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No cerrar ventanas de oportunidad

Envenenar 2 millones de hectáreas solo redujo transitoriamente la extensión sembrada en 6.000, y llevó a la resiembra y al traslado de la mata a reservas naturales.

No hace un año que cesaron las fumigaciones aéreas contra los cultivos declarados ilícitos y ya el Fiscal pide reanudarlas, asumiendo que aumentó la coca porque fracasaron las dos estrategias de erradicación manual que deben reemplazarlas: la voluntaria, que debe adelantarse con las comunidades y estaría perturbada por protestas y bloqueos; y la forzosa, realizada con grupos civiles, policiales y militares, interferida por grupos armados ilegales y enfermedades tropicales.
En realidad, el aumento tiene causas diversas y regionales, comenzó antes de suspender la aspersión aérea, en zonas de consolidación militar y proyectos agrícolas fracasados por falta de acción estatal sostenible e integral. Los intentos de pactar con los campesinos han sido esporádicos, lo único constante ha sido la erradicación forzosa con glifosato y otros tóxicos.
Desde que se adoptó el principio de precaución, suspendiendo la aspersión aérea, ha seguido la presión por fumigar con lo que sea –moléculas químicas, hongos, glufosinato– y por judicializar a los cocaleros. Hace un par de meses, el Consejo de Estupefacientes terminó avalando el glifosato rociado en forma manual, y ahora retorna la presión por la aspersión aérea.
Sin previo juicio, el Fiscal condena desde Washington los pactos con campesinos que se priorizaron hace menos de un año, y vuelve a la adicción de las dos décadas anteriores de lanzar tóxicos en forma intensiva e indiscriminada a los cocaleros, no obstante que se ha demostrado que es costosa e inútil, y además injusta con la población rural y deslegitimadora del Estado. Envenenar 2 millones de hectáreas solo redujo transitoriamente la extensión sembrada en 6.000, y llevó a la resiembra y al traslado de la mata a reservas naturales. Restarle un kilo de cocaína al mercado de Estados Unidos, que se vendía por unos 125.000 dólares, exigía fumigar en Colombia 300 hectáreas durante un año, a un costo de un millón de dólares y graves daños socioambientales.
Colombia tuvo que indemnizar a Ecuador por los efectos nocivos de la fumigación, pero no asume los daños causados en el país a la salud pública, al agua, al ambiente, a los cultivos legales, a los derechos de comunidades indígenas, negras y campesinas, dejados a merced de grupos irregulares u obligados a desplazarse.
Si se trata de impedir que grupos irregulares reemplacen a las Farc en negocios ilegales, ¿por qué no centrarse en desmantelar esas organizaciones criminales y sus laboratorios, incautarles el producto final y golpearlas donde limpian su dinero? ¿Por qué ensañarse con unos cultivos a los que se ven forzados los campesinos por falta de oportunidades, que son parte de economías de subsistencia y apenas les dejan algo para sobrevivir? ¿Por qué no oír sus gritos de no más guerra, sino pactos sólidos con el Estado para una sustitución en forma gradual que no los condene a la miseria por falta de ingresos alternativos?
Dejar de envenenar la relación con esos colombianos no es una concesión a las Farc. Es la posibilidad de que el Estado cambie la forma de relacionarse con territorios marginados y étnicos y con los que son parte de las fronteras internacionales, como las zonas de Nariño, Norte de Santander y Putumayo, donde se concentra la mayor parte de la coca. Construir la paz territorial implica reparar a las víctimas y rescatar a sus poblaciones de la segregación, construyendo –con ellas y no contra ellas– institucionalidad, infraestructuras y servicios, alternativas socioeconómicas y ambientales acordes con las particularidades de cada región, y persistir en ese esfuerzo. ¿Por qué se suma el Fiscal a la presión por cerrar una de las grandes ventanas de oportunidad que le abre al país el acuerdo con las Farc?
Socorro Ramírez
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