sus miembros conceptuales. Sin embargo las transformaciones chocantes de la retórica y, en ellas, las asociaciones, la ambigüedad de las palabras y el relajamiento de las síntesis lógicas que facilitaban las cosas en el oyente y sometían el débil a la voluntad del orador, en el ensayo se funden con el contenido de verdad. Sus transiciones desautorizan la deducción concluyente a favor de unas relaciones oblicuas entre los elementos para los cuales la lógica discursiva no tiene ningún espacio. Utiliza ambigüedades, y no porque sea chapucero, o por desconocimiento de la prohibición cientificista, sino por conducir hacia aquel lugar donde la crítica de las ambigüedades – la mera separación de significados- rara vez ha logrado llegar: que siempre una palabra comprende cosas diferentes, aquello diferente no lo es del todo, sino que la unidad de la palabra recuerda una unidad de la cosa, tan escondida como se quiera, que no se puede confundir, sin embargo, siguiendo la costumbre de la actual filosofía restaurativa, con los parentescos lingüísticos. También aquí, el ensayo se aproxima a la lógica musical- a aquel arte de las transiciones, que sin ser conceptual, es irrefutable- por cuanto da al lenguaje razonable aquello que perdió bajo el dominio de una lógica discursiva que si bien no nos podemos saltar sí que podemos engañar dentro de sus propias formas gracias a la penetrante expresión subjetiva. Y es que el ensayo no se encuentra en una mera relación de oposición 15 respecto a los procedimientos discursivos. El ensayo no es alógico; también él obedece criterios lógicos en la medida que la totalidad de sus frases han de estar unidas y ligadas con coherencia y exactitud. Ninguna contradicción puede permanecer porque sí, ha de ser fundamentada como una contradicción de la cosa; solamente que el ensayo desarrolla los pensamientos de una manera diferente a la lógica discursiva. Ni deduce desde un principio ni saca conclusiones a partir de observaciones singulares y coherentes. El ensayo coordina los elementos en lugar de subordinarlos; y no es sino la esencia de su contenido, y no la manera de exponerlo, aquello conmensurable con criterios lógicos. Por comparación con aquellas formas que comunican un contenido ya preparado que les es indiferente, el ensayo, gracias a la tensión entre la exposición y aquello expuesto, es más dinámico que el pensamiento tradicional, pero al mismo tiempo, en tanto que construcción de una sucesión también es más estático. De ahí, y solamente de ahí, su afinidad con la imagen, aunque aquel estaticismo es, de cierta manera, el de unas tensiones inmovilizadas. La silenciosa flexibilidad y transigencia de los razonamientos del ensayista le obligan a una mayor intensidad que la del pensamiento discursivo, ya que el ensayo no actúa como éste, ciego y automatizado, sino que en todo momento ha de reflejarse a sí mismo. Esta reflexión, ciertamente, no sólo afecta su relación con el pensamiento establecido sino también con la retórica y la comunicación. De lo contrario, aquello que se cree por encima de la ciencia se volvería vanidosamente precientífico. La actualidad del ensayo es la actualidad de aquello anacrónico. Los tiempos le son más adversos que nunca. Se encuentra aniquilado entre una ciencia organizada donde todos creen poder controlar todo y a todo el mundo y que, con la alabanza hipócrita de aquello intuitivo y estimulante, excluye todo lo que no se adapta al consenso; y una filosofía que se contenta con lo demás vacío y abstracto que la actividad científica le deja y que, justamente por eso, se convierte en una actividad de segundo grado. El ensayo, sin embargo, trata en sus objetos aquello que tienen de ciegos. Mediante conceptos quiere forzar aquello que no entra dentro del concepto y mediante las contradicciones en las que los conceptos se envuelven, delatar la red de su objetividad como una mera organización subjetiva. Quiere polarizar aquello opaco, librar las fuerzas latentes que se ocultan. Se esfuerza en concretar los contenidos determinados en el tiempo y el espacio; construye el proceso de crecimiento y de unión de los conceptos tal como nos imaginamos que han crecido y se han reunido en el objeto mismo. Se escapa del dictado de los atributos que se asignan a las ideas desde la definición de El Banquete11: “son eternas, ni pasan ni mueren, ni cambian ni disminuyen”; “un ser que es por él y en él mismo una forma eterna; y sin embargo permanece la idea porque no capitula ante el peso de aquello existente, no se doblega ante aquello que meramente es. No obstante eso no toma como referencia aquello eterno, sino más bien un fragmento lleno de entusiasmo que pertenece a la época tardía de Nietzsche: “Puesto que decimos sí a un instante único, entonces, habremos dicho que sí, no sólo a nosotros mismos, sino también a toda la existencia. Ya que nada es por él mismo, ni dentro de nosotros ni en las cosas: y si nuestra alma ha vibrado y resonado de felicidad aunque sólo sea una sola vez, habrán necesitado todas las eternidades para determinar este único acontecimiento- y toda la eternidad habrá estado sancionada en este momento único de 11 N. del T. : traducción catalana de Joan Leita, El banquet, Fedre, edición a cargo de Joseph Montserrat i Torrents, Barcelona, Ediciones 62, 1997. 16 nuestro decir sí, redimida, justificada y afirmada.”12 Sin embargo el ensayo aún desconfía de este tipo de justificación y afirmación. Para la felicidad, que Nietzsche consideraba sagrada, no conoce otro nombre que el negativo. Hasta las más elevadas manifestaciones del espíritu que la expresan son también siempre, mientras no sean más que espíritu, culpables de su fracaso. Por eso, la ley formal más íntima del ensayo es la herejía. En la cosa, mediante la violación de la ortodoxia del pensamiento, se hará visible aquello que ella pretende mantener invisible y que, secretamente, constituye su fino objetivo. 12 Friedrich Nietzsche, Obras, vol. 10, Leipzig, 1906 (La voluntad de poder II, §1032) 17