Gracias a un olfato que tuve siempre para la literatura, pude advertir de inmediato, tras el reportero pobrísimo y a la deriva que era García Márquez en París, a un escritor excepcional. Tenía cosas que decir y sabía decirlas. Sujetaba por la brida los adjetivos, cuando otros los usaban como abalorios de gitana. El clima mágico de sus narraciones provenía de experiencias vividas y ennoblecidas por las lluvias del tiempo. La convicción de que a Gabo lo esperaba la fama universal la tuvimos por largo tiempo sólo sus amigos cercanos. Lo insinué alguna vez en un escrito y un columnista me acusó de amiguismo desaforado. Tampoco en Venezuela, cuando trabajó conmigo en una revista, fue descubierto. Ya había escrito El coronel no tiene quien le escriba. Le enseñé en Caracas el manuscrito a un escritor muy conocido con la esperanza de que nos ayudara a publicarlo, y todo lo que se le ocurrió comentar leyendo la primera página fue:un relato sobrio
Algo similar a lo que me ocurría con todos ellos, lo tuve siempre con Marvel. Cuando la conocí en Barranquilla, en 1960, el secreto de su real vocación lo tenía muy bien guardado. Era vista en su ciudad como una muchacha bonita que un año atrás había sido reina del carnaval y que hasta entonces mataba las tardes de mucho calor jugando canasta con algunas amigas en el Country Club. Allí, por cierto, me fue presentada por Juan B. Fernández. Al llegar a casa me contaría después le dijo a su madre:al hombre con quien me voy a casar. El no lo sabe aún y es muy tímido: tardará varios días en llamarmeY así fue. Sólo que cuando uno y otro, en la penumbra de un bar llamado elHeynemani , descubrimos que lo que realmente nos interesaba en la vida era escribir y no artículos, sino cuentos o novelas ella, mirándome muy seria, aseveró:una cosa? Yo sólo podría casarme con un tipo como túLa otra cosa que descubrimos fue que ni ella ni yo teníamos un centavo. Cinco meses después, cuando nos casamos (con Alvaro Cepeda como padrino de bodas y con una fiesta, pese a todo, en el Country), el viaje de luna de miel no fue a Miami sino a una casa vieja y calurosa en Puerto Colombia. Había zancudos.dijo ella , eso de la luna de miel en un lugar como este es una tontería. Mejor, volvamos a Barranquilla y nos quedamos en tu apartamento. De paso, podemos ver esta noche una película buenísima que dan en el MetroY le hice caso.
Entonces era yo un iluso izquierdista y ella también. Por serlo, me echaron del Diario del Caribe. Antes de casarme, viví varios meses de caridad en casa de Cepeda, hasta que encontré trabajo en una agencia de publicidad del gran Pepe Smith, agencia de la que con el tiempo sería el propietario. Marvel, dispuesta a romper con su mundo, decidió terminar sus estudios de bachillerato en el colegio de la Universidad Libre. Tenía un gran número de condiscípulos comunistas. Alguno de ellos era hijo de una mujer que pedía limosna en la Plaza de San Nicolás y que llegaba a pagar la pensión de su hijo sacando monedas y billetes arrugados de un tarro. Cuando nació Carla, nuestra primera hija, Marvel estaba todavía en sexto bachillerato, y adelantaba estudios en la Universidad del Atlántico cuando nació Camila. No era de extrañar, con estos desafíos, que ganara entre sus amigas fama de loca.
No lo era. Simplemente buscaba ser consecuente con el destino que había elegido. En cierta ocasión, una bruja llena de gatos que vivía por los lados de Siape le pronosticó que abandonaría Barranquilla para siempre y que atravesaría el océano para conocer la pobreza y la enfermedad en una ciudad extraña y muy grande. Yo tomé a broma aquellas predicciones de la adivina. Para entonces, había empezado a ganar dinero con mi agencia de publicidad dejando para más tarde el proyecto de escribir. Fue necesario que ella, Marvel, me diera con toda determinación un verdadero golpe de estado para cambiar el rumbo errado que había tomado nuestra vida.
Barranquilla no vuelvo
Ocurrió de la siguiente manera. Hallándome en París, donde yo había vivido y estudiado cuando era muy joven, le propuse que aprovechara un chárter organizado por la Alianza Francesa y se reuniera conmigo para pasar algunos días de vacaciones en aquella ciudad que ella desconocía totalmente. Ella viajó a París, en efecto. Pero cuando entrábamos a la ciudad en un autobús, viniendo del aeropuerto de Orly, se volvió hacia mí muy seria y dijo:que decirte algo. A Barranquilla no vuelvo nuncaCreí que de verdad esta vez se había vuelto loca, pues allí, en Barranquilla, estaba lo nuestro: sus padres, nuestras dos hijas pequeñas, una agencia de publicidad con oficinas propias y hasta una casa cuya construcción estaba a punto de terminarse. Pese a todo ello, lo que en aquel momento decía tenía todo el aire de una decisión irrevocable. Había que conocerla como la conocía yo para saberlo. (Y era cierto: nunca volvió a Colombia). En mi infinita confusión, llamé a Barcelona a mi amigo de siempre, a Gabo.no puedo renunciar a ella. La quiero. Qué puedo hacer?le comenté. Gabo me pidió un plazo de un día para responder. Siempre lo hace. Al día siguiente me recomendó que viera a un psiquiatra español radicado en París. Yo no entendía aquella indicación.la que está chiflada es ella, no yoprotestaba.casome advirtió Gabo con una tranquila sabiduría de compadre o de hermano mayor. Pues bien, el psiquiatra español, luego de oírme, le dio la razón a Marvel. Tenía una vocación y un destino y era consecuente con ellos. Yo no. Así que regresé al hotel para decirle a ella.de todo, haces bien quedándote en Europa. Yo haré lo necesario para volver y quedarme contigo
Así lo hice. Vendí, mal vendido, lo que teníamos; dejé naufragar la boyante agencia y traje a nuestras dos hijas pequeñas, Carla y Camila, que entonces debían tener respectivamente seis y cuatro años. Pero no llegamos a París, sino a Deyá, un pueblo de Mallorca donde habíamos decidido instalarnos. Alquilamos una vieja casa con cisterna en la sala y fantasma en el desván; el fantasma de un amigo colombiano muerto años atrás, que allí había vivido: Carlos Obregón. Hoy podría decir que los dos o tres años vividos en aquel pueblito medieval, de casas de piedra, al pie de una montaña, rodeado de almendros y de olivos y con el azul del mar divisándose a lo lejos, fueron los más felices de nuestra vida. Veíamos con frecuencia a Robert Graves. Vivíamos muy pobremente. Pero escribíamos: ella, sus primeros cuentos; yo, un libro de relatos titulado El desertor. Estábamos en paz con nuestra conciencia.
Aquella vida en Mallorca terminó cuando a instancias de Gabo y de Vargas Llosa, Juan Goytisolo me escribió proponiéndome la jefatura de redacción de la revista Libre, la cual agruparía a los escritores delBoomi . Volé a París, como adelantado, con mi pequeña hija Carla, para conseguir apartamento y oficinas. Carla parecía escuchar con una desmesurada atención, a veces con imprevistas intervenciones suyas, mis conversaciones con Julio Cortázar, Goytisolo o Severo Sarduy. El primer día de este regreso a París almorzamos los dos, padre e hija, en el restaurante de la torre Eiffel. Era un día deslumbrante de invierno. Puentes y cúpulas brillaban al sol.
Todo prometía una nueva vida feliz en aquel lugar mágico, pero no fue así. Los pronósticos sombríos de la adivina de Siape llegarían a cumplirse. Allí Marvel encontraría, en efecto, al lado de amigos, una vida más libre y un mundo intelectual que le fascinaba, enfermedad y pobreza. Sólo se le olvidó a la bruja decirle que cumpliría también su destino de convertirse en una gran escritora.
Los infortunios de París
Ahora, cuando viajo a París para visitar a mi hija mayor y a mis nietos franceses, pesan más en mi ánimo los recuerdos sombríos que los recuerdos alegres. Sombríos, sí, como los que quedaron flotando en las aguas del canal Saint Martín, pese a que reflejan con un manso encanto árboles, puentes, grises fachadas, el cielo. Si llegara a pasar hoy por allí volvería a ver aquellas mañanas heladas de invierno cuando subía con Marvel, que ardía en fiebres, con un mal todavía desconocido, hacia los pabellones del Hospital Saint Louis. Había funerarias en las inmediaciones del hospital y los corredores desvencijados estaban llenos de enfermos que hacían cola, con un papelito azul en las manos, para ser fugazmente atendidos por un médico. Al fin, tras muchos exámenes, descubrimos que Marvel tenía un lupus incurable.
A estos infortunios habría que agregar dos separaciones nuestras la última definitiva y depresiones que, por obra de su propia enfermedad y tal vez de dudas sobre su capacidad para escribir lo que se había propuesto, ella intentaba sortear con somníferos poniéndola a veces al borde de la muerte. De estas depresiones salió al fin milagrosamente gracias, creo, a que tras una última crisis suprimió los somníferos y empezó con bríos a escribir cuentos, primero, luego su novela En diciembre llegaban las brisas de una manera que nos maravillaba a sus primeros lectores: Jacques Gilard, Eligio García y yo.
Hay un término que más de un amigo cercano emplearía para explicar nuestras separaciones: infidelidades. No es exacto. En términos literales, no las hubo ni de su parte ni de la mía. Devota de Sartre y de Simone de Beauvoir, desde antes de casarnos, Marvel aceptó como una realidad inevitable lo que ella, usando una expresión de los dos famosos escritores franceses, llamabanamores o relaciones contingentesi . Creía que debían asumirse sin engaños, sin mentiras y sin perder jamás la relación profunda que nos unía. Hoy veo todo eso como una elaboración puramente libresca, hija de aquellos engañosos años sesenta marcados por el signo de la liberación. Marcuse pondría en todas estas concepciones algo de lo suyo. La verdad es que una cosa son las ideas que al amparo de lecturas se elaboran en la cabeza y otra la manera como el corazón o las vísceras admiten la presencia de terceros en una relación y todos los conflictos que tal disparidad produce. Nos ocurrió a ambos, y al final, tanto su segundo matrimonio con Jacques Fourrier como el mío con Patricia Tavera se edificaron sobre bases distintas, dictadas por nuestra propia experiencia.
Siempre he dicho que nuestro divorcio parecía un compromiso de amor. De común acuerdo, yo me quedé con Carla y Camila, mis dos hijas, que estaban aún en el liceo, gracias a mi extraña vocación de padre doblado de madre. No hubo en ello nada de dramático, pues las dos hijas, que siempre adoraron a su madre, continuaron viéndola de manera constante. Con el tiempo resultaron ambas unas excelentes profesionales, esposas sin telarañas en la cabeza y por añadidura buenísimas madres. Marvel se llevó a su gata Salomé y nosotros nos quedamos con Nefertitis. Nuestra única desavenencia fue a la hora de repartir los libros. Quedé con Hemingway acusado por Marvel de machista; con Dos Passos, Capote, Gabo y demás latinoamericanos. A excepción de Rulfo. Perdí la Enciclopedia Británica, todos los libros de Virginia Woolf, parte de Faulkner y de la Yourcenar.
Cuando Marvel se casó con Jacques Fourrier, asistí a su matrimonio en compañía de Gabo y Mercedes. Y cuando, uno o dos años después, me casé con Patricia Tavera, Marvel fue mi madrina de matrimonio y el padrino, Luis Caballero. Nos veíamos con mucha frecuencia y guardamos el uno por el otro un afecto profundo, que nunca desapareció. Recuerdo que ella se echó a llorar cuando vine a anunciarle mi regreso definitivo a Colombia, después de haber permanecido 18 años en París.
Sus últimos años los vivió en un modesto apartamento de Belleville, un barrio proletario de París lleno de inmigrantes árabes y de Africa ecuatorial. Marvel pasaba su tiempo leyendo y escribiendo, siempre muy pobre y con una salud frágil. A su lupus se sumó un grave enfisema pulmonar, que al final la mató mientras dormía. Yo estaba en Roma cuando Jacques, su marido, me llamó para comunicarme el hecho. Tomé de inmediato un avión. Fue terrible darles la noticia a mis dos hijas por teléfono. Carla pasaba vacaciones en el sur de Francia y Camila vivía muy lejos, en Sao Paulo. Mientras se cumplían las burocráticas gestiones del sepelio, pasé tres días con Jacques, en su apartamento, al lado de ella, que parecía dormir. Bebíamos whisky, hablábamos y a veces no podíamos evitar que las lágrimas nos rodaran por la cara. Parecíamos dos viudos de la misma mujer. El sepelio fue en el cementerio del PLachaise. Allí estábamos todos, incluyendo la tribu de pintores colombianos de París.
Marvel nunca supo cuál podía ser el destino de su obra. Estaba demasiado lejos de Colombia y sin embargo siempre, en su alma, muy cerca de su ciudad natal, Barranquilla para saber si sus libros tendrían algún eco. A lo mejor lo dudaba. Así que cuando Jacques Gilard y Fabio Rodríguez otro buen amigo de ella organizaron un homenaje póstumo a Marvel en Toulouse, en nombre de la universidad de esta ciudad francesa y la de Bergamo, en Italia, tuve la sensación de una reparación a la vez justa y tardía. Recuerdo que llegué allí con mi hija Carla. Había en la entrada de la universidad una fotografía de Marvel de más de dos metros de altura. Carla, viéndola, rompió a llorar.mamá lo hubiese sabidodecía. La misma idea me asediaba en Cartagena durante el homenaje que le rindieron poetas y escritoras.